viernes, 2 de febrero de 2018

ADICCIÓN

Cada vez soporto menos las conferencias o actos culturales en los que, durante un tiempo que se nos hace interminable, un señor o señora se dedica a martirizar a su auditorio con la exposición de un tema que solo a él le interesa, o incluso ni a él o ella siquiera. El formato de monólogo está ya fuera de lugar en una sociedad que se define como la sociedad de la comunicación, y en la que cada vez se exige más la interacción con el público o, si me apuran, al menos la confrontación de distintas opiniones o ideas a través de otras formas de intercambio. Un auditorio sumido en el silencio, siempre incómodo, no puede entenderse si no es porque ya sean familiares del conferenciante, amigos u organizadores del evento (de estos, pocos son los que asisten). Y cuando por los imponderables de la cortesía, formo parte del grupo de “amigos”, me paso toda la conferencia pensando en lo bien que estaría en mi casa leyendo. Y así, la voz monótona que inunda la sala, pero a la que apenas hago caso, se va haciendo cada vez más lejana, distante, como un arrullo… y termino algunas veces por dar una cabezada involuntaria, de la que pronto me repongo, para sumirme de nuevo en ese sueño, ya despierto, de deseadas lecturas. Leer en soledad, al calor de tu mesa y tu flexo, con una taza de café o de té, es un placer incomparable, al que debes renunciar a veces por una insufrible conferencia. ¿Para qué leemos? Nos podemos preguntar. “Leo ficción, dice Philip Roth, para liberarme de mi perspectiva sofocantemente estrecha de lo que es la vida y para entrar en simpatía imaginativa con un punto de vista narrativo distinto del mío. Es la misma razón por la cual escribo”, y continúa Juan Gabriel Vásquez, en su libro ‘El arte de la distorsión’: “El lector de ficciones es un inconforme, un rebelde, y la razón de su rebeldía y su inconformismo es la insoportable camisa de fuerza de la vida humana: el hecho de que esta vida sea sólo una —es decir, que no haya otra después de la muerte—, y además sea sólo una —es decir, que no podamos ser más de un hombre al mismo tiempo”. Es la misma idea que expone con insistencia Vargas Llosa en la serie de textos recogidos en su pequeño gran libro ‘Elogio de la educación’. Leemos novelas para vivir otras vidas que no nos han sido dadas, para imaginarnos paisajes que quizá no veamos nunca, para conocer mundos, ciudades que no podremos visitar. Y a pesar de que todo ello nos pueda crear insatisfacción, o precisamente por nuestra insatisfacción es por lo que leemos, la lectura es un acto que llena todo nuestro tiempo porque nos hace distintos y libres. Leemos para ver con otros ojos, para escuchar con otros oídos. No es un tiempo perdido, como el de las conferencias, sino vivido con la intensidad de nuestra imaginación. Por eso, y como dice Vásquez, “la lectura de ficción es una droga; el lector de ficciones, un adicto”. José López Romero.

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