viernes, 1 de diciembre de 2017

EL QUIJOTE DEL CENTENARIO

Mariano Fortuny se encontraba afincado en Roma cuando se enteró de la llegada de un joven pintor español que no había ido a verle. Se dirigió a su estudio a las afueras de la capital,  y examinó con suma atención los cuadros y bocetos del taller, reparando especialmente en uno de ellos llamado “El rey, que Dios guarde”. Le preguntó al autor el destino de ese cuadro, a lo que el incipiente artista respondió: “Para nadie, llevo seis meses en la ciudad y no he vendido nada”. Fortuny se lo compró, y a partir de ese momento la cotización de aquel pintor subió como la espuma. Se trataba de José Jiménez Aranda, que ilustra este artículo, nacido en Sevilla en 1837. Discípulo de cultivadores del romanticismo como Cabral Bejarano o Eduardo Cano, fue incansable viajero que fijó residencia en lugares como Madrid, París o Valencia, pero jamás estuvo pensionado por persona o institución alguna, viviendo hasta el fin de sus días del producto de su trabajo. Nadie lo subvencionó. Qué diferencia con el momento actual, en el que subsidiados, pensionistas y prejubilados que no llegan a los sesenta van a ocasionar que cuando la generación del “baby boom” lleguemos a nuestra edad “jubilosa” estemos haciendo cola en la beneficencia con una mano delante y otra detrás. Aranda se instaló brevemente en Jerez, pero su estancia fue muy fructífera, ya que además de trabajar en la restauración de las vidrieras de San Miguel (Caballero Ragel, 2007), sacó tiempo para echarse novia, siendo la afortunada Dolores Velázquez, que a la postre se convertiría en su esposa. Pero el motivo de traer al pintor sevillano a esta sección es la colección de más de setecientas litografías que ilustraron el “Qujote del Centenario”, publicado en Madrid a partir de 1905, dos años después de su muerte, y continuando hasta completar la obra en 1908. Prologado por el escritor y arqueólogo José Ramón Mélida y Alinari, se convirtió en el primer coleccionable del clásico de Cervantes, saliendo en entregas sucesivas hasta completar doscientos cuadernos con cuatro láminas cada uno. Aunque también se publicó el texto, lo principal son los dibujos, que se suceden en una secuencia tan fiel al texto que parece que estemos leyendo El Quijote visionando las láminas, pues tal era su intención, contar la historia del Ingenioso Hidalgo a base de ilustraciones. Es una obra rara, que solo encontramos catalogada en unas cuantas bibliotecas públicas además de en la Nacional, entre ellas las de Melilla, Bilbao, la “Celestino Mutis” en Cádiz o la de Palma del Rio en Córdoba. En Jerez no tenemos todos los cuadernos, aunque contamos con unas quinientas láminas. No hemos podido fijar con qué legado vino a parar la obra a nuestra Biblioteca, aunque sabemos que alguien llamado Ignacio de la Hera estuvo comprando los cuadernillos en Sevilla en el año de su edición, al precio de cinco pesetas cada uno, según rezan los recibos que nos han llegado. Hoy completan la colección de Quijotes que custodiamos en nuestra ciudad, a la vez que enriquece el fondo de materiales gráficos patrimoniales. NATALIO BENÍTEZ RAGEL.  

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