viernes, 29 de abril de 2016

PAPELES DE ANTIGUOS BODEGUEROS

Quizás algún día todo esté en Internet. Desde luego hoy no es ese día. Nos aguardan muchas sorpresas hojeando viejos volúmenes o releyendo olvidados manuscritos. Nuestra centenaria Biblioteca Municipal custodia abundante documentación relacionada con los bodegueros jerezanos, entre ellos el Marqués de Torresoto, Pedro Nolasco González Soto (1849-1946), en la ilustración junto a sus dos hijos mayores y el abad de la Colegial don Teodoro Molina (extraída de “Xerez: la campiña jerezana”, Nº 2, 1938). Un personaje de sobra conocido, y ampliamente tratado tanto en monografías sobre la casa González Byass, de la que su padre  era cofundador, como en artículos periodísticos y revistas especializadas. Y obviamente en Internet. Pero en estos papeles  he leído cosas que no he encontrado en ninguna otra fuente. Son de autor anónimo, que entrevistaría al bodeguero en una fecha, 1945, muy próxima a la muerte de éste. Decía que comenzó el colegio con apenas cuatro años, no por gusto, sino porque su hermano Manuel Críspulo exigía que lo llevaran en brazos y que fueran también sus hermanos pequeños. La escuela era la de San Rafael, en la Alameda Cristina. Confiesa que era algo travieso, como debe ser un niño normal a esa edad, y las personas que ocupaban el palco inferior al de su familia en el Teatro Principal se convertían con frecuencia en las víctimas de sus ocurrencias: en este caso, las hermanas solteras del marqués de los Álamos del Guadalete, cuyas galopantes alopecias provocaban irremediablemente la salivación de los chiquillos. Se ha dicho de él que era un viajero infatigable, y con razón: estuvo viajando por Rusia veinte noches seguidas en coche-cama, trabajando de día en las diversas paradas para coger un nuevo tren por la noche. De sus hábitos personales cuenta que le costó mucho dejar de fumar, “ese ridículo vicio que tanto ataca a la salud y al bolsillo”. La preocupación por los efectos del tabaco no es tan nueva como creíamos. Pero era un mundo de fumadores, y el marqués “confiesa que hoy día se avergüenza de estar en reuniones donde todo el mundo fuma, y estima hace un papel desairado al tener que rechazar los muchos cigarrillos que le ofrecen, incluso las señoras, como es cosa hoy corriente”. Gustaba de presenciar intervenciones quirúrgicas: en una ocasión se hizo pasar por un médico madrileño para ver en directo la autopsia de Pilar Cobos de Guzmán, trágicamente ahogada en una fiesta de caza en la Laguna de Medina. Cuando acompañó a su hermana Josefa a Madrid, aquejada de una grave dolencia, convenció al cirujano Federico Rubio, que ya era mucho convencer, para que le dejase entrar en la sala de operaciones. Me dejo mucho en el tintero, muchos y variados detalles que quizá aguarden a que un día alguien dedique al longevo marqués la monografía que sin duda se merece. NATALIO BENITEZ RAGEL.

TRADUCCIONES

“Pá –mi hijo. Me temo lo peor- ¿Tú sabes francés?”. Como se dice ahora: lo peor, no; lo siguiente. “Tengo un A2 por la escuela de idiomas que es lo mismo que un máster” –le contesto ufano. A mi hijo, todo amor filial, se le escapa una risilla sardónica. “A ver si me puedes traducir esto”, y me pone por delante un párrafo escrito por algún demonio francés sobre yo no sé qué máquina de vapor. Y esto me hacer recordar que cada vez que me enfrento a uno de esos endemoniados prospectos de algún artilugio o electrodoméstico (los de los televisores pueden ser un buen ejemplo), siempre termino por acordarme del autor del texto y, por supuesto, de su traductor al castellano. Un recuerdo de admiración, dicho sea a modo de aclaración de intenciones. Porque no concibo actividad más aburrida o tediosa que la de traducir esos dichosos prospectos. ¡Mucha ilusión le tienen que echar a la vida estos profesionales para levantarse todos los días sabiendo el trabajo que les espera encima de sus mesas! Y sin embargo, por poner dos ejemplos aunque literarios, Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, célebre novela de Pío Baroja, nunca fue más feliz que en su etapa en que se dedicaba a traducir artículos científicos para revistas especializadas; y Ricardo Mazo, el protagonista del cuarto relato de Los girasoles ciegos, al menos distraía su angustioso encierro detrás del armario, aporreando silencioso la Underwood para hacer las traducciones del alemán que a su mujer Elena le encargaba la empresa Hélices, una auxiliar de empresas estatales de aeronáutica. Y aunque personajes de ficción, de ellos podemos aprender que cualquier trabajo, por muy insulso que nos parezca, tiene sus puntos positivos (comodidad en Hurtado; consuelo o evasión por unos momentos de su angustia en Mazo). “Pá, ¿cómo va eso?”, me pregunta asomando su cara dura, rodeado yo de diccionarios mientras él finiquita en minutos un helado. “Te veo con ilusión. Esa es la actitud, pá”. “No molestes a tu padre”, le oigo a la madre. Lo que me faltaba: la santa y el angelito. José López Romero. 


domingo, 10 de abril de 2016

EL DILEMA DE UN BIBLIOTECARIO

Aunque para Esteve (en la imagen cuarto por la izda.) la vida parecía  transcurrir de una manera  plácida, incluso se casa en el año 1937 con Rosario Castilla, él no era el mismo. No podía serlo a menos de que fuera alguien carente de emociones. En el Ayuntamiento se había vivido tras la llegada de las nuevas autoridades una durísima represión, que se extendería además a numerosos personajes vinculados hasta ese momento al mundo cultural o educativo de la ciudad. Ello no sólo disgustaría al bibliotecario  sino que le produciría desazón e inquietud sobre el rumbo que todo iba tomando. Periodistas, educadores, artistas, algunos de ellos muy relacionados con él, otros por los que tenía cierta admiración sufren las consecuencias de la nueva situación. Además bibliotecas privadas y librerías sufren las inspecciones de batallones de milicianos que  deciden sobre su idoneidad o no, es decir,  sobre su conservación o destrucción. La represión sobre el libro, se prolongará  en su forma más álgida casi una década, y luego seguirá  de una manera atenuada pero amenazadora durante algunos años más. Es muy significativa  la frase que escribe el presidente del Instituto Nacional del Libro (INLE), el jerezano Julián Pemartin, en el primer número de la Revista Bibliografía Hispánica (1942): Tenemos que esgrimir el arma del libro en todas direcciones y contra toda clase de enemigos.  En definitiva, en el primer periodo de la posguerra la censura será el primer elemento y casi la única política del libro llevada por el régimen en estos años. Desde Jerez el otrora entusiasta bibliotecario Esteve, para no ser represaliado -no todo el mundo tiene madera de héroe- trató de mantenerse en un segundo plano ante la marea represora sobre  la cultura y fue mudo y avergonzado testigo de las incautaciones de material bibliográfico privado, y su paso obligatorio por la biblioteca municipal para que un comité de expertos dictaminara qué hacer con ellos.  Sin duda fue la situación vivida en torno al libro en nuestro país, y en concreto la realidad diaria en la biblioteca de Jerez en los primeros años de la posguerra, las que llevaron al bibliotecario municipal a ir progresivamente marginando esa actividad a la que tanto entusiasmo había dedicado hasta entonces, para ir gastando sus energías en labores para él más gratas y menos “sensibles” desde la perspectiva política, como la investigación y divulgación de la historia del arte local y sobre todo, lo que yo he definido como la “huida a Asta”. Y es que “casualmente” la primera campaña de excavaciones sobre las Mesas de Asta que Esteve dirige  comienzan en el periodo más álgido de la represión sobre el libro: 1942. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

PASIONES

Nunca sabremos cómo terminó encontrando uno de los pocos ejemplares de la primera edición que los repertorios bibliográficos consignaban entre libros raros y curiosos. Pasados tantos años y al hacer balance de su vida, aquel libro seguramente se perdió entre los intersticios de su memoria y ni una referencia nos dejó de su encuentro. Pese a su juventud, tenía muy claro que una de las actividades a las que dedicaría buena parte de su tiempo iba a ser la bibliofilia, y quería cuanto antes iniciar su pequeña pero selecta colección de primeras ediciones, en la medida en que sus posibilidades económicas se lo permitiesen. Y para su propósito ya había llegado a sus oídos que no muy lejos de donde vivía, a uno de los muchos cafés de su Viena natal, al café Gluck, acudía todos los días y se sentaba a la misma mesa un viejo judío de memoria prodigiosa, de un saber bibliográfico extraordinario; se llamaba Mendel, Mendel “el de los libros”. Y en sus manos, a su conocimiento enciclopédico se confió el joven Stefan para desarrollar una de sus grandes vocaciones: su amor por los libros. Y fue el viejo judío el que lo puso tras los pasos de aquella obrita publicada en su primera edición en París, en el año 1669, y titulada “Cartas portuguesas”. Cinco cartas componían el pequeño volumen, escritas por la monja Mariana Alcoforado y dirigidas a Marqués Noël Bouton de Chamilly, conde de Saint-Léger, capitán de la caballería francesa que había participado en el asedio de Ferreira, villa del Alentejo portugués, y cercana a Beja, en cuyo convento vivió Mariana y sufrió su pasión por aquel militar. Cuando el joven Stefan pudo tener en sus manos aquella preciosa joya de la literatura amorosa, leyó el final de la primera de aquellas encendidas cartas: “Adiós; amadme siempre y hacedme sufrir aún mayores males”, pensó que aquel sentimiento tan puro, aquella pasión que lleva a la amante al más alto sufrimiento bien se correspondía con su amor por los libros. José López Romero.   

viernes, 1 de abril de 2016

CLÁSICOS

Revisando estos días la obra de Miguel de Cervantes, sobre todo su producción teatral, aunque hace unas semanas había iniciado la relectura de El Quijote, y el año pasado ya me las tuve con sus Novelas ejemplares, cada vez que me encuentro con un clásico (y este señor del que hablo lo es por excelencia), más convencido estoy de que la lectura de estos autores, tan alejados de los tiempos que hoy corren, es un ejercicio no reservado ni indicado, me atrevería a decir, para todos los lectores, por muy buenos y constantes que estos sean. Y no se me entienda esto como un gesto de presunción, más lejos de mi intención y de lo que aquí quiero exponer. Como tampoco se pueden leer sus obras en la primera edición que encontramos o le echamos la mano en una librería o una biblioteca. La lectura, el uso y disfrute de nuestros grandes escritores y sus obras, cuanto más distanciados en el tiempo exigen de un conocimiento previo en aspectos filológicos que sobrepasan a buena parte de la población lectora activa. Pongamos el caso de nuestro ilustre príncipe de las letras, ya que estamos de efemérides. En cuanto a ediciones que las librerías ponen a la disposición de la ciudadanía, la más actual sin duda son las que está editando la R.A.E. en su Biblioteca Clásica, colección en la que lleva editadas de don Miguel La Galatea, El Quijote (por supuesto), las Novelas ejemplares, los Entremeses y las Comedias y tragedias, y ya se anuncian Viaje del Parnaso y poesía completa y El Persiles, para completar toda la obra. Sin embargo, estas ediciones, fiables donde las haya, son muy engorrosas de leer por el aparato de notas de que se acompaña; notas que son necesarias para la aclaración de expresiones, vocablos o cualquier pormenor digno de información, pero que entorpecen la lectura, sobre todo las dedicadas a variantes textuales. De acuerdo con esto, más recomendables son otra ediciones que solo recojan esas notas aclaratorias que el lector agradece y no le interfiere, sino todo lo contrario, su lectura. Y para ello ediciones como la de Clásicos Castalia o Cátedra, por ejemplo, (¡además de mucho más económicas!), son sin duda más accesibles. Pero, incluso con una buena edición en nuestras manos como las que acabamos de citar, hay que reconocer que el grado de dificultad de la lectura de un clásico sigue siendo alto, sobre todo porque nuestro castellano dista ya mucho de aquella lengua, compañera del imperio, a cuyo esplendor contribuyeron nuestros grandes clásicos. ¿Estamos, por tanto, condenados a no entenderlos y, en consecuencia, a no leerlos, o que los lean solo los que los entiendan? Ni mucho menos, sino todo lo contrario. La recomendación sería empezar a leer clásicos como El Lazarillo, La Celestina, y si queremos rendirle nuestro homenaje particular al gran Cervantes, buenas son las Novelas ejemplares, novelas cortas, entretenidas, con las que cualquier lector o lectora disfrutará sin duda, disfrutará de un clásico en estado puro. ¡Y sobre todo: absténganse de modernizaciones! José López Romero.

MENDOZA

Eduardo Mendoza provocaba hace algunas semanas la ira de muchos, pero también los aplausos entusiastas de otros. Todo sucedía en el marco del Congreso de la Lengua española celebrado en San Juan de Puerto Rico. Allí, en el hasta ese momento protocolario, convencional y excesivamente académico discurrir de las sesiones,  un Mendoza indiferente al qué dirán y con  ironía,  sello distintivo en su obra literaria, afirmaba: A mí me da lo mismo que la gente lea o no lea y si no lo han hecho hasta ahora no van a empezar porque yo se lo recomiende. Además, la mayoría de libros que nos rodean no sirven para nada. Son una birria”. A estas alturas no voy a traicionarme en mis convicciones para aplaudir el descaro de Mendoza, pero les confieso que en parte tengo que alinearme con él. Con su sinceridad y realismo, porque muchos libros –muchísimos- no merecerían nunca llegar a las librerías y menos a manos de aprendices de  lectores a los que luego tenemos que convencer de las bondades de la lectura. Y es que cada vez más libros parecen estar escritos con un propósito contrario al que se les podría presuponer, amar la lectura. Algunos han querido ver en las palabras del barcelonés un ataque al esfuerzo de muchos y que de alguna manera se materializan en las campañas de fomento a la lectura. No lo creo, como por supuesto no creo que  estemos concediendo  demasiada importancia y esfuerzos a las mismas, que más bien son en estos tiempos que corren iniciativas más defensivas que reivindicativas de la lectura. No, el problema no está ahí, y por tanto no creo que se pierda el tiempo en una reivindicación con propósitos tan loables. El problema, como parece señalar Mendoza, más bien está en lo poco exigente que es esta sociedad tecnológica en el ámbito de la cultura con la  creación artística,  ofreciéndonos sin pudor propuestas nada enriquecedoras, eso sí con envolturas tan atractivas como vacías de contenido que finalmente, como denuncia el autor de La verdad sobre el caso Savolta, poca fuerza tendrán no ya para hacer nuevos lectores sino siquiera retener a los que aún nos consideramos como tales. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO