sábado, 17 de diciembre de 2016

ACTUALIDAD DEL DICCIONARIO DE RICO

El ‘Diccionario de los políticos’ de Rico, por lo vigente de sus “definiciones”, más bien parece escrito ayer mismo y no hace ciento sesenta años.  Abnegación: “cualidad desconocida en los políticos a pesar de que casi todos hacen alarde de ella”. Juan Rico y Amat no se andaba por las ramas en 1855, aprovechando que el “bienio progresista” había rebajado las calores de Isabel II, aquella que se autodefinía “española hasta las cachas”, esquivando así los peligros que para las opiniones arriesgadas conllevaba la anterior etapa política, la “década ominosa”. Alicantino y abogado de profesión, ya había desempeñado labores políticas en los gobiernos civiles de Zaragoza y Barcelona, de ahí el título alternativo de su Diccionario: “verdadero sentido de las voces y frases más usuales entre los mismos, escrito para divertimento de los que ya lo han sido y enseñanza de los que aún quieren serlo”. Los que se han dedicado a la cosa pública siempre han sido objeto de los envenenados dardos de sus contemporáneos, si bien nuestro autor parecía que más bien estuviese pertrechado con el “pilum” de las antiguas Legiones.  Habla de los “abusos” como una “hierba muy perjudicial que crece y se arraiga extraordinariamente en los campos de las gentes que mandan”. Lo clavó. La Constitución de entonces era la de 1845, la única hasta el momento que nació de acuerdo al procedimiento de reforma estipulado en la anterior. Todo un logro. Para nuestro autor, “no hay mucho malo en lo que encierra, lo rematadamente malo son los comentarios y aplicaciones que se hacen de sus doctrinas”. Hablamos de una carta magna que fue la encarnación más genuina del liberalismo doctrinario, que hacía descansar la soberanía nacional en las Cortes con el Rey y que disminuía el censo electoral hasta un raquítico uno por ciento de la población española. Cuando llega a la palabra “corrupción”, parece que escuchemos a un periodista de nuestros días: “epidemia contagiosa que provoca la marcha al extranjero, con objeto de cambiar de aires, de algún depositario de fondos públicos, atacado mortalmente de esa enfermedad”. Es justo lo que hizo, muchos años después, en 1937, el comunista Manuel Uribarri, recién nombrado jefe del Servicio de Investigación Militar (SIM), la policía política del gobierno Negrín, que acabó huyendo a Francia con un botín de 100.000 francos, un capital en aquellos tiempos, si acaso comparable al reunido por el “conseguidor” de los ERE o por algún que otro avispado tesorero. Tampoco se corta don Juan cuando define la “Diputación” como la “escuela de primera enseñanza donde se aprende por algunos el arte de hacer fortuna”. Hoy en día quizás deberíamos aplicar esta definición a la voz “Ayuntamiento”. Y así una infinidad de conceptos hasta completar una obra de 336 páginas que aguardan en los anaqueles del Legado Soto Molina de la Biblioteca Municipal a disposición del público investigador.  NATALIO BENITEZ RAGEL.    

PASIÓN Y PAISAJE

Con este título el poeta y profesor Jacobo Cortines presentó este mismo año en curso su poesía reunida (1975-2016). En la extensa e interesante “Adenda” final (“huellas de la creación”) Cortines va desvelando, a modo de diario, su proceso creador, las circunstancias que rodean la composición de muchos de sus poemas y, sobre todo, la lucha individual –pero en realidad universal- del poeta con la materia poética para hacerse con una voz personal. La finca familiar en Lebrija, “Micones”, los paisajes marineros vistos y sentidos desde la urbanización portuense de El Manantial, y especialmente la ciudad de Sevilla, en la que vive y en cuya universidad ha ejercido la docencia como profesor de Literatura Medieval, y por último su anhelada y soñada hacienda “El labrador” (magnífico el poema “Nombre entre nombres”), son los espacios en los que Cortines se inspira y trabaja para cincelar sus versos. El contacto tan íntimo con la naturaleza, campo y mar, pero también con los paisajes urbanos se dejan notar en unos poemas que tienen como constante esa relación entre sentimiento e imágenes y motivos naturales (pájaros, flores, árboles) o las calles y plazas de la ciudad, y también con el paso del tiempo; pero otras veces es solo al hombre y su doloroso vivir al que escuchamos y que él mismo desnuda en ese diario final. Poemas como “Reflejo en la ventana (autorretrato)”, o “Declaración”, o “Buenas noches”, por poner algunos ejemplos nos muestran su proceso de introspección. Sin olvidar tampoco la corriente social, el compromiso del escritor con su tiempo, en este caso ante la guerra (“Europa”). Finalmente, tanto en la esclarecedora introducción como en la “Adenda”, Cortines señala como punto de inflexión de su poesía la “Carta de junio” dedicada a su padre, un poema en tercetos endecasílabos que sin duda es el gran poema del libro. Cortines, fino traductor de Petrarca, nos deja un poemario de mesilla de noche. José López Romero.

sábado, 3 de diciembre de 2016

ARTE Y LITERATURA

Al hilo de algunas lecturas últimas y el lejano recuerdo de otras que más adelante citaré, me vino a la memoria el otro día la anécdota que Juan Mayorga incluye en su obra ‘El chico de la última fila’: le refería Juana, gerente de una galería de arte, a su marido Germán, un descreído del arte moderno, la historia de aquel artista que una vez pintadas unas acuarelas y grabadas en un CD la descripción de estas, había decidido destruirlas y exponer, como si de los cuadros se tratara, el disco que el espectador podía escuchar para hacerse una idea de lo que habían sido las pinturas. Ante tal ocurrencia no nos sorprende y hasta comprendemos la falta de fe y confianza del pobre Germán en una expresión artística que más tiene de boutade que de verdadero arte. Y esto me venía a la memoria porque la relación de las distintas artes con la literatura, con la lengua en general siempre ha sido muy estrecha, aunque no exenta de grandes dificultades; expresar con palabras los sentimientos, emociones o reacciones que despiertan en un espectador un cuadro o una escultura o, más difícil aún, la descripción de una pieza musical es un ejercicio literario que pone a prueba la pericia y, lo más importante, el dominio de la lengua y, sobre todo, la inspiración del escritor. ¿Cómo traducir en palabras las notas musicales que provocan en los oyentes  los más exquisitos y profundos sentimientos? Entre los ejemplos que a vuela pluma acuden a mi memoria lectora, el primero es la famosa ‘Oda a Francisco Salinas’ de fray Luis de León, por cuyos maravillosos acordes llegamos, llegaba el fraile poeta al conocimiento de Dios y a la perfección del mundo, movido a través de esa música celestial que salía del órgano de su amigo. La casualidad ha hecho que algunas de mis lecturas recientes aborden el tema que aquí tratamos: música y literatura. Muchos escritores han confesado la influencia de la música en su literatura, como tuvimos ocasión de comprobar en Cortázar, quien en su libro ‘Clases de literatura’ nos daba una lección de jazz; como delicada y atormentada era la música, la relación amorosa que nace y muere entre Erika y el joven violinista en la novela de Stefan Zweig ‘El amor de Erika Ewald’. Tonos grises, otoños e inviernos de aquella Viena de finales del XIX, música de nocturnos de Chopin, que transformamos en ragtime, en ritmos populares, en el más puro jazz en aquel barco, el Virginian, del que nunca saldrá Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, el protagonista de la novela de Baricco; o los acordes de ‘norwegian wood’ que Reiko le saca a la guitarra en ‘Tokio blues’ de Murakami. Pero si un escritor tuviera que destacar, en mi opinión, de aquellos que convirtieron en palabras la música, me quedaría sin duda con Bécquer y su leyenda ‘Maese Pérez el organista’. Leer esta joya del relato corto es escuchar al mismo tiempo esa música extremada que nos transporta, como el órgano de Salinas a su amigo Luis de León, al cielo. Sin olvidarnos tampoco de ‘El Miserere’. ¡Y no hace mucho estas leyendas se leían en Secundaria! ¡Qué tiempos! José López Romero.  

PATRIA

Hay libros que no puede uno dejar pasar. Sin saber bien por qué, entre la marabunta amenazante que  nos sobrepasa, de repente destaca un título y uno siente la necesidad imperiosa de asaltar sus páginas, esperanzado y a la vez temeroso de acertar o errar en esa búsqueda incesante del  lector tras la buena literatura,  cada vez  más esquiva. Algo de eso me ha sucedido con ‘Patria’, la nueva novela de Fernando Aramburu, autor al que habíamos  perdido la pista desde aquel excelente ‘Años lentos’ publicado hace tiempo.  Tratar de explicar la atracción hacia un libro antes de leerlo puede ser compleja, o simplemente inexplicable. Otros libros, como ‘Patria’, que me he ido encontrando y seguiré encontrando en mi periplo de lector, también firmados por un escritor de prestigio, y que  trasladan al lector historias que  gozan del beneplácito unánime de público y crítica,  sin embargo no han logrado captar mi atención hacia ellos o, en todo caso, si finalmente los llegué a ojear o leer, lo fue más obligado por razones profesionales y de opinión que por atracción. Con ‘Patria’, como antes con ‘El mapa y el territorio’ de Houellebecq, ‘Némesis’ de Philip Roth, ‘La Fiesta del Oso’ de Soler o ‘Un año en la otra vida’ de José Mateos, entre otros,  todo vuelve a suceder de una forma tan natural como inexplicable, y en  mi simbiosis con el libro no han intervenido ni comentarios o escritos ajenos, ni tan siquiera el grato recuerdo que me dejó como lector aquel libro de Aramburu que antes mencionaba. ‘Patria’ una novela literariamente perfecta, nos hace llegar una historia pegada a un territorio y pese a ello sortea con maestría el riesgo del localismo para convertir un paisaje reconocible  en el escaparate de los valores y las miserias humanas universales. Pero no, no son estas breves líneas una reseña de esta singular novela, sí en cambio las que quieren dejar testimonio de ese misterio, el de volver a toparme con otro de esos libros que uno no puede dejar pasar, de esos que sin saber por qué te arrastran a asaltar sus páginas y reencontrarte con la cada vez más esquiva literatura. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO