viernes, 25 de noviembre de 2016

CULTURA LOCAL: LIBRERÍAS (I)

 A estas alturas de mi vida, toda ella profesionalmente hablando, circunscrita a un ámbito muy concreto de la cultura cual es el mundo del libro, si algo creo haber alcanzado no es por supuesto fortuna o fama, sí en cambio el haber perfeccionado el instinto de  captar la realidad de ese mundo, libre de disfraces y artificios con los que algunos intentan disimular sus carencias, una  realidad  en nuestra país que tiene más de prosaica que  de poética. Si acotamos el espacio geográfico, pues lo que nos interesa es rastrear el peso que el mundo del libro tiene en esta ciudad, Jerez, nuestra atención se debe fijar ineludiblemente en dos elementos: las librerías y las bibliotecas. Por supuesto que hay otros agentes, pero estos dos son sin dudarlo los principales. En cualquier ciudad es fácilmente perceptible, incluso para un observador ocasional, el peso cultural del libro simplemente acercándose a sus librerías y bibliotecas, visita sin necesidad de guías   locales, donde percibiremos el calor o la indiferencia que la ciudanía o las autoridades locales muestran por la cultura, y por extensión por el libro. Jerez para un visitante cultural y ocasional se mostraría como una ciudad donde no proliferan las librerías -dejaremos las bibliotecas para una segunda entrega-, aunque no es este un dato singular pues es la tendencia general en un país donde ha bajado su número -por causas muy diversas, y no solo achacables a las nuevas tecnologías-. Sin embargo, y es este otro dato que no siempre se encuentra en las ciudades que el visitante cultural recorre, las librerías existentes, al menos la mayoría, se muestran como esos pozos de agua -permítaseme la comparación- que buscan los nómadas que atraviesan el desierto y sin los cuales no podrían culminar su viaje. Sería injusto decir que Jerez es un desierto cultural en lo que al libro se refiere, pero para ese visitante ocasional la existencia de un vocacional y apasionado  gremio de libreros locales ayuda a suavizar el paisaje. Es un gremio  digno de admirar por muchas razones, y no la menor por su templanza al tratar de evolucionar al ritmo de una sociedad cambiante, de hábitos lectores muy distintos a los que conocieron nuestros padres, y donde nadie es capaz de profetizar -acuérdense de McLuhan- hacia donde nos lleva esta sociedad de la información donde las nuevas tecnologías lo invaden todo. En Jerez el visitante cultural captará rápidamente que quedan pocas librerías, pero también reconocerá, afortunadamente, que las que quedan, la mayoría, son, aparte de lugares donde se comercializa el libro,  pequeños centros culturales que contrarrestan las carencias más que evidentes que los poderes públicos dejan en este aspecto de su paisaje urbano. (Ilustración: J.F. Petto) RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

CUSTOMIZAR

Hace unos días y paseando por los comercios de una de las grandes superficies de la ciudad, bajo la excusa de “hacer tiempo”, aunque ni mi mujer ni yo sabíamos para qué lo hacíamos, a la madre (que es una blanda) se le ocurrió comprarle una camisa a la niña. Cuando llegamos a casa, la niña cogió la camisa y unas tijeras, le cortó una manga, le hizo dos sietes por los costados, le puso tres cintas adhesivas y dos imperdibles y se la probó. A la camisa ya no la conocía ni la madre o el padre que la cosió. “Mira, mamá. Ya he customizado la camisa”. Menos mal que la madre (una mujer para un pobre), hizo de la manga sobrante un paño de cocina y le respondió a la niña: “Mira, niña. Ya he customizado la manga”. Y yo, que a todo esto asistía tan atónito como atento espectador, me pregunté para mis adentros: ¿podría yo hacer esto con algún poema o relato? ¿podría customizar una obra literaria hasta el punto de que no la conociera ni el padre o la madre que la escribió? Debo aclarar que derecho y veloz me fui al diccionario de la RAE y aún no se recoge en este un verbo tan lleno de posibilidades y tan rico en experiencias. La verdad es que la imitación ha sido desde que tenemos uso de conciencia literaria un concepto muy controvertido, venerado en otro tiempo pero perseguido desde que se impuso la originalidad como principio de creación. Hace ya unos años fuertes polémicas se levantaron en los ambientes literarios por un quítame allá estas customizaciones, que diríamos ahora. Porque de tomar prestados algún que otro verso o algún que otro párrafo, por no hablar de páginas, se trataba; es decir, ponerle dos o tres imperdibles a un poema o quitarle alguna manga al relato. Pocos intentos me bastaron para darme cuenta de las escasas aplicaciones que tiene el verbo customizar en literatura; en esa buena literatura que no consiente ni entiende de parches ni remiendos. José López Romero.


sábado, 12 de noviembre de 2016

PREMIOS

¡Las casualidades que tiene la vida! El mismo día en que los borrachuzos (Sánchez Dragó dixit) de la Academia Sueca anunciaban la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, moría en Milán Darío Fo, el que recibiera el mismo premio en 1997. ¡Y qué diferencia! ¡Qué distinta, imposible de comparar, la talla literaria del escritor italiano con la del cantante, al que se le concede el premio por “haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”! En el fragor de las copas supongo que no encontraron algo más inteligente con que justificar la concesión. Hay años y galardonados en que se observa una peligrosa deriva de estos premios que lejos de mantener el prestigio, lo terminan por dilapidar. Pero volvamos a la Literatura. En unos pocos meses Italia, y con ella toda la cultura de nuestro occidente, se ha quedado huérfana de dos grandes escritores del siglo XX y comienzos de la actual centuria: el ya citado Darío Fo y el gran Umberto Eco (fallecido también en Milán, el 19 de febrero de este año). Ninguno de los dos, como los enormes clásicos de la cultura renacentista que nos regaló la Italia del Quattrocento y del Cinquecento, necesitan de presentación alguna. Fo es uno de los dramaturgos más influyentes e importantes de la segunda mitad del siglo XX, con obras como ‘Muerte accidental de un anarquista’ o ‘Aquí no paga nadie’, por no citar sus piezas cortas (algunas de ellas recogidas en su volumen ‘No hay ladrón que por bien no venga’), heredero de la más clásica tradición teatral occidental, desde las comedias latinas hasta el esperpento de Valle-Inclán; y Umberto Eco, quien al margen de su labor como novelista y su emblemática ‘El nombre de la rosa’, sigue siendo en sus trabajos la referencia obligada de los estudios semiológicos, porque nadie como él estudió la relaciones del arte y todas sus manifestaciones con el público; a sus tratados de semiología, habría que añadir ‘Apocalípticos e integrados’ o ‘Los límites de la interpretación’. Eco pertenece a esa otra lista de escritores damnificados (con Borges a la cabeza), a los que ni los efluvios etílicos consiguieron que le concedieran el premio Nobel; premio que se hubiera sin duda prestigiado por contar en su nómina de galardonados con este escritor. Y puestos a hablar de premios, ¿por qué las editoriales o ciertos organismos públicos no se dedican a instituir premios para escritores noveles, como hace unos días se quejaba en las páginas de este Diario el joven novelista jerezano Alejandro Berrquero? ¿por qué no hay un Planeta, o un premio nacional o de la crítica para una primera novela (opera prima)? No cabe duda de que es más fácil y seguro apostar por consagrados por aquello del balance final de resultados (ingresos – gastos). Y es que la literatura al fin y al cabo no deja de ser para muchos más que un producto comercial, como las canciones de Bob Dylan; y si no, que se lo pregunten a su cuenta corriente. José López Romero. 

FRENÉTICO

Desde que McLuhan predijo, allá por el año 1970, a través de su famoso tratado  ‘La Galaxia Gutemberg’, que el mundo que conocíamos, el que venía de aquel invento revolucionario y que lo trasformó todo cual fue la imprenta, desaparecería con la irrupción de las nuevas tecnologías, muchas cosa han pasado pero quizás la más evidente es que aquella extrema predicción del canadiense no se ha llegado a cumplir ni nada parece indicar que vaya a serlo alguna vez, al menos tal cual él lo imaginó. Durante décadas, y tras el libro de McLughan, las profecías en torno a la desaparición real del libro en papel proliferaron tanto como las que vaticinaban el fin de los tiempos, sin embargo aunque es evidente que aquellas profecías erraron en lo esencial, también lo es que algo -o más bien mucho-, está cambiando, y lo que es más importante: el ritmo del cambio es tan frenético que realizar hoy día vaticinios y  profecías sobre el futuro del libro tradicional - pero también sobre el  digital o los mismos sistemas y plataformas por donde accederemos a la información- resultan inútiles.  Prestemos atención al ritmo del cambio  que mencionamos: la escritura apareció alreddor de 4000 años ante de C. Los soportes de esta también evolucionaron desde la tablilla de arcilla hasta el papel, al igual que los sistemas de producción que sufrieron una revolución con la irrupción de la imprenta de tipos móviles. Finalmente  en el siglo XIX  las prensas de vapor empezaron a imprimir millones de libros y periódicos a la vez que se popularizaba la lectura entre las capas más desfavorecidas de la sociedad. Pues bien, si se necesitaron milenios para esta evolución, y solo han trascurrido unas décadas, desde 1974 en que apareció la versión más básica de internet, hasta el día de hoy para que el ritmo frenético de cambio de las nuevas tecnologías  vayan trasformando el paisaje - pero todo ello sin que el libro tradicional haya desaparecido- ¿alguien se atreve a vaticinar lo que nos deparará el inmediato futuro? RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO