sábado, 21 de mayo de 2016

CIUDADES INESPERADAS

Hace algunos años tuve la fortuna de conocer a un escritor que se escondía bajo el nombre de Joseph Martin. Francés de origen, o al menos eso afirmaba él, terminaba sus días contemplando  las marismas desde su habitación en una residencia de ancianos de S. Fernando. No me pregunten qué rocambolescas circunstancias me llevaron a conocerlo, ni tampoco si todas sus historias, aquellas que me contó paseando por los jardines de aquella residencia, eran reales o  inventados, como el afirmar que había sido amigo y discípulo del gran Somerset Maugham. Pero lo cierto es que algunos ramalazos de verosimilitud tenían aquellas anécdotas, como real era que estaba escribiendo un libro bajo el titulo de Después de Casablanca, del que me prometió  un ejemplar dedicado y en el que Joseph Martin nada más y nada menos se atrevía a continuar aquella historia, en origen pieza teatral,   que  luego sería  aclamada universalmente cuando Michael Curtiz la lleva al cine protagonizada por Ingrid Bergman y Humphrey Bogart.  Martin me contó las extrañas vicisitudes que le llevarían  a terminar sus días –lo que él preveía cercano, vaticinio que lamentablemente se cumpliría  unos meses después de nuestro primer encuentro- en aquella pequeña población gaditana después de haber recorrido medio mundo y parte del otro. Me explicó una extraña teoría sobre las ciudades que sorprenden al viajero convirtiéndose en el final definitivo de su peregrinaje, y como  la mayoría de las veces no son  las soñadas  ni deseadas, sino ciudades como aquella S. Fernando que de ser una pequeña escala en el camino de aquel ya anciano charlatán –o escritor- finalmente adquieren la notoriedad y relevancia en una vida, como la de ser la que finalmente acoja nuestros último aliento. Era una teoría absurda pero muy bella, y que decoraba con ecos de sucesos y aventuras personales que podían haber sido escritas por el mismo  Stevenson o mi admirado Hugo Prat. Sin embargo era un desconocido de origen francés que se hacía llamar Joseph Martin el que las había vivido –o inventado-. Antes de Martin me habían subyugado aquellos escritos de Ítalo Calvino sobre las ciudades inventadas, o las bellas líneas  con las que Nuria Amat distingue las ciudades turísticas “que se hunden y desmoronan por el peso de curiosos dispuesto a invadirlas”, de las literarias “lugares santos que exponen sus reliquias al peregrino literario”. Nunca había reparado en esas otras ciudades que inesperadamente se cuelan como un ladrón entre las sombras para robarnos nuestras pertenencias o sueños. Ciudades que desplazan a esa Ronda de los románticos, la Petra perdida en el desierto o una Tombuctú como final de peregrinaje de los grandes viajeros. Ciudades inesperadas en las que el viajero exhausto, como Joseph Martin,  se verán anclados impotentes en un final definitivo de su incesante peregrinaje. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

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