viernes, 29 de abril de 2016

TRADUCCIONES

“Pá –mi hijo. Me temo lo peor- ¿Tú sabes francés?”. Como se dice ahora: lo peor, no; lo siguiente. “Tengo un A2 por la escuela de idiomas que es lo mismo que un máster” –le contesto ufano. A mi hijo, todo amor filial, se le escapa una risilla sardónica. “A ver si me puedes traducir esto”, y me pone por delante un párrafo escrito por algún demonio francés sobre yo no sé qué máquina de vapor. Y esto me hacer recordar que cada vez que me enfrento a uno de esos endemoniados prospectos de algún artilugio o electrodoméstico (los de los televisores pueden ser un buen ejemplo), siempre termino por acordarme del autor del texto y, por supuesto, de su traductor al castellano. Un recuerdo de admiración, dicho sea a modo de aclaración de intenciones. Porque no concibo actividad más aburrida o tediosa que la de traducir esos dichosos prospectos. ¡Mucha ilusión le tienen que echar a la vida estos profesionales para levantarse todos los días sabiendo el trabajo que les espera encima de sus mesas! Y sin embargo, por poner dos ejemplos aunque literarios, Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, célebre novela de Pío Baroja, nunca fue más feliz que en su etapa en que se dedicaba a traducir artículos científicos para revistas especializadas; y Ricardo Mazo, el protagonista del cuarto relato de Los girasoles ciegos, al menos distraía su angustioso encierro detrás del armario, aporreando silencioso la Underwood para hacer las traducciones del alemán que a su mujer Elena le encargaba la empresa Hélices, una auxiliar de empresas estatales de aeronáutica. Y aunque personajes de ficción, de ellos podemos aprender que cualquier trabajo, por muy insulso que nos parezca, tiene sus puntos positivos (comodidad en Hurtado; consuelo o evasión por unos momentos de su angustia en Mazo). “Pá, ¿cómo va eso?”, me pregunta asomando su cara dura, rodeado yo de diccionarios mientras él finiquita en minutos un helado. “Te veo con ilusión. Esa es la actitud, pá”. “No molestes a tu padre”, le oigo a la madre. Lo que me faltaba: la santa y el angelito. José López Romero. 


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