viernes, 18 de marzo de 2016

¡AL LADRÓN!

Tenía en un lugar destacado de su librería esa célebre plaquita que excomulgaba a todo aquel se atreviera a enajenar alguno de sus libros, pero con él no iba la sentencia, porque desde hacía ya algunos años consignaba en una libretita las compras y las sustracciones que iba cometiendo especialmente en ciertas librerías, en las que sabía que el control era más relajado por exceso de confianza de los encargados. Al revisar hacía unos meses la libreta, se sorprendió de que en los últimos años la columna de los robos duplicaba a la de compras, pero encontró de inmediato el motivo: el ritmo de lectura era muy superior a su capacidad económica; su dedicación lectora no iba en consonancia con la cantidad de euros que podía permitirse para comprar libros; que una novela costase 25 euros le parecía una barbaridad. El libro en la espalda, debajo del jersey, sujetado por la cinturilla del pantalón, era su lugar preferido en invierno, época del año que por la cantidad de prendas de abrigo aprovechaba para aprovisionarse, ya que en verano era más difícil la sustracción. Pero a veces corría demasiados riesgos, de los que después se arrepentía: el libro debajo de la carpeta o dentro de esta… Hasta que un día, en unos grandes almacenes, sitio de su preferencia, un dependiente tuvo la ocurrencia de contarle los libros que llevaba en la mano al entrar y contárselos de nuevo al salir, y vio que el número había aumentado en dos unidades sin pasar por caja; se le acercó y le conminó a que lo acompañara a los despachos. El juicio fue rápido: lo condenaron a un año de cárcel que debía cumplir en un centro penitenciario de la provincia; mientras lo metían en el furgón, por la otra puerta del juzgado salían y se metían en sus lujosos coches algunos consejeros de las cajas de ahorro que tanto dinero nos han costado a todos los españoles. En la cárcel, pronto entró a trabajar en la biblioteca, donde colgada estaba la plaquita que excomulgaba a todo el que se atreviera a enajenar algún libro. Mientras, él seguía apuntando en su libretita, en la que una columna cada vez se hacía más larga. José López Romero.

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