sábado, 31 de octubre de 2015

LA CASO

La verdad sea dicha: iba a escribir de Chus Visor y aquella polémica entrevista que se publicó en los medios de comunicación allá por principios del verano (apenas ha llovido pero ¡cómo pasa el tiempo!), incluso la entrevista realizada a Ángeles Caso y publicada en este diario (Diario de Jerez, el pasado 9 de octubre) me había recordado la del famoso editor de poesía porque mientras este afirmaba tan campante que la poesía femenina en España no está a la altura de las grandes novelistas, la Caso se lamentaba en la suya de que “la literatura que hacemos las mujeres se mira de forma distinta a la de los hombres”. Y no es que estuviera con esta frase replicando a Visor, ya que ambas entrevistas no tienen relación entre sí; es más, al ser esencialmente novelista Ángeles Caso no debería haberse sentido aludida por las declaraciones del editor. Pero ¿realmente tiene razón la Caso? ¿se mira de forma distinta la literatura escrita por mujeres a la de los hombres? Yo creo que no. Digo más, lectores y lectoras hay que no se pierden las novedades de muchas de las narradoras actuales, entre las que Almudena Grandes quizá se lleve la palma de la afición. Tengo para mí que Ángeles Caso aprovechó la entrevista para lamentarse de lo terrenal, es decir, de sus problemas con la Hacienda pública, más que para protestar por la distinta forma de ver la literatura escrita por mujeres. Bajo la apariencia de que ella no va de víctima con la que le está cayendo al resto de la humanidad que sufre en silencio bajo la férula del PP (el culpable según Caso de todos sus males), se lamenta de cómo la Agencia Tributaria la ha terminado por arruinar, hasta el punto de que ya no puede vivir de la literatura. En otra entrevista, anterior a la de este Diario, publicada en distintos medios de comunicación el 15 de mayo de este mismo año, la Caso ya utilizaba la prensa como paño de lágrimas de sus asuntos con Hacienda, entrevista que es un monumento al cinismo. En ella se quejaba de que muchos escritores no están enterados de lo que pueden desgravarse (“El problema con el que se encuentran los escritores es que no saben qué es desgravable en su profesión”), ¡y eso lo dice una señora con carrera universitaria!; y con la mayor de la desfachatez se añade: “Señalan que todos los gastos de internet, luz, agua y calefacción podrían entenderse como gasto profesional. Caso pone un ejemplo más penoso para los bolsillos, el de los viajes. "Si no viajamos no vendemos libros, muchas veces damos conferencias o tratamos de documentarnos y eso forma parte de nuestro trabajo, no son viajes de placer", explica.” Todos sabemos que las conferencias se pagan bien y que los gastos de promoción al final benefician al escritor por las ventas. Y finalmente, los que llevamos más de lo que acostumbramos a recordar en esto de la investigación, hasta una mísera fotocopia ha salido de nuestros bolsillos, por no decir viajes a archivos y bibliotecas, etc. Mucha cara hay que echarle al asunto para desgravarse viajes de promoción, conferencias e investigación. Mucho rollo bajo esa apariencia de corderito degollado por Montoro. José López Romero.  

TIEMPO Y LECTURA

Durante el siglo XVIII se pusieron de moda las recomendaciones de algunos intelectuales sobre la manera de organizar el tiempo diario.  Bartolomé Benassar escribe que aparte del tiempo dedicado al trabajo y al sueño, debía quedar un tercio del mismo para el tiempo de vivir, y será este tiempo para vivir el objeto de numerosos tratados en los que se orientaba cómo administrarlo. El libro de Benjamín Franklin ‘Libro del hombre de bien’  fue de los que más fortuna tuvieron. La idea era establecer un orden diario que evitara perder el tiempo en cosas inútiles. Por supuesto estas recomendaciones iban destinadas a la alta burguesía, ya que la  mayor parte de la sociedad  tenía suficiente con dedicar todo su tiempo a buscarse el sustento diario. Siguiendo esta moda iniciada en el siglo XVIII (ver “La ordenación del tiempo burgués” en Actas de las I Jornadas de Historia de Jerez, 1986),  en 1830 se publicaba en Jerez  un curioso impreso titulado ‘Pajangam’, donde a la manera de Franklin se aconsejaba a los burguesía local dividir su tiempo según unos patrones preestablecidos, entre los que estarían dedicar fracciones horarias a pasear, vagar, tomar la siesta y leer. Es curioso como el leer ocupaba gran parte del tiempo del burgués tras la siesta, aunque con variantes según estemos en invierno (dos horas y media) o verano (una hora y cuarto). Hoy día en que tanto se habla de la decadencia de la lectura, realmente a lo que estamos asistiendo es a la transformación de esta. La quietud, el silencio y sobre todo el tiempo han estado vinculados   siempre a la lectura, pero hoy  es la falta de tiempo, ese del que se habla en ‘Pajangam’, su peor enemigo. En la medida que va perdiendo protagonismo el formato papel,  el escaso tiempo disponible para la lectura se utiliza cada vez más interactuando  – a través de dispositivos digitales- con otras formas de ocio  e información (juegos, consulta de bases de  datos, navegación , etc.). Afortunadamente la falta de tiempo se compensa con la universalidad del acceso a la lectura ya no solo  privilegio de una clase ociosa. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO 

sábado, 17 de octubre de 2015

AQUELLAS BIBLIOTECAS DE JARDINES

No hace mucho leía una noticia en un periódico de tirada nacional, donde se denunciaba el deterioro de unos jardines públicos, pulmón verde de una importante ciudad española donde los niños y mayores,  se escribía , ya no jugaban o leían entres sus alcornoques o jacarandas, pues se iban imperceptiblemente,  años tras año, convirtiendo en la viva imagen del abandono  o, aún peor, de  la desidia cuando se levantaban mercadillos infames aderezados con  la música a todo volumen para ambientar cualquier fiesta de barrio. No hace falta señalar la ciudad. A todos nos suena mucho lo que denuncian esas líneas, ya que en mayor o en menor grado  se describe una epidemia que se extiende por las ciudades españolas.  En la misma nota informativa se mencionaba muy de pasada, o mejor se recordaba, cómo en tiempos pasados no era infrecuente encontrar en los parques y ciudades una pequeña biblioteca pública, más bien un kiosco, donde los paseantes podían hacer un alto en el camino, y leer la prensa o iniciar la lectura de un libro (aún se conservan algunos, como el de la imagen situado en el Retiro de Madrid). El sosiego, la quietud, que se le presuponía a estos entornos naturales hasta hace bien poco, los hacía lugar adecuado para la lectura. En Jerez, como en otras muchas poblaciones, a finales del siglo XIX y sobre todo durante el primer tercio del siglo XX, se crearon las bibliotecas de parques y jardines. La primera la de la Alameda Vieja, a la que siguió la del Retiro. Incluso el reputado arquitecto jerezano Rafael Esteve padre del que luego sería el bibliotecario y arqueólogo municipal Manuel, diseñó en 1932 el boceto de lo que se pretendía fuera el modelo normalizado de kiosco biblioteca para estas zonas verdes de la ciudad. El ambiente que  se respiraba en estos lugares lo podemos palpar más de ochenta años después, en el documental que produjera el Ateneo de Jerez a finales de los años veinte del siglo pasado, afortunadamente recuperado y  restaurado en formato digital,  y donde se observa durante unos segundos al vigilante del Retiro facilitando unos libros a unos paseantes. ¿Qué libros albergaban estas pequeñas bibliotecas? Nada de sesudos tratados de las más diversas disciplinas, y sí novelas de aventuras, cuentos infantiles u obras clásicas en ediciones populares. Se trataba de  tentar  a los paseantes para que destinaran algo de ese tiempo que disponían  a la lectura; quietud, silencio y tiempo, los tres pilares en que descansaba la lectura hasta no hace tantos años. En Jerez lamentablemente aquellas bibliotecas de jardines hace tiempo que desaparecieron - languidecieron en la posguerra para cerrarse definitivamente en los años cincuenta- pero se conservan sus libros que actualmente forman parte de los fondos patrimoniales bibliográficos de la actual Biblioteca Municipal Central. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO 

VECINDARIO

“Vecindario tranquilo, horizontal y florido”, así define el excelente escritor francés Philippe Claudel el cementerio que tiene enfrente de su casa familiar, es decir, el paisaje que ha visto durante buena parte de su vida. Me sorprendió la definición incluida en su libro ‘Aromas’, por la obviedad de sus tres adjetivos y, por ello, por la forma tan natural de referirse a un tema que a todos siempre nos produce cierto escalofrío: la muerte. Y es que cuando se convive (vecino) tan de cerca y tan habitualmente hasta con los asuntos o circunstancias más aterradoras, estos pierden el sentido trascendente o macabro. Los médicos con las enfermedades; los profesores con los suspensos; las fuerzas de seguridad con el terrorismo y la delincuencia… el trato cotidiano profesionaliza ese trabajo o esa relación que no pierde el prestigio de lo desconocido para el resto de los mortales, en este caso nunca mejor dicho. Sin embargo, la literatura en torno a los muertos ha tenido a lo largo de todos los siglos el tratamiento respetuoso que a los vivos siempre nos ha merecido este asunto, a veces más íntimo (elegías), otras más solemne, los escritores en general pocas bromas se han permitido si no es en las representaciones del infierno. Por eso el pequeño texto de Claudel nos sigue estremeciendo por la espontaneidad con que describe y compara el cementerio (“Ciudad en miniatura, con barrios miserables… y otros lujosos”), los olores en descomposición (“esos montones de dalias marchitas, esa ajada acumulación de crisantemos…”) y los colores de esas mismas flores que adornan las sepulturas y que pronto perderán su esplendor “como recién casadas abandonadas por sus jóvenes y veleidosos maridos el día siguiente de su boda”, la comparación, como otras del texto, contribuyen al tono distante, frío, como el mármol, con que Claudel se acerca al espacio que ocupan sus vecinos de toda la vida, a sus muertos. José López Romero.


sábado, 10 de octubre de 2015

COMPROMISO

“Quienes tienen la generosidad de interesarse por mi trabajo o son contrarios a él han planteado con frecuencia la misma cuestión. Después de leer mis libros, durante un seminario o al término de una conferencia, ya con vacilante cortesía, ya en tono de reproche: “¿Cuáles son sus ideas políticas? En todos sus escritos sobre historia y cultura, sobre educación y barbarie, ¿por qué no hay ninguna franca declaración de su ideología política?...”, esta cita (perdóneme el lector su extensión) es el inicio del ensayo titulado “Petición de principio” incluido en el volumen Los libros que nunca he escrito de George Steiner. El célebre pensador no tiene otra justificación a su aislamiento de la res publica que su contrario: su obsesión por resguardar su privacidad. No deja de ser un tanto lamentable que sigamos exigiendo ya sea a personajes públicos, ya incluso a un recién conocido su posición ante cualquier acontecimiento, ideología o afición, y así vamos catalogando a las personas y, lo que es peor, las rechazamos o nos atraen por el equipo de fútbol del que es aficionado (seguro que más de un lector se niega a leer a un escritor por ser aficionado del Madrid o del Barcelona), por sus ideas políticas o por defender una causa social con la que no estamos de acuerdo o que defendemos con la misma pasión. Esa exigencia de tomar partido la sufrió en tiempos más convulsos y peligrosos para su propia integridad física el propio Erasmo de Rotterdam, a quien continuamente primero en su estancia en Lovaina y posteriormente en Basilea, le insistían en que se declarase a favor o en contra de Lutero. La presión sufrida por el gran humanista nada tenía que ver con un natural tan pacífico que rayaba en la pusilanimidad de carácter. “Concordia, paz, sentido del deber y benevolencia eran valorados en sumo grado por Erasmo” nos dice Huizinga en la excelente  biografía del roterodamés, virtudes que precisamente no compartía el vehemente reformista alemán, hasta el punto de que Erasmo se vio obligado a negarlo en numerosos escritos: “no conozco a Lutero”. A Steiner, a Erasmo y a tantos otros intelectuales  en un momento de sus vidas se les ha exigido que tomen partido, que declaren sus ideas políticas o religiosas, cuando todos sus escritos son una enorme manifestación de su compromiso personal con el ser humano, con sus virtudes y con sus defectos, el compromiso del hombre con su tiempo y con la historia, porque no hay mayor dignidad de un pensador que poner al servicio, declararles a sus lectores los ideales humanos por los que debemos luchar, al margen de ideas o aficiones. Ese es el verdadero y sincero valor de humanistas como Erasmo, como Steiner. Poner una firma en un manifiesto, afiliarse a un partido político, declararse de izquierdas o de derechas no es más que un gesto para una galería ansiosa por catalogar. José López Romero.


SENECTUTE

“El corredor de la muerte tiene el mayor índice  de conversiones de todo el país”, le dice el alcaide del penal norteamericano donde se va a efectuar la ejecución de un convicto por inyección letal, al  periodista interpretado por un convincente Eastwood, que va a cubrir el suceso para su periódico  (Ejecución Inminente. Clint Eastwood. 1998). No exactamente conversiones, pero sí es cierto que el paso del tiempo, la vejez o la enfermedad va llevando a muchos escritores o personajes relevantes de la sociedad a reflexionar sobre el sentido de la vida, mientras reparan cómo se va acercando irremediablemente su opuesto, la muerte.  Uno de ellos, Ramón y Cajal, -que no solo fue el gran científico y divulgador que todos recordamos, sino también gran dibujante y fotógrafo- dejó igualmente algunos libros imperecederos para la literatura. En uno de ellos El mundo visto a los 80 años. Memorias de un arteriosclerótico,  se adentra en la decadencia inevitable del anciano. De todo ello surge un libro excepcional que a la vista de las sucesivas reediciones desde el año de su publicación -1939- más parece una pócima mágica  que consuela nuestro espíritu ante el último tramo de la vida. Mientras Cajal representa, a través de la literatura, la visión de encarar plácidamente el final, otros autores  parecen reflexionar sobre su pasado de manera melancólica, incluso con cierto tono si no de arrepentimiento, sí de reconocimiento de errores que quizás  si se tuviera otra oportunidad no volverían a repetir, en unas páginas pese a todo elegantes y cautivadoras como son las de Senectute de Norberto Bobbio. Por fin, nos encontramos con otro número nada despreciable de escritores que nos legan textos donde aún se palpa el temblor y la incredulidad ante lo que irremediablemente se va acercando. Quizás estos, con  esa sorpresa, y a la vez certeza de lo que finalmente llegará para todos, sean los que más  terminan por hacer mella en el lector. Es el caso del último libro de Henning Mankel, el escritor sueco, que con sus Arenas Movedizas –del que se  incluye también una breve reseña en esta misma página-  creo que regala a los lectores su hasta ahora mejor creación. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO.