viernes, 18 de diciembre de 2015

EL MAL FRANCÉS


“Vamos a París” era la frase “consagrada” o lema con que los ilustrados del siglo XVIII de más de media Europa manifestaban la obligación y devoción que “comerciantes, filósofos, científicos o curiosos” contraían con la capital francesa como ciudad de peregrinaje cultural. Francia sin duda “había impuesto su idioma como lengua de entendimiento internacional. Ningún ilustrado podía serlo sin saber idiomas y todos hablaban francés”. Los pasajes entrecomillados están extraídos del volumen 4 titulado “Razón y sentimiento (1692-1800)”, a cargo de Mª Dolores Albiac-Blanco perteneciente a la Historia de la Literatura Española editada por Crítica y dirigida por José Carlos Mainer. No otra idea que la importancia de París y del idioma francés durante el siglo XVIII ha alentado el último trabajo del gran humanista contemporáneo Marc Fumaroli, un conocedor como ya hay pocos de la cultura occidental, y muy especialmente de su país. Bajo el título Cuando Europa hablaba francés (excelente, como todas, la edición de la editorial Acantilado) Fumaroli refrenda con todo lujo de erudición todas y cada una de las palabras que antes he citado del volumen de la Historia de la Literatura Española. España y sus ilustrados en esto al menos no eran una excepción. Pero si París ha seguido manteniendo a lo largo de los siglos el prestigio de capital cultural europea, lugar de peregrinaje y asentamiento de tantos intelectuales y artistas (desde el Modernismo, los movimientos de vanguardia, el exilio de tantos españoles después de la guerra civil, o más actualmente los periodos obligados de nuestros escritores hispanos y americanos, hasta llegar algunos  incluso a fijar su residencia en la llamada con cierta cursilería “la ciudad de la luz” o “la ciudad del amor”); pero si París no ha perdido ese prestigio –decíamos-, a pesar de los parisinos, otra suerte y muy distinta ha corrido su idioma. Hoy esa necesidad de “saber idiomas” que tenían los ilustrados europeos del siglo XVIII es la misma que tenemos todos en esta sociedad, pero ya no es el francés el que necesitamos saber, sino el inglés, que se ha convertido en el idioma internacional que nos han impuesto y, si París no ha perdido ese “glamour” (palabra cursi) tan atractivo como decadente, otras son ya las ciudades de referencia para la cultura occidental (Nueva York), y el francés lamentablemente se ha ido hundiendo en los planes y sistemas educativos de nuestros escolares hasta alternar como optativa con otras materias. Ya hace de esto sus buenos años, en los centros educativos se estudiaba el francés como primer idioma (apenas rastro se anunciaba del inglés), y hasta hace poco un grupo (aunque cada vez menos numeroso) de excelentes alumnos y alumnas aún mantenían el francés como primera lengua extranjera. Eran los años de esplendor o el canto del cisne, últimos restos ya sin duda de aquella antigua idea ilustrada del lejano siglo XVIII, como lejano queda ya también el nombre por el que se conoció en nuestro país la sífilis. José López Romero.      
        

CULTURA

En uno de los libros reseñados más abajo, Farándula, se descubre al lector la visión de la autora – realista y nada subjetiva- sobre el teatro. Es una historia por momentos divertida, pero también plagada de situaciones oscuras, dramáticas y reivindicativas. Pero pese a centrarse en el teatro, realmente lo que  se  pretende es reivindicar el papel que le corresponde a la Cultura, con mayúsculas, en nuestra sociedad, una cultura que durante los últimos tiempos  -que van más allá de los inicios de la crisis que aún parece darnos los últimos coletazos- se nos aparece sin el brillo que tuvo antaño, maltratada administrativamente y distorsionada por ese mal al que parece nadie encuentra remedio, de confundir cultura con cualquier manifestación popular o festiva. Recientemente algunas  asociaciones reivindicaban la recuperación de la denominación Cultura a secas, para tantos entes administrativos –desde ministerios a representaciones territoriales de más bajo rango- que  a lo largo de las últimas décadas habían añadido al término una serie de apellidos que andando el tiempo han ido  distorsionando la finalidad originaria de los mismos. Parece que la palabra Cultura es  hoy día una excusa para hablar de otras cosas que siempre han sido secundarias, especialmente las de carácter festivo y que ahora parecen ser prioridad y se llevan la parte del león de los mermados presupuestos de las administraciones.  Para mí la Cultura con mayúsculas siempre la asimilé a dotarnos de buenos museos, archivos y  bibliotecas. A la protección del  cine y teatro, pero también al fomento de la lectura entre los más pequeños o  incentivar  la investigación. Cultura es  proteger la cadena de comercialización del libro, especialmente  librerías o  la inversión en proyectos patrimoniales…Por supuesto que la cultura es más, pero por ser un concepto amplio y de difícil definición se impone reivindicar su esencia hoy salpicada y desplazada por sus aspectos más anecdóticos y superficiales. Libros como Farándula serán siempre bienvenidos por su reivindicación de la esencia del concepto Cultura, por lo que no desesperamos de ver algún día desterrada esa política miope  del  Panem et circenses que se ha  impuesto por doquier. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO  

sábado, 12 de diciembre de 2015

CASOS EXTRAÑOS

Leo  un esplendido artículo publicado en El País –“Genios replegados” de Rubén Amón- recordando al compositor finlandés Jean Sibelius en el 150 aniversario de su nacimiento, en el que nos escribe sobre el  cansancio intelectual que invade al compositor en plena madurez y éxito, que  provocará finalmente su incapacidad para componer más. Me hizo recordar el mencionado texto aquel lejano verano en Los Barrios, la población natal de mi padre y donde año tras año pasábamos la familia la temporada estival, en el que lo acompañé a  visitar a un antiguo amigo de juventud al que conoció en Tánger (en la imagen), y que por entonces, mediada la década de los setenta del pasado siglo, volvía a España para instalarse en la mencionada localidad del Campo de Gibraltar.  Recuerdo aquella casona de dos pisos, sobre todo el huerto de la parte trasera, donde se había instalado aquel singular personaje, correcto pintor paisajista –uno de sus lienzos reproduciendo un colorido paisaje de la ciudad marroquí de Tetuán presidió durante años el salón de la casa paterna- aunque él se autotitulaba por encima de todo escritor. Si bien contemplé, y en algunos casos admiré algunas de sus pinturas, jamás supe de  sus libros, pese a que en su casa junto a los lienzos aparecían enmarcadas algunas fotografías del propietario de la casona con escritores relevantes –como supe años después- Truman Capote, Gerard Brenam o Paul Bowles viejo conocido de su etapa norte africana. Aquella visita de adolescente pronto pasó al olvido, entre otras razones porque el excéntrico personaje, después de una larga espera en el salón de aquella casa al que nos hizo pasar una vieja asistenta, finalmente no apareció ante el enfado de mi padre. Años después volví a tener noticias de él, cuando en una breve carta se despedía de mi progenitor tras algunos años en Los Barrios, en pos de la “energía vital para escribir”,  se justificaba, y que al parecer no encontraba en aquel lugar –como tampoco antes, según me comentó mi padre, en Tánger y en tantos otros sitios- y lo tenía frustrado, pese a que esa energía no le faltara –aunque por lo visto ello no lo consolaba- para seguir pintando paisajes notables. Sin duda este hubiera sido un caso atractivo a estudiar para mi admirado y recién desaparecido doctor  Oliver Sacks. Pero casos como este que les narro abundan en la historia de la cultura. De algunos ya da cuenta Rubén Amón en el artículo mencionado al comienzo de estas líneas: Rimbaud, Dashiell Hammett, Salinger, Melville… Todos parecidos pero a la vez todos singulares y que por ello despiertan  curiosidad  o  atracción científica sobre historias unas veces trágicas y delirantes, otras extrañas e inexplicables y algunas, incluso, dignas de una opereta. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

MATERIA COMBUSTIBLE

Desde su inicial Elogio a la mala yerba (VIII Premio Internacional de Poesía Loewe a la Creación Joven en 1995 y publicado por Visor en 1996), la trayectoria poética de Pepa Parra se ha ido consolidando en el panorama literario de nuestro país, aunque el reconocimiento general, de público y crítica, cueste mucho más desde provincias que desde una gran ciudad. Pero Pepa, como otros excelentes ejemplos (Paco Bejarano, Pepe Mateos, Pedro Sevilla), ha preferido permanecer en su tierra, Jerez, en la que desde su puesto en la Fundación Caballero Bonald es testigo de privilegio del ambiente literario que se respira fuera de nuestra ciudad, en algunas capitales más viciado que en otras, además de permitirle que se valoren sus méritos poéticos y su trabajo. Y desde aquel primer poemario hasta Materia combustible (Ediciones en Huida, 2013) la búsqueda del otro, las relaciones cuerpo a cuerpo y la obsesión por disfrutar del momento, al tomar conciencia de lo efímero de la felicidad son temas recurrentes en sus poemas. La carnalidad, la recreación en lo bello, en esos cuerpos que se dejan llevar por la pasión o por el descanso después de la batalla de amor se reflejan en los poemas y de ahí el título del libro y las tres secciones que lo componen: “fuego”, “cenizas”, “fuego”. Pero en Materia combustible aparece con más intensidad que en libros anteriores la preocupación por el paso del tiempo y, sobre todo, por el “futuro incierto”, lo que nos lleva a poemas que intentan con cierta e inútil desesperación recuperar el pasado, aunque solo sea un “sorbo” de él (“Dame un sorbo de ayer, una mirada/ los restos de un naufragio / a los que sujetarme…” del poema “egoísmo y miseria”). En esta misma línea encontramos el estremecedor “Cenizas, humo” o las preguntas que se nos hace en el poema “Y si ahora”. Materia combustible es un libro sin duda que exige, por su calidad e intensidad, una lectura pausada, la mirada madura de sus versos, esa mirada desde la que escribe Pepa Parra. José López Romero.

sábado, 5 de diciembre de 2015

ZONAS HÚMEDAS

“¿Qué estás leyendo?”, me pregunta mi mujer. Y aunque no es gallega, cuando pregunta lo parece. “Lo digo porque te veo salivar demasiado”, y aunque no es gallega (insisto), cuando hace algún comentario lo parece. “Zonas húmedas”, le contesto. “¿Lo dices por la boca o es el título del libro?”, definitivamente, alguno de sus antepasados debe de ser gallego. “El título”, le respondo. “Pues seguro que no trata de la laguna de los Tollos, porque tú de Ecología tieso; conque ¡ya me dirás de qué va el librito! ¡Alguna guarrería!”. ¡Acertó! Lo dicho: ¡gallega! Cada vez que he cerrado el libro de Charlotte Roche después de leer algunas páginas, la pregunta que siempre me asalta es ¿con qué intención ha escrito la autora alemana esto? Muchas y muy variadas son las intenciones de un escritor cuando se enfrenta al proceso de creación, que convierte su obra en algo más que arte: dar una visión de la sociedad, intentar explicar el pasado, despertar la conciencia de los lectores, sus sentimientos, el amor, el odio, poner a estos delante de los enigmas universales, hacerlos reaccionar, etc., etc.. Y me hago la pregunta porque no entiendo qué se esconde detrás, qué nos quiere transmitir C. Roche con su protagonista, una muchacha, Helen Memel, cuya única afición conocida (“coñocida”, para utilizar las propias palabras de Roche), es entablar una relación tan variada como repugnante con todos sus fluidos, efluvios, excrementos corporales que van del juego a la ingesta, incluidas menstruaciones, legañas, mocos y todo lo que sea susceptible de transmisión bacteriana, porque la tal Helen quiere tanto a sus bacterias, sobre todo las que pueden pulular por sus zonas más húmedas, que no tiene escrúpulo alguno en comérselas o dejarlas por ahí para que otros las disfruten. Por no hablar de la variada gama de masturbaciones y relaciones sexuales que nos va describiendo al hilo de sus guarradas, sazonado todo con comentarios sobre sus borracheras y emporramientos. La operación que acaba de sufrir en la zona anal (así empieza la novela) le sirve también para que no quede agujero de su cuerpo por explorar y explicar qué suele hacer con ellos. ¿Es el trauma de una niña que no ha asimilado bien el divorcio de sus padres y sigue, pese al tiempo transcurrido, intentando unirlos? ¿nos quiere hacer ver C. Roche que Helen es al fin y al cabo una muchacha como otra cualquiera, aunque un poco más desinhibida? Lo que leemos en Zonas húmedas es una relación de guarradas, todas absolutamente gratuitas y muchas consecuencia de la mala educación de la protagonista, que por momentos levantan el estómago al más desinhibido lector. Para algunos (leo en Google) la novela es transgresora y en ella se aprecia la valentía de la escritora. Bueno, hay opiniones como lecturas para todos los gustos. Pero esta en especial es de muy mal gusto. Y sin embargo, cuando se publicó en Alemania en el 2008 fue un verdadero best-seller, con ventas millonarias en todo el mundo. “Y si es tan guarro, ¿por qué lo lees?”, nuevo ataque de la gallega. “Eso mismo me estoy preguntando yo”. “¡Ah! No vale hacerse el gallego. La gallega soy yo”. José López Romero.


EN LA LIBRERÍA

Llevaba un rato en mi librería de guardia, y durante ese tiempo me sorprendió que un número apreciable de clientes entrara preguntando  por una biografía de Carlos I. Más extrañado me quedé cuando comprobé que estos clientes eran adolescentes, algunos acompañados por adultos –ante la cara de extrañeza de alguno de estos jóvenes recorriendo las calles del local, supuse que los acompañantes irían en calidad de guía para orientarlos por un territorio que  no habrían pisado nunca. Luego mi buen amigo el librero me aclaraba el asunto. Aquellos chavales no iban buscando los excelentes textos de Geoffrey Parker o Fernand Braudel sobre el personaje antes mencionado, sino un modesto librito (Carlos I, rey emperador de Laura Sarmiento),  sobre la serie que una cadena televisiva emite sobre el  primero de los Austria en nuestro país. Al parecer había sucedido meses antes lo mismo con el personaje de Isabel de Castilla. Esto es, el éxito de la serie  derivó en un inesperado éxito de ventas del libro preparado al efecto. Pese a todo, y lamentando que ningún libro sobre nuestra historia escrito por un historiador de prestigio no tuviera por sí solo el tirón entre nuestros jóvenes de estos modestos impresos –estaría a mucha distancia en cuanto a ventas el que recientemente ha publicado Arturo Pérez Reverte (La Guerra Civil contada a los jóvenes)-, sí es para alegrarse de que series históricas como esta que traemos al caso sobre Carlos I estén, a la vista de las estadísticas de audiencia, batiendo records y además, y esto es lo que más nos interesa, llevando a un número considerable de jóvenes a interesarse por  personajes históricos claves para entender la historia de nuestro país. Se puede perdonar que esos libros –con un aceptable rigor histórico- no estén escritos por Parker  o Braudel, ¿no creen? Y tras esta  distracción en mi librería de guardia, en una  fría mañana otoñal, proseguí con mi búsqueda de algunos textos de Oliver Sacks, el neurólogo, pero también  humanista, que tanto nos enseñó sobre los misterios del cerebro y, sobre todo,  la maravillosa complejidad del ser humano. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO