sábado, 30 de mayo de 2015

INTELECTUALES

Pintura de Xulio Formoso
Acabo de leer el discurso que pronunció Juan Goytisolo en el acto, solemne, de entrega del Premio Cervantes de 2014, celebrado el pasado 23 de abril en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Naturalmente, casi todos los medios de comunicación se han deshecho en halagos ante un discurso al que han calificado de “indignado” y “reivindicativo”. Y a continuación he leído la crítica que Fernando Aramburu publicó al día siguiente, en la que daba toda clase de razones por las que no le había gustado el discurso de Goytisolo. Entre estas, destaco la falta de coherencia del autor de “Señas de identidad” al defender el compromiso del escritor, cuando él lleva casi toda la vida al margen de una sociedad con la que ahora dice sentirse comprometido desde su dorado retiro en Marrakech, ciudad de un país que no se caracteriza precisamente por defender los derechos humanos y del que salen muchas de las pateras que naufragan en nuestras costas. Así, Aramburu comenta que “es más fácil y menos peligroso indignarse en España y, sobre todo, contra España”, porque lo dicho por Goytisolo en Alcalá difícilmente se le permitiría en Marruecos, y él lo sabe. La pose del intelectual acomodado y de “vientre sentado” (expresión de Cernuda que Goytisolo cita en su discurso), que se indigna o que critica al sistema que precisamente le rinde honores o le ha llenado barriga y bolsillos es, por desgracia, muy común. Más de uno o una han venido por Jerez, han preguntado por el tipo de público que va a acudir a su improvisada pero bien pagada charla y ha soltado las dos socorridas gracietas contra Aznar y ya tiene a buena parte de ese público embotado, entregado y dispuesto a tragarse lo que le eche el intelectual de turno, por mucha bazofia que sea, porque a veces no tiene la honradez de prepararse ni dos folios, pero que cobra con la misma religiosidad que bebe y come, lo que no deja de ser su pequeña contribución a la corrupción de nuestro país ¿o eso no es corrupción?. José López Romero.

TODO EN BROMA

“¡Estoy muy mal Nicanor! / ¡Pues yo no estoy bien Severo! / ¡A mí me embarga el dolor!, / ¡Y a mi me embarga el casero, que es muchísimo peor!”. Asi escribía en 1891 Vital Aza, un asturiano que, según el crítico Jacinto Octavio Picón, se aproximaba a Píndaro por la jovialidad y a Quevedo por la melancolía. Hoy lo apellidaríamos como lo que es, un cachondo mental de finales del XIX. Sigan leyendo. Al rondar a una muchacha, cuidado con papaito: “Dos cosas he recibido, / que recuerdo a cada instante, / el beso que tu me diste, / y el puntapié de tu padre”. Y qué decir de esos vecinos que piensan que viven solos, como los que habitan esos híbridos entre chalé y casa de vecinos, y cuya niña nos toca la flauta casi en nuestro tímpano: “¡Ya mi cabeza se abrasa!, / ¡Canasta con la manía!, / ¡Esto de la raya pasa!, / ¡O se va usted de su casa, / o me voy yo de la mía!. Toca también Vital el tema de la cerveza, por cierto no tan apreciada como hoy: “Dénme marrasquino, ron, / cognac, vino peleón... / ¿pero cerveza? ¡jamás! / Primero bebo aguarrás / que esa maldita infusión”. Lejos estaba nuestro artista de imaginar la colonización mundial que protagonizaría la nutritiva bebida. Los epitafio los bordaba, y los políticos, también entonces acérrimos prosélitos del gran Alí Babá, no se escapaban de su afilada pluma: “El político Blas Pinos / duerme el sueño de la muerte. / No habléis aquí de destinos, / que es fácil que se despierte”. Si don Vital viviera hoy, y si además lo hiciera en la Sierra Norte de Sevilla, le faltaría papel donde escribir sobre esta irrecuperable ralea. Otro, este de pelanduscas: “Descansa bajo esta losa / la que fue con sus virtudes / buena madre y buena esposa. / Lo de madre no lo dudes, / lo de fiel... es otra cosa”. Hay cosas que nunca cambian. Como la elección de carrera universitaria, de las que nuestro autor decimonónico decía: “Hoy están todas tan mal / que no es fácil elegir, / y para colmo final, / nos cuestan un dineral / y no dan para vivir”. Y hay versos que parecen escritos ayer: “La de abogado antes era / una bonita carrera / de muchísimo provecho, / ¡ pero hombre si hoy cualquiera / es licenciado en Derecho!”. Y sigue: “¿La de medicina?, ¡horror!, / no creo que le convenga, / ¡si es la carrera peor! / Ya no hay casa que no tenga / en cada piso un doctor”. Y así hasta casi cuatrocientas páginas de jocosas ocurrencias que no dejan títere cabeza. Encontrarán “Todo en broma” en el Legado Soto Molina de la Biblioteca Central de Jerez, donde se regocija divirtiendo a sus propios compañeros de estantería. NATALIO BENITEZ RAGEL




viernes, 22 de mayo de 2015

¿QUÉ FUE DE BRUCE?

A falta de unos pocos días de cumplirse el  75 aniversario del nacimiento de  Bruce Chatwin,  todo parece indicar que el recuerdo de aquel británico que revolucionara la literatura de viajes, ha ido diluyéndose en nuestro país. Jacinto Antón (Héroes, aventureros y cobardes. RBA, 2013 ) se hacía la misma pregunta en un sentido artículo –Llegan las cartas del nómada dorado- publicado en El País  coincidiendo con la edición del libro Bajo el sol  (Sexto piso. 2012) a la que él mismo respondía no sin cierta ironía No hemos sido tan afortunados como Werner Werzog que heredó su bagueteada mochila. Pero ironías aparte no deja de ser extraño el silencio por estos lares en torno al escritor tras su muerte, sobre todo cuando en vida sus libros atrajeron  tanto a lectores como rendidas críticas. Mario Muchnik, otro personaje irrepetible y que lo conocía bien, escribió hace años unas palabras que hoy se nos antojan algo proféticas: Raramente la ceguera de la crítica literaria españolas ha sido capaz de dejar a su público en tinieblas tan espesas. Raramente nos toca ser testigos  del hundimiento, de una obra mayor como la de Chatwin a causa de la insensibilidad de quienes podrían haber sido sus salvadores. Chatwin es autor de una breve pero deslumbrante obra de la que quizás   En la Patagonia sea la más recordada por el  público español ( poco después Paul Theroux,  uno de los últimos iconos de la literatura viajera actual,  publicaría junto a Chatwin Retorno a la Patagonia, lo que sólo se explica por el éxito del primer libro), pero es en sus dos últimas historias Los trazos de la canción y por fin Utz, donde se vislumbra el Chatwin que nos deparaba el futuro si unos extraños hongos chinos, utilizando  las propias palabras del escritor -posiblemente SIDA- no hubieran acabado con él en tierras remotas.  Toda su obra está motivada por una curiosidad que podríamos calificar de tipo científico. Una piel de brontosaurio  dio lugar a En la Patagonia, los orígenes del lenguaje a Los trazos de la canción, y así sucesivamente fueron surgiendo lo que alguien afortunadamente calificó de  novelas de viajes, fruto de  una curiosidad insaciable que le llevaría de su cómodo despacho en las oficinas de Sotheby´s en Londres a trazar rutas inverosímiles por el planeta. Siempre en continuo movimiento, coincidimos con  Alberto Cardín  cuando escribe que  nunca en un escritor se ha  identificado tanto su literatura con su forma de vivir.  Chatwin era un nómada sin posibilidades de redención, autor de una breve pero singular obra que revolucionó la literatura de viajes, por lo que no podemos dejar –como denunciara Mario Muchnik- que caigan sobre ella las tinieblas más espesas. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

MUÑECAS HINCHABLES

Acababa de terminar el artículo que dediqué hace unas semanas a aquella obra de arte “el vaso medio lleno”, en el que reflexionaba sobre el fraude en el arte moderno, cuando cae en mis manos El chico de la última fila de Juan Mayorga, una más que recomendable obra de este reconocido hombre de teatro. Y en ella, al hilo de las relaciones o redacciones entre profesor y “chico de la última fila”, Germán (el profe) mantiene ciertas discusiones con su mujer, Juana, quien gestiona una galería de arte moderno, cuyos dueños están a punto de cerrar por ser un negocio ruinoso. No es para menos. Germán le reprocha a Juana la exposición de muñecas hinchables, a lo que su mujer le recrimina que dicho de ese modo parecería que había convertido la galería en un sex-shop, cuando una muñeca “llevaba la cara de Stalin, otra la de Franco... Tenía un sentido”, para apostillar finalmente “Para quien quisiese vérselo.” Pero aquí no queda la cosa. Ahora Juana, para levantar el negocio y mantener su puesto de trabajo, está preparando una exposición de “objetos normales, pero manipulados para producir un extrañamiento”. Entre ellos, Germán cuenta un ventilador o un reloj pero con trece números, que Juana explica del siguiente modo: “el artista interviene en el espacio doméstico poniendo de manifiesto rasgos que, de tanto verlos, ya no percibimos…” Pero lo que ya deja patidifuso a Germán es “la pintura verbal”, “la voz del autor describiendo un cuadro”. El artista ha pintado previamente doce acuarelas, ha grabado en un cd sus descripciones y, una vez terminado dicho proceso, las ha destruido; y su propuesta final consiste en colgar de la pared unos auriculares o en un marco vacío, así los oyentes del cd se convierten en cocreadores de un cuadro que se describe con palabras pero nunca se verá. Germán no resiste más las moderneces de arte que pretende vender su mujer, y concluye: “si para salvar la galería tienes que exponerme en una vitrina, aceptaré el sacrificio. Pero no me pidas que me deje tomar el pelo”. Conclusión: Germán también ve el vaso medio vacío. José López Romero.


viernes, 1 de mayo de 2015

HISTORIAS DE UN DIOS MENGUANTE

Cuando leo algunos de esos artículos que mi compañero de página dedica al libro y la lectura en nuestra ciudad, impregnados de un pesimismo que raya en lo apocalíptico, aunque no le falta razón en muchas de sus afirmaciones (un buen ejemplo es el que se incluye en esta misma página y que titula “Hopper”, en honor al magnífico pintor norteamericano), me asalta la sensación de que somos pocos los lectores que aún quedamos sobre la faz de esta ciudad (o incluso sobre la Tierra), y que formamos como ese grupo de últimos supervivientes después de una guerra nuclear que tantas veces, con mejor o peor fortuna, ha recreado el cine de ciencia ficción; unos Denzer Washington en El libro de Eli, a los que se les ha encomendado llevar un libro que debemos proteger para salvar una civilización que está a punto de desaparecer. Así visto, la sesión del club de lectura, a la que Ramón alude también en su artículo, celebrada el sábado en la biblioteca municipal con la asistencia de Pepe Mateos, autor del libro que comentábamos, Historias de un dios menguante, ya pasados unos días se me aparece en la memoria como una pequeña y clandestina reunión de lectores que se atreven a rebelarse contra un mundo hostil al papel impreso y toman como maravilloso objeto de su rebeldía los conmovedores relatos de este autor jerezano. Y la verdad es que con un poquito de imaginación futurista, la sala en la segunda planta del edificio, cerrada al público, la entrada dispersa de los asistentes, el libro oculto entre carpetas y otros objetos… no hay que irse muy lejos hacia el futuro, sino más bien hacia el pasado para que en otras circunstancias nos hubiesen aplicado la ley contra el derecho de reunión. Y sin embargo, la sesión del sábado, la presencia de Pepe Mateos, los relatos que incluye en su libro fueron, hasta para los más recalcitrantes pesimistas, una verdadera fiesta de la literatura, una celebración, íntima sí y especialmente conmovedora, del libro en general, de Historias de un dios menguante en particular y de su autor, porque ni los lectores tienen todos los días la oportunidad de intercambiar con los escritores sus impresiones, ni los escritores conocer hasta dónde y cuánto han calado sus historias en el ánimo de sus lectores. Porque la literatura de Pepe Mateos es sobre todo conmoción, un zarandeo al lector más impasible, historias cercanas, de vidas que pudieron ser y de personajes que terminan por reconciliarse consigo mismos porque su autor ni a los más despreciables les niega su generosidad. Relatos llenos de poesía porque Mateos es ante todo y por vocación un poeta que mira y analiza los sentimientos de sus personajes con la mirada distinta que solo los poetas son capaces de tener. Una fiesta de la literatura cuyo broche final lo pusieron Mamen Ramírez, que leyó, y Sara Martín que puso música a unos haikus del propio Pepe. Ahora, después de escribir este artículo no tengo la sensación de haber sido un clandestino, sino un privilegiado, el privilegio de haber compartido con unos amigos y con unas amigas un momento maravilloso y espero que repetible. José López Romero.   

HOPPER

Pasaron los días de libros y rosas  y volvemos a la cotidianeidad,  a los paisajes diarios donde la lectura y el libro parecen haber desaparecido. Me comentaba un amigo que  el mes de abril dedicado al libro ha estado cargado de actos de muy distinto cariz e importancia, incluso más que otras veces. Realmente en esto no nos podemos quejar, decía. Algunos de estos secundados por numeroso público, y otros si bien con menor concurrencia no por ello menos entusiasta. Actos todos donde el libro, la lectura han sido el centro de atención, como en  la presentación del último libro de José Manuel Caballero Bonald, pero también el íntimo y emotivo encuentro que días atrás mantuvieron en la biblioteca Municipal algunos lectores con José Mateos para comentar su libro  Historias de un Dios menguante. Pero ese amigo también me señalaba que pese a lo que comentamos, la vida en la ciudad parecía ajena a todo ello y transcurría como siempre , sin que se visualizara la presencia del libro más allá de los actos programados entre las paredes de salones, librerías o bibliotecas. Pero es que aquí, en nuestra ciudad, como en tantas otras –le contestaba- la lectura ha ido perdiendo espacios cotidianos y por ello llama tanto la atención cuando observamos a un lector sumergido en la lectura bajo la sombra de un árbol, o tomando un humeante café en una cafetería. Hopper, el gran pintor americano al que algunos  han descrito como el retratista de la soledad,   también –si nos detenemos con calma en su obra-  podría pasar por el notario de una época donde la lectura y el libro estaban muy presentes en las imágenes cotidianas que proyectaba cualquier ciudad, no solo las genuinamente norteamericanas retratadas por él. Hoy, cuando contemplo a sus hombres y  mujeres –sobre todo mujeres- leyendo ajenas a todo en el asiento de un tren,  en la barra de un bar, en el vestíbulo de un teatro esperando el comienzo de la representación, aparte de la admiración por su autor, noto con preocupación como esas escenas me provocan una creciente nostalgia. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO