sábado, 28 de marzo de 2015

FAUNA DE PAPEL

Termino la nueva novela de Arturo Pérez Reverte y confieso que he sentido una cierta emoción al dibujarse en sus primeras páginas ese universo que rodea al libro antiguo, en este caso  centrado en los ejemplares depositados en la biblioteca de la Real Academia de la Lengua y las historias que se esconden tras muchos de ellos –como es el caso de la Encyclopédie que allí se custodia y sobre la que Pérez Reverte hace girar la trama de su novela Hombres buenos. He sentido una cierta emoción, como  decía, pues sobre este mundo del libro antiguo no es frecuente que la literatura se entretenga, aunque cuando lo hace nos deje piezas eternas firmadas por Borges, Bioy Casares, Eco... Es este mundo del que  hablo,  transitado por bibliófilos, bibliógrafos, libreros anticuarios, investigadores diversos y, por supuesto, bibliotecarios, un territorio extraño para el que lo observe desde fuera,  al que incluso  considerará fuera de lugar en estos tiempos de lo digital. En la novela que les nombraba, Hombres buenos, uno de sus protagonistas es un  bibliotecario  al que Reverte hace vivir una aventura viajera no exenta de peligros, lo que sorprenderá al profano  seguramente influenciado por el tópico de “ratón de bibliotecas” que el tiempo y la historia ha ido haciendo caer como un estigma sobre esta profesión, y que sólo el paso de los siglos ha ido desdibujando. Volviendo a la fauna de la que hablaba más arriba, siempre he tenido la impresión de que de las especies  nombradas y que habitan el mundo del libro antiguo, el bibliotecario de fondo antiguo es el que se lleva la peor parte, al que   con más recelo se mira. Quizás por la  imagen heredada de otras épocas de guardián de unos tesoros de papel que eran inaccesibles para el resto de mortales. Hoy día el acceso a los contenidos de cualquier libro es posible para quien lo desee gracias a la digitalización, pero bien es cierto también que el acceso a los originales más antiguos y raros deben ser preservados del paso del tiempo. Sigue siendo ese un cometido del bibliotecario  que aún sigue siendo motivo si no de  enfrentamiento, sí de recelo por parte de algunos investigadores. ¿Pero cómo se hubieran conservado  hasta hoy los Epigramas de Marcial en la edición veneciana de 1475 o  el Tratado de Oratoria de Agustinus Datus, de 1514, si el bibliotecario de fondos patrimoniales no hubiera  hecho bien su trabajo? ¿Cómo se habría podido conservar la primera edición de la Encyclopédie hasta hoy en los anaqueles de la biblioteca de la Real Academia de la Lengua, si bibliotecarios como el que describe Pérez Reverte y sus sucesores no se hubieran dedicado en cuerpo y alma a su profesión? RAMON CLAVIJO PROVENCIO

EL VASO

“Father. ¿Qué te parece si en ARCO del año que viene expongo un platito de esos “deliciosos” (el diminutivo y el adjetivo, ironía materna) potajes que nos haces y le llamo “quien bien te quiere, te hará llorar”?”. Mi hija que para esto de las pullitas tiene una retentiva extraordinaria, había visto en la tele esa majestuosa obra de arte “el vaso medio lleno”, que se vendió en 20.000 euros, o esa montaña de papel triturado que alcanzó la cifra de 8.000. Ferias de arte como la de ARCO vuelven a poner sobre la mesa el ya viejo tema del fraude en el arte moderno. A los que nos hemos educado en un arte figurativo y, como mucho, podemos llegar a entender que existe otro arte más allá de las formas, nos suena a rollo de embaucador de feria (y nunca mejor dicho) eso de que “el arte hay que verlo primero con el corazón”, como se atrevió a afirmar en la tele una señora de cuyo cargo en ARCO no quiero acordarme. El “todo vale” que Vargas Llosa denunciaba en su “Civilización del espectáculo” (libro imprescindible), se radicaliza aún más en el mundo de las artes, donde sin escrúpulos ni pudor de ningún tipo te pueden vender un calcetín sudado por unos cuantos miles de euros (“No me des ideas, pá”, le oigo a mi hijo). No hace mucho saltaba a los informativos el caso de Damien Hirst y sus calaveras de diamantes o su tiburón en formol, otro fraude para muchos y, sin embargo, uno de los artistas más cotizados del momento. Este tipo de obras no hacen más que desvirtuar el concepto de arte por muy moderno que nos quieran hacer entender y, sobre todo, vender. No sé qué hará con “el vaso medio lleno” el comprador, que debe de tener un corazón tan pródigo como la cartera, pero lo que sí sé es que 20000 euros se pueden utilizar de forma mucho más beneficiosa para la humanidad. ¿El vaso medio lleno? Mi corazón lo ve medio vacío. José López Romero.


sábado, 21 de marzo de 2015

LOS NIÑOS

No otra circunstancia que la casualidad puso en mis manos recientemente y en un plazo de tiempo muy corto, tres libros a los que si habría que buscarles algún punto en común, este sería sin duda la muerte de un niño o niña. Tres textos de tres autores diferentes, de nacionalidades distintas: “Deseo bajo los olmos” de Eugene O’Neill (estadounidense); “El misterio de Christine” de Benjamin Black (pseudónimo de John Banville, irlandés), y “Almas grises” de Philippe Claudel (francés). Mientras que en los dos primeros libros (drama el de O’Neill y novela el de Black) son recién nacidos o con pocos meses los asesinados, en “Almas grises” es el asesinato de “belle de jour”, una niña de 10 años, el suceso que da inicio a la trama del relato, aunque el narrador esconde un secreto del que solamente al final hará partícipe al lector y que está relacionado con lo que estamos contando. En las tres historias será la locura, la inmadurez o las bajas pasiones las causantes de estas muertes de inocentes que, por serlo, dotan al texto de una mayor dosis de tragedia. En “Deseo bajo los olmos” es el miedo de Abbie, la madre, a perder a su amante, Ebbe, el hijo menor de su viejo marido, lo que le lleva a matar al recién nacido al que cree el causante de su desamor o incluso rencor. Un padrastro inmaduro y violento, que no soporta el llanto de la niña a la que culpa del distanciamiento de su esposa, será el autor de la muerte de la pobre Christine en la novela de Benjamin Black; y, finalmente, un soldado con antecedentes criminales por violación que pasaba como desertor por los alrededores del pueblo, es el asesino de la dulce “belle de jour”, aunque más relacionado con las obras anteriores es ese secreto que esconde el protagonista y que no desvela hasta el final de la novela. La infancia maltratada hasta llegar a la muerte no es un tema ni nuevo ni excepcional en la literatura, recordemos, a modo de otros ejemplos, el pobre hermanillo de Pascual Duarte que sufre las patadas del amante de una madre desnaturalizada y al que le comen las orejas unos cerdos; o, yendo un poco más lejos, la muerte de niños en las novelas de Blasco Ibáñez (el niño Pasqualet en “La barraca”), punto de inflexión de la trama narrativa. Muertes sin sentido, inocentes que pagan con sus vidas los pecados de sus padres o las perversiones de los adultos; pero ninguna muerte más terrible que la del pequeño Rafael del relato segundo de “Los girasoles ciegos”, que no logra ni siquiera sentir el calor de su madre, Elena, muerta en el parto, y que solo al final encuentra el amor de su padre Eulalio, cuando este ya sabe que ambos van a morir. Hijo de la derrota en una guerra que no llegará a entender. La infancia es, sin duda, la gran damnificada de las guerras y de las crisis, de los problemas de los adultos que marcarán sus vidas para siempre –o sus muertes-. José López Romero.


CALIPSO

En el primer canto de la Odisea de Homero (La asamblea de los dioses), se nos narra cómo estos debaten sobre Ulises quien, una vez terminada la guerra de Troya y  regresados todos los griegos a su patria, en cambio permanece retenido en la isla Ogigia por la ninfa Calipso, que  pretende que olvidé Ítaca. Atenea (La diosa de claras pupilas…), intercede por el héroe ante Zeus, y finalmente  y  pese a Poseidón- el único  de los dioses que se opone-, logra su libertad, lo que se nos narra en el capítulo titulado La cueva de Calipso. Jacques-Yves Cousteau, el gran oceanógrafo y aventurero se sintió en su momento fascinado por el personaje de la ninfa, hasta el punto de que bautizó con su nombre, Calypso (pero ahora sin la i latina), el barco –un dragaminas británico de la segunda Guerra Mundial-  con el que a partir de ese momento se haría leyenda, protagonizando un periplo viajero que no le va la zaga del que nos narrara Homero. Viajes estos del Calypso comandado por  Cousteau, donde sus perfiles se desdibujan y funden hasta el punto de que no podemos imaginarnos el uno sin el otro. Ahora Calypso, el viejo barco de Cousteau, lleva años fondeado en los muelles de Concarneau, y mientras se decide qué es lo que hacer con él, la herrumbre y el salitre van lentamente deformando su casco. En la Odisea, Zeus logra convencer al resto de los dioses para que finalmente liberen a Ulises  del hechizo de Calipso, enviando incluso a su mismo hijo Hermes, como mensajero para anunciar a la ninfa el decreto. En este caso, el del legendario navío de Cousteau, mucho nos tememos que ningún dios interceda y libere sus amarras, y en pago a sus servicios a la ciencia y a la gran  aventura lo libre de tan ignominioso destino. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

viernes, 6 de marzo de 2015

PATRIMONIO Y NEGLIGENCIA

Acabo de leer las reflexiones que Lorenzo Silva publica en torno a la destrucción del museo y la biblioteca  de Mosul (Nínive y los Barbudos. El Mundo). No es algo nuevo. Mejor dicho es algo muy, pero que muy viejo, pues antes que nos escandalizáramos de los destrozos que unos hinchas holandeses infligieron al patrimonio de Roma tras la finalización de un partido de fútbol, o nos enterásemos del tesoro oculto fruto de la rapiña, escondido en Múnich por Cornelius Gurlit, ya la historia estaba anegada de destrucciones similares, premeditadas, fortuitas o negligentes –que para el caso es lo mismo-. Es decir ya disponíamos lamentablemente de una geografía del patrimonio destruido a nivel planetario donde algunos topónimos destacan aún  dolorosamente: Alejandría, Granada, Yucatán, Berlín, Dresde, Sarajevo, Bagdad… En el libro de  Robert M. Edsel  Monuments men, luego llevado al cine por George Clooney en la película del mismo nombre, se nos desvela como en los periodos de guerra –en este caso en la más cruenta de ellas- se libran guerras paralelas como la del patrimonio, donde pese a los esfuerzos las pérdidas son tan inmensas que las pequeñas victorias apenas sirven de bálsamo, como se pone de manifiesto en el espléndido libro de J.M. Merino y  M.J. Martínez, La destrucción del patrimonio artístico español (Cátedra, 2012). De entre todo lo que bajo el concepto Patrimonio Material podemos englobar, sigue siendo el más débil y desprotegido el bibliográfico y documental, sobre el que planea especialmente otra forma de destrucción, más soterrada y silenciosa, cual es la de la negligencia. Pese a las normativas protectoras y lo que eufemísticamente se denomina una mayor sensibilización general sobre el patrimonio, no dejo de toparme con colecciones de valor incalculable desmembradas a la muerte del propietario, personajes inapropiados en instituciones depositarias de colecciones centenarias, tacañería rayana en la irresponsabilidad a la hora de disponer medios para la protección de lo que tenemos obligación de conservar. Sigo topándome con documentos y libros destruidos por la humedad o arrasados por los parásitos, cuando hubiera sido posible y sencillo  evitarlo con muy pocos medios. Hay numerosas formas de destruir nuestro patrimonio bibliográfico y documental, pero la más peligrosa –por su inquietante y silenciosa apariencia- es la de la negligencia. F. Báez acaba de sacar un impactante libro sobre todo lo que comentamos  (Nueva historia Universal de la destrucción de libros. Océano, 2014). En él la protagonista, más que las razias brutales impulsadas por la política, la religión o las mil caras del fanatismo, es la negligencia, una negligencia que se viene disfrazando  y justificando de mil formas diferentes desde el comienzo de la historia. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO


EDICIONES

“¿Usted también escribe?” es el título de uno de los artículos de Jorge Ibargüengoitia incluido en el volumen “Revolución en el jardín”, que reseñamos en esta misma página. Y aunque recomiendo la lectura de todo el artículo y, por supuesto, de todo el libro por la fina ironía con que suele el escritor mexicano acompañar sus textos, para esta ocasión me interesa el dato con que inicia el artículo: “En Estados Unidos el número de personas que han escrito una novela es monstruoso. Muchas veces mayor, por supuesto, al número de personas que han publicado una novela”. En los años en que Ibargüengoitia escribió este texto sin duda era una evidencia (de ahí su “por supuesto”) que el número de novelas escritas en los EE.UU. fuera infinitamente mayor que el de las publicadas. En la actualidad, esta diferencia con ser también evidente no solo en los EE.UU., sino en todas las partes del mundo, incluida España, se está acortando, está disminuyendo con inusitada rapidez. Y buena culpa de ello la tienen dos elementos que de alguna manera están provocando que la edición de un libro, sea del tipo o género que sea, no se convierta en una tortura para su autor que le conduzca incluso, en casos extremos, a la propia muerte, como a John Kennedy Toole. Por un lado, los portales que en Internet se ofrecen para alojar cualquier tipo de publicación, en los que el escritor puede ofrecer su libro ya sea bajo pago o de forma gratuita; en este sentido, quizá sea Amazon, la empresa más fiable en todos los aspectos. Por otro, si el autor quiere darse un pequeño capricho, o la propia familia hacerle un regalo al joven (o no tan joven) literato, por un módico precio muchas editoriales (modestas pero de calidad) ponen al alcance una edición de 100 ejemplares en papel con los que puede felicitar Navidades a familiares, amigos e incluso a enemigos. ¡Todo un regalo… envenenado! José López Romero. 


domingo, 1 de marzo de 2015

BIBLIOTERAPIA

“Novelas que curan”, “la biblioterapia literaria”, así se titulaba un reportaje que hace unas semanas leía en una de esas revistas dominicales, como si el psicólogo al que hace referencia el dicho reportaje hubiese inventado o hecho el descubrimiento del siglo. Es más, en el mismo texto se hacía alusión a como en el antiguo Egipto ya se consideraba la lectura como medicina para el alma. El método, según declaraciones del doctor Berthoud, consiste en pasarle al paciente previamente un cuestionario en el que este indique gustos y hábitos literarios y, ya metidos en faena psicológica, explique el momento vital por el que atraviesa; y tras una entrevista o sesión de unos 50 minutos, el paciente se lleva su tratamiento en el que se incluye la medicación y seis o siete libros para leer y posteriormente dar su opinión sobre ellos. Así, dice el propio Berthoud, los pacientes tienden a hablar con más distensión y naturalidad de sus problemas personales si toman como referencia los problemas de los personajes de las novelas recetadas. Porque descubrir las obsesiones o los defectos en los demás, aunque sean seres de ficción, y analizar y hasta criticar  su comportamiento, son formas que nos ayudan a superar nuestras propias carencias o debilidades. Nada nuevo bajo el sol, de ahí la alusión a los egipcios para los que ya la lectura, sin necesidad de indicaciones médicas, era por sí misma una fuente de salud. No hace falta demostración ninguna para afirmar categóricamente que las artes en general tienen propiedades terapéuticas, la música es un ejemplo palpable de ello, como la contemplación de una hermosa pintura o escultura produce en sanos y enfermos efectos medicinales; sin embargo, de la literatura estas cualidades no se habían puesto tan de manifiesto o no se les había dado la importancia que se les había concedido a las artes antes citadas. Y en cuanto se publique en español el libro “The Novel Cure”, que ya está al caer, y cuya autoría comparte Berthoud con su compañera de estudios de Literatura Inglesa en Cambridge Susan Ederkin, a nadie debería extrañar que las librerías cambiaran la distribución de libros en sus anaqueles en lugar de géneros, por enfermedades, y que a aquellas acudieran los pacientes con recetas médicas. O incluso que en las farmacias dedicaran algunas de sus estanterías a libros. O, echando más imaginación, las bibliotecas públicas se lleguen a convertir en hospitales.  Pero mucho me temo que en este país en el que tan poco nos gusta ir al médico, pero colapsamos las urgencias, terapias como la lectura de libros tienen los días contados. Ya me imagino a más de uno que ante un tratamiento de choque de cinco libros, con el fin de mitigar sobre todo su ignorancia y de paso algún complejo mal curado en su infancia,  le rogará al doctor “¿y no tendría usted aunque fueran unos supositorios?”. José López Romero.

NAUFRAGIOS

Tuve el privilegio de escuchar a Manuel Ravina –archivero, bibliófilo, reputado investigador de la cultura y magnífico orador- en la intervención que realizó hace unos días dentro del ciclo organizado por el Archivo Histórico de Jerez, sobre patrimonio documental. En la mencionada intervención –cargada de información relevante, pero a la vez con la amenidad que sólo un humanista como él puede lograr- el actual director del Archivo General de Indias nos descubría a los allí presentes, qué colecciones documentales depositadas en el mencionado archivo son relevantes para la historia de nuestra ciudad. Ravina, orador curtido en mil batallas, sabe captar la atención del público, y en esta intervención a la que me estoy refiriendo un elemento para ello era detenerse en la interesante figura del jerezano Álvar Núñez Cabeza de Vaca. No reproduciré aquí lo que de relevante, y  fue mucho,  se nos desveló sobre el personaje, aunque sí resaltar la apasionada reivindicación que el conferenciante realizó de un libro, “Naufragios”, escrito por nuestro paisano. Ravina reivindicó con vehemencia, y muchos se lo agradecíamos en silencio, un libro tan admirado fuera de nuestras fronteras  - en Estado Unidos es normal encontrarlo entre las lecturas escolares recomendadas en los planes de estudios- como olvidado por estos lares. Es cierto que Cátedra lo incluye entre  sus colecciones y que Edhasa publicaba recientemente otra edición con el atractivo de estar presentada por José María Merino. Pero no es menos cierto que la gesta de Álvar, pese a la increíble odisea que protagonizó, es poco conocida en sus detalles por el lector de este país, grado de  desconocimiento igualmente aplicable a la ciudad de Jerez donde al menos, hace unos años,  se erigió una escultura en  su honor. Lo cierto es que a los 473  años de la publicación de “Naufragios” (1542) tuvo que venir Manuel Ravina –todo un lujo- a recordarnos la importancia de un libro que podría ser la mejor novela de aventuras escrita jamás, si no fuera por el nada baladí detalle de que todo lo relatado en él es real. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO