sábado, 13 de diciembre de 2014

LOS LUGARES PROHIBIDOS

Sin duda Sebastián Rubiales es un majareta. Porque solo la generosidad de los majaretas, como él dice, puede escribir y regalarnos un libro como “Los lugares prohibidos” (Renacimiento, 2004). Un libro de viajes que no es exactamente tal, un libro de reflexiones y meditación sobre el ser humano y sus circunstancias pero que tampoco lo es en sentido estricto. Además, ¿qué tienen que ver la plaza de San Marcos, en Venecia, con Majarromaque; qué relación puede existir entre Tesalónica y el Salto al cielo? Quien se acerca a un libro de viajes suele encontrarse con una determinada geografía y una misma perspectiva, la mirada atenta y escrutadora del viajero que quiere apresar el instante, convertirlo en palabras, y con ello elevarlo a la categoría de historia. Más lejos de la intención de Sebastián Rubiales, para quien el paisaje, los distintos lugares que nos va describiendo se forman, como nuestro propio yo, y de ahí la estrecha relación que mantiene el autor con todos, con “mimbres de olores, luces y sombras, vegetaciones, humedades, vientos y mares, sonidos, palabras ignoradas, creencias esplendorosas, sueños fracasados –valga la redundancia-, proyectos, recuerdos…” Porque a través de las descripciones de Rubiales sentimos el olor dulce y pegajoso de Tesalónica, como podemos imaginar la vista de París que a nuestros encendidos ojos se ofrece desde la altura del Château d’Eau; o como disfrutamos de los colores rosados y anaranjados del atardecer de la desembocadura del Guadalquivir; o incluso olemos la derrota en el Cabo de Gracia de todos los que, incautos, naufragaron en ese “mar altanero y desafiante que no esconde los peligros”, ayudado por el viento de Levante, “que tiene la voluntad artera de quien vive en el doblez de la traición, pero en esta costa se siente tan dueño, tan infinitamente poderoso, que ni siquiera se toma la molestia de parecer amable”. Los paisajes o lugares prohibidos de Sebastián Rubiales son, como él quiere, sensaciones, páginas de historia, y sobre todo belleza, perfección (plaza de San Marcos), y sueños (Majarromaque); lugares soñados que si el viajero se deja llevar, sin las prisas y la impaciencia de los europeos, te ofrecen lo mejor de ellos, porque no de otro modo puede encontrarse a sí mismos (San Juan de Puerto Rico). Ya decíamos al principio que no era este libro una meditación, y sin embargo cuando hemos pasado su última página y cerrado el libro, no hemos podido por menos que dedicar unos minutos a reflexionar sobre la necesidad, cada vez más urgente, que tiene el ser humano por hacerse con sus propios “lugares prohibidos”, o soñados, o deseados. Sebastián Rubiales nos invita a celebrar la belleza, a “pasear despreocupados por los lugares prohibidos para recibir en el rostro el airecillo húmedo del mar y, en las manos, la luz azul de la tarde que comienza a ser noche”. Yo, Sebastián, también quiero ser un majareta. José López Romero.

VIAJES DIFÍCILES

Escribía Nuria Amat –escritora  interesante de la que no tenemos noticias desde hace algún tiempo- que  Viajar es muy difícil, aunque no se refería como ya sin duda habrán supuesto a esa moda que nos invade desde hace décadas, en la que cualquiera se cree un intrépido viajero porque un vuelo low cost lo ha dejado en la misma playa donde Cook fue muerto a manos de los indígenas del lugar, o por haberse asomado, en un viaje programado al milímetro, a los  cráteres islandeses donde Julio Verne imaginó la entrada  a esa otra realidad  descrita en su Viaje al centro de la Tierra. Por cierto, moda esta la del viaje organizado, que muchos atribuyen a Mark Twain tras la publicación de su famoso libro Guía para viajeros inocentes. Nuria Amat con la frase con la que iniciábamos estas líneas, se refería a los viajes literarios  y cómo sus protagonistas, con sus miradas privilegiadas sobre el camino, nos ha ido dejando a lo largo del tiempo sublimes textos como Un paseante en Nueva York de Alfred Kazin o El tiempo de los regalos de Patrick Leigh Fermor. No se engañen, viajar en el sentido literal del término sigue estando al alcance de muy pocos, y es que mientras muchos lugares del planeta se hunden materialmente ante el peso  de turistas ilusos, solo una afortunada minoría, la de los peregrinos literarios, siguen logrando captar en las mismas geografías pisoteadas por la marabunta la esencia de lo visitado. Peregrinos literarios hoy quedan pocos, al menos en la mejor tradición de los Burton, Freya Stark, Chatwin o Abadía, entre otros. Quizás Paul Theroux o Reverte –en ocasiones-, entre los nuestros. Además, hoy hay que ser muy precavido pues las crónicas poco escrupulosas abundan, y es que tampoco hay que tomarse demasiado en serio aquellas líneas escritas por  Simone Beauvoir: Viajar una semana a un lugar cualquiera puede animarnos a escribir un libro, quedarnos un año daría para una breve crónica, pero permanecer una década ya no permitiría escribir nada. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

sábado, 6 de diciembre de 2014

CANIBALISMO

Desde siempre me ha causado envidia esa capacidad de otros lectores de leer varios libros a la vez, de sumergirse en historias distintas y seguirlas  todas con igual intensidad y atención sin aparente dificultad. En cambio yo siempre me he considerado lector de un  titulo, que sigo con fidelidad y sin distracciones hasta su final -no corro el riesgo, no se preocupen, de caer en la maldición de aquel lector que día tras día a lo largo de años, se sentaba en el mismo sitio de la biblioteca y solicitaba siempre el mismo libro al bibliotecario-  aunque la tentación me asalta muy de vez en vez, y entonces me planteo afrontar el que hasta ahora ha sido un reto inabordable. ¿Cómo hacerlo?  En la sobremesa, mi hora preferida para leer, reservarla por ejemplo para Oakley Hall y sus ahora recuperadas y excelentes novelas del oeste norteamericano,  la noche en cambio sería más apropiada para el nuevo caso de Bevilacqua y Chamorro, o la relectura de los libros de González Ledesma, recientemente reivindicados por mi compañero de página. ¿Quizás comenzar con un libro, y cuando el interés empieza a flaquear retomar la lectura del otro que aguarda en la mesilla? Como nunca me gustó pasar por pusilánime,  creí que ya era hora de intentar esa otra nueva experiencia lectora. Mi primer temor fue que el inspector Méndez se equivocara de libro y deambulara perplejo por el Oeste de Hall, o que el sheriff mayestático de Warlock  confundiera a la sargento Chamorro con un facineroso. Pero no, nada de esto sucedió. Aunque  a medida que avanzaba la lectura paralela de mi primera pareja de libros, algo si empecé a notar. Primero sutilmente, luego… Cada vez iba reduciendo el tiempo dedicado a uno de ellos mientras rápidamente acudía al otro libro ansioso para seguir leyéndolo. Finalmente terminé este último por lo que tenía todo el tiempo para el que poco a poco había ido abandonando. Pero fue inútil, a partir de donde había dejado el señalador, todas sus páginas se habían quedado en blanco. ¿Un libro puede devorar a otro? RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

PASIONES Y PENUMBRAS

A diferencia de los narradores, poco proclives a cambios cuando el método funciona, el poeta, el bueno, está en un permanente proceso de transformación y renovación, a menos que quiera convertirse en un productor industrial de poemas prefabricados. Y digo todo esto porque acabo de leer el último poemario que se añade a la ya larga trayectoria poética de José Lupiáñez titulado “Pasiones y penumbras” (ed. Carena, 2014) y los cambios son significativos con respecto a “La edad ligera” (2007), su penúltimo libro, cambios que nos muestran la permanente preocupación del poeta, la búsqueda de nuevos tonos que incorporar a su ya rico acervo literario. Una trayectoria poética la de J. Lupiáñez cuyas  cifras pueden impresionar: el año que viene se cumplen los treinta y cinco de su primer libro “Ladrón de fuego”. Pero es que Lupiáñez –todo hay que decirlo- empezó muy joven en este siempre esforzado oficio de hacer versos. Una obra poética tan dilatada como fructífera y variada, con una exultante madurez que va del barroquismo, al intimismo y de este a una poesía escrita a luz de las pasiones y a las tímidas sombras de las penumbras. Pero ni en los poemas más apasionados la luz nos ciega, ni en las penumbras la oscuridad es tan completa. En muchos de estos últimos poemas se percibe un fondo de melancolía, consecuencia de una madurez que es conciencia de lo vivido y también de lo inexorablemente perdido. No nos sorprende el abundante uso del alejandrino, del heptasílabo, de estructuras estróficas tan clásicas como intemporales como el soneto (ya en alejandrinos, ya en endecasílabos. Magnífico el conjunto dedicado a los meses), y no nos sorprende porque sabemos del gusto clásico, la influencia que sobre Lupiáñez han ejercido (porque los conoce como pocos) desde Garcilaso (“Voseo garcilasiano”), San Juan, pasando por Góngora, Bécquer hasta llegar al gran Darío, y porque ya en su “Número de Venus” nos dejó excelente constancia de su dominio del alejandrino. “Sobre las aguas”, el poema que cierra la primera parte del libro, antes de comenzar con las “penumbras” es un ejemplo del tono decadente, melancólico, misterioso e inquietante que domina buena parte de los poemas: “por esas ondas iba tu belleza, libre, / coronada de trinos, inventando reflejos / de gloria fugitiva, encendiendo deseos / y penumbras en mi alma…”. El poema inicial “Alguien me llama” nos trae ecos del “pórtico” de “Número de Venus”; y otros se resuelven en una de las constantes de la poesía de Lupiáñez: la captación de escenas que evocan momentos de un pasado que ahora, a la melancólica luz de las penumbras se recuerda (“Niño antiguo”) o parecen leyendas en verso (“Otoño en la Alpujarra”). La desnudez de la amada, los abrazos, las caricias forman parte de esas pasiones a veces efímeras, otras insatisfechas, otras interrumpidas (“No le abras a nadie”). Pero también las penumbras, el compromiso con su tiempo (“Éxodo”), la tristeza de los días (“Día gris”) y, finalmente, el sentido de acabamiento y pérdida: “Adiós a cuantos fuisteis marineros conmigo, / cuando la mar nos daba con su furia en el rostro. / ¿Para qué la nostalgia? ¿Acaso fuimos libres? / Adiós, nuestro navío se ha perdido en la noche; / el puerto queda lejos y nadie nos aguarda.” (“Canción del hereje”). “Pasiones y penumbras”, un libro pleno. José López Romero.