sábado, 25 de octubre de 2014

ARRANCAR

Una de las primeras escenas de la célebre El club de los poetas muertos (cursi película) y que asombra a pupilos y espectadores por lo que supone de iconoclasia, es el arranque tan colectivo como festivo de las páginas de un libro. Una carta de presentación del nuevo profesor ante sus alumnos que, salvadas las tímidas reticencias de los más empollones, termina por ganarse a todos, incluido el patio de butacas. Porque a pesar del acto de lesa bibliofilia, de atentado contra la cultura, al fin y al cabo no deja de ser un acto de destrucción, de mutilación de un libro, ¿a quién no le han entrado ganas (¡y no digamos escolares y sus horribles libros de texto!)  de cometer este pecado inconfesable y, por ello, de difícil perdón y, por tanto, de ninguna penitencia, aunque ya se me ocurrirá algo. Y todo esto viene al caso porque leyendo El sueño del Rey Rojo. Lecturas y relecturas sobre la palabra y el mundo, de mi admirado Alberto Manguel (libro del que no arrancaría ni una letra, dicho sea de paso), me encuentro con la anécdota del moralista decimonónico Joseph Joubert quien, según Chateaubriand, “cuando leía arrancaba las páginas que no le gustaban, logrando así una biblioteca enteramente a su gusto, compuesta de libros huecos en tapas que les quedaban grandes”. Los que decidimos hace tiempo unir nuestro destino a la literatura, a los libros en general, como un bien tan preciado como necesario para considerarnos ciudadanos con derecho a voto, arrancar aunque solo sea una página de un libro, por muy infame que esta sea, no podríamos entenderlo si no es como un acto de cobardía ante el propio libro, por su indefensión, y ante el mismo autor, al que ni siquiera le concedemos el derecho a defender su obra. Antes que la mutilación, cierro el libro y ya buscaré en mi agenda de direcciones a quién se lo regalo. José López Romero.

 

DÍAZ OLANO EN LA BIBLIOTECA

Las bibliotecas públicas son una fuente inagotable de sorpresas. Si es una fundada en 1873, las probabilidades aumentan. Y si el bibliófilo José Soto Molina ha sido generoso benefactor, las sorpresas agradables son casi diarias. Es lo que le ocurre a la Central de Jerez. Nos preguntamos cómo llegaría a manos de don José Soto un cuaderno “de campo” plagado de dibujos y bocetos de indudable calidad, y donde las únicas pistas para identificar al autor eran una firma (I. Diaz) y una dedicatoria (“Mis apuntes a mi discípula P. Manso”). Una página de Internet (¡bendito Internet!) nos aclaró que había un pintor llamado Ignacio Díaz Olano (Vitoria, 1860-1937): la firma de sus cuadros era idéntica a la de nuestro cuaderno. Dado que la mayoría de su producción se encontraba en el Museo de Bellas Artes de Álava, mandamos un fichero gráfico: nos confirmaron el nombre de Olano, nos informaron de que el cuaderno pertenecería (por la firma) a su primera etapa y se mostraron muy interesados en la persona objeto de la dedicatoria, de la que tampoco nosotros teníamos referencia alguna. La Espasa recoge su entrada en el suplemento de 1931, pero la información más detallada sobre el vitoriano (a falta de consultar la obra de Santiago Arcediano Salazar), la hemos hallado en una página web llamada “ForoXerbar”. Estuvo becado por el Ayuntamiento de su ciudad, y pudo llevar a buen puerto sus aficiones artísticas gracias al mecenazgo de su amigo Felipe Arrieta, pues aparte de la venta de sus cuadros, lo que llamamos “sueldo fijo” no lo tendría hasta 1901, cuando empieza a dar clases en la Escuela de Artes y Oficios de Vitoria. Pudo formarse en Italia, y a su vuelta participa en varias exposiciones nacionales, obteniendo premios en las de 1895, 1899 y 1901. Su estudio, que montó en la calle Florida de su localidad, bien podría parecerse al dibujo que ilustra este artículo, sacado del referido “cuaderno”. Centrado en el retrato, las costumbres, los bodegones y los paisajes, tan solo protagonizó dos exposiciones en solitario: la de la Sala Delclaux de Bilbao en 1910, y la de la Escuela de Artes y Oficios de Vitoria en 1925. Pero también fue docente, como dijimos, ocupando plaza en la Escuela mencionada desde 1901, plaza de la que no se llegó a jubilar, e impartiendo clases de dibujo en el Instituto de Segunda Enseñanza desde 1912 a 1932. Claro que también parece que se dedicaba a enseñar por su cuenta, a juzgar por la dedicatoria de nuestro cuaderno, que sería el tesoro de la tal P. Manso hasta pasar a manos del bibliófilo, paso previo para que hoy día se conserve en nuestra Biblioteca Municipal. NATALIO BENITEZ RAGEL/ RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO 

sábado, 18 de octubre de 2014

LA GRAN LITERATURA

La ya larga experiencia como lector si  algo me ha enseñado a lo largo de los años, es que la búsqueda premeditada de un buen libro nunca da los resultados esperados, y  que como las esquivas fuentes del Nilo para los exploradores europeos del XIX,  toparnos con un buen libro hoy en día es más producto de la casualidad o la suerte que de otra cosa. Es este el primer libro que leo de Pierre Lemaitre del que ignoraba hasta ahora todo,  y del que tras la lectura de su novela, me ha entrado un deseo irrefrenable de conocer  su desconocido recorrido literario, así como esperar con paciencia su nueva novela.  Y es que tras la lectura de esas casi quinientas páginas de este “Nos vemos allá arriba”, no puedo  sino confesar que he vuelto a tropezarme por casualidad con una gran historia. Una historia en la que la realidad y la ficción se mezclan con sabiduría presentándonos un relato coral, donde serán precisamente los personajes que la habitan los que finalmente hagan de esta novela del hasta ahora para mi desconocido escritor francés, un libro fascinante. Un hecho históricamente contrastado como fue el escándalo que estalló tras la Primera Guerra Mundial en Francia,  al descubrirse un oscuro negocio tras las exhumaciones de los militares caídos en la contienda en territorio galo, es el núcleo en torno al cual el autor va descubriéndonos las andanzas de tres  supervivientes de la misma en el París de la postguerra. El soldado Albert Maillard, pusilánime pero afortunado, al que otro soldado,  Edouard Péricot, salva la vida al precio de perder parte de su rostro, lo que a partir de ese momento, como se podrá suponer le cambia la vida, ocultando sus mutilaciones tras variadas máscaras que crea con la ayuda de una pequeña. Por fin  el teniente Aulnay-Pradelle, despiadado, corrupto y ansioso de recuperar el perdido esplendor del linaje familiar cueste lo que cueste, y cuyas acciones marcan el destino de Albert y Edouard.  Protagonistas estos últimos, rodeados de personajes secundarios no menos fascinantes, Joseph Merlin –todo un descubrimiento para el lector-, o Marcel Péricourt, padre de Edouard, difíciles de olvidar.  Un libro este, que como ya sucediera con otros no muy lejanos en el tiempo, como “El Mapa y el Territorio” de Houllebecq o  “Intemperie” de Jesús Carrasco,  desdicen a aquellos que opinan que hoy la gran literatura ya no existe. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

GENERACIONES

Hace ya unos meses presentó Luis García Montero su última novela titulada “Alguien dice tu nombre” en nuestra ciudad. Y tanto la presentadora, Mamen Ramírez (magnífica su intervención), como después el propio poeta-novelista insistieron en las mismas claves e intención de la novela: un retrato de la España de la década de los años 60, en el que García Montero ha querido analizar y explicarse aquella sociedad que no lograba desembarazarse de la dictadura de Franco, pero que se enfrentaba a un futuro no muy lejano con ilusión y  expectativas renovadas porque algo estaba ya cambiando. Una época, los 60, marcada por la venta a plazos, los primeros televisores, los primeros coches pequeños pero familiares, acontecimientos todos estos que a muchos, incluido García Montero, nos cogió con una edad en la que no podíamos darnos cuenta de lo que ellos suponían, pero que veíamos en nuestros padres y en nuestras propias casas. De ahí que García Montero destacase en su intervención la figura paterna y la educación y respeto que las familias intentaban inculcar a sus hijos. Y con el correr de los años, y el paso de la infancia a la adolescencia, de la que también habló el escritor, las aficiones comunes, y sobre todo las inquietudes, las culturales, las sociales pero también las políticas, que se reflejan de forma tan trascendente en la novela. Todo el público que llenaba por completo el hermoso patio donde se celebraba la presentación se veía reflejado en las palabras de García Montero, porque a casi todos nos cogió por aquellos grises años de los 60 entre la infancia y la adolescencia y porque en la década siguiente vivimos con la intensidad que esa edad requiere aquellas inquietudes culturales y políticas. Las palabras de García Montero no hicieron más que recordarnos algo ya vivido. ¿Y la juventud de ahora? ¿qué hemos hecho mal cuando ni se acercan a escuchar a García Montero? José López Romero.