sábado, 31 de mayo de 2014

PANEM ET CIRCENSES

Escondían algo. Resultó ser un libro, como observé poco después cuando el que supuse propietario lo  extraía de la arena de la playa, tras un  tira y afloja con sus amigos. Finalmente y  entre chanzas, concedieron desvelarle el escondite mientras corrían hacia la orilla, sin dejar de lanzarle burlas. El joven  lector se marchaba poco después de la playa, entre las protestas de sus compañeros, y me quedé con las ganas de saber el título de aquel libro que ahora descansaba lleno de arena en el fondo de una bolsa de playa… Sesenta años después de “Farenheit 451”, aquella  historia de ficción creada por  Ray Brardbury sobre la persecución a los lectores y a la lectura, y la consiguiente quema de libros por un cuerpo especial de bomberos - que había cambiado las mangueras de agua por los  lanzallamas- , todo parece hacerse más real. La realidad de hoy, ciertamente distinta y más compleja que la que imaginó Bradbury, va conduciendo en cambio hacia el mismo destino: la invisibilidad de la lectura, la de identificar a todo lector poco menos que  como un “bicho raro”, y por tanto poco de fiar. Al menos a todo lector que tenga un libro en papel entre sus manos, quizás uno electrónico amortigüe el recelo…durante un tiempo. Paradójicamente el año se llena de días dedicados al libro, lo que tirando de ese oráculo moderno cual es el refranero, podríamos etiquetar con aquel que reza  “Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”. Y mientras, entre tanto San Jordi, Día Internacional del libro, de la Lectura, etc. - donde parece haber una amnistía temporal para los lectores-, los presupuestos de las administraciones menguan sus partidas para la compra de libros a las bibliotecas públicas (en Andalucía ese presupuesto ha quedado reducido a cero), al mismo tiempo que las Fiestas se convierten en la panacea a la que aferrarse por parte de esta sociedad confundida. Nada nuevo. Pero qué vamos a esperar si ya los romanos gritaban “panem et circenses” hace dos mil años. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO.

CLÁSICOS

-“Tenemos que llevarlos al médico” –le decía su mujer, mientras veían cómo sus hijos dormían plácidamente, ajenos a la inquietud de sus padres. A la madre ya le asomaban dos lágrimas como tronchos de lechuga (José Ángel dixit). –“Pero ¿a qué médico?” –le respondía su marido que no daba crédito a la escena que estaba viviendo o tal vez soñando, porque aquello más tenía de pesadilla que de realidad. Eran las tres y cuarto de la madrugada y su mujer lo había despertado con una pregunta sacada de lo más profundo de algún desequilibrio mental de origen quizá genético (algo había ya detectado en su suegra): -“Oye, Manuel, ¿tú sabes si los niños han leído El Lazarillo?” Velando embobados ahora su sueño, otras preocupaciones asaltaban a la mujer: ¿y El Quijote? ¿y la Eneida o la Odisea? ¿y el Poema de mío Cid? Cuanto más pensaba aquella frustrada madre, más tronchos de lechuga corrían por sus mejillas, mientras el padre, ya insomne, repasaba con la vista las estanterías de las habitaciones de sus hijos que estaban atestadas de libros infantiles y juveniles propios de su edad. Cuando volvieron a la cama, la conclusión de aquella mujer era toda una declaración de intenciones y como tal la entendió el marido, es decir, como una amenaza en toda regla: “¡mañana mismo empiezan con los clásicos!”. En cierta ocasión cité una frase de Rosa Montero, creo recordar, que venía a decir que los clásicos no son un punto de partida, sino una meta; y sin que sirva de precedente, estoy totalmente de acuerdo con esta opinión. En un mundo en que la lectura es una actividad en desprestigio y lamentable decadencia entre la clase estudiantil, sea de secundaria y hasta universitaria, que además tiene que hacerse un hueco a codazos entre el uso y, sobre todo, el abuso de las nuevas tecnologías, que algunos escolares lleguen a adquirir el hábito lector debe entenderse como todo un éxito que sin duda corresponde a sus profesores pero, sobre todo, a sus padres, porque con su ejemplo o su insistencia han logrado que sus hijos no solo no rechacen los libros, sino que se entretengan y disfruten con ellos. Pero en este largo y tortuoso camino, lleno de obstáculos, hay que ser muy cuidadosos con los lugares donde ponemos el pie y cuánto podemos forzar la marcha. Sin ser santo de nuestra devoción, no se le puede negar el mérito a la literatura juvenil, porque en sus variados géneros pueden encontrar los escolares el libro que los enganche definitivamente a la lectura, y a través de ésta seguro que terminarán tarde o temprano por llegar a los clásicos, como un libro lleva a otro hasta llegar a esa meta de la que nos hablaba Rosa Montero. Y a veces por forzar demasiado, por querer que lean lo que todavía no está al alcance ni de sus gustos, ni de sus inquietudes y menos aún de su conocimiento para llegar a disfrutarlos como se merecen, terminamos por convertirlos en desertores de la lectura. Cinco y media de la mañana. –“Manuel, ¿por cuál te parece que empecemos?”. –“Por La isla del tesoro. Todo un clásico.” José López Romero.

sábado, 24 de mayo de 2014

RENEGAR

Aunque hay cientos de novelas mejores o, al menos, más entretenidas, Aire de Dylan, de Vila-Matas, no deja de tener sus aspectos de interés, en concreto y para lo que aquí nos interesa ese “Archivo General del Fracaso” que está formando el protagonista, Vilnius Lancastre. Aprovechando una estancia en Los Ángeles, a Vilnius se le ocurre, para ir engrosando el cuanto menos curioso archivo, poner un anuncio en la prensa local (Los Ángeles Times) con el ofrecimiento de entrevistar a los cineastas de Hollywood que quisieran confesar las películas o fragmentos de ellas que desearían suprimir. Y ya se relamía el ingenuo Vilnius con las confesiones de Francis Ford Coppola, quien seguramente solo salvaría las dos primeras partes de El padrino, o con las de Martin Scorsese renegando de todas sus películas, a excepción de No Direction Home, excepción en la que hay que observar el interés de Vilnius por salvaguardar la imagen de Bob Dylan por su parecido con el famoso cantante. Y así pasaría por sus entrevistas-confesiones lo más granado del cine americano abjurando de todo. Sin embargo, la decepción es mayúscula cuando nadie responde al anuncio. Y es curioso que en muchas entrevistas a personajes famosos estas mismas preguntas aparezcan con frecuencia: ¿qué suprimiría usted de su labor profesional? ¿de qué está usted más arrepentido de haber hecho? Preguntas que recuerdo se les suele hacer a actores y actrices que tienen un “oscuro” pasado en el llamado “cine de caspa” nacional; y sin embargo, pocas veces o casi nunca se las he visto formular a escritores, será porque, como los directores de cine de Hollywood, no se arrepienten de nada de lo escrito o, seguramente, no quieran confesar sus páginas u obras más infames. Y si famoso fue el caso de Juan Ramón Jiménez persiguiendo obsesivamente los ejemplares de Ninfeas y Almas de violeta, sus dos primeros libros juveniles, no conocemos otro caso igual. ¿Y sus mejores obras? De ellas ya se encargan sus propios autores de publicitarlas. José López Romero.

LA BIOGRAFÍA INCONCLUSA

En 1995 publiqué una biografía de Manuel Esteve, bibliotecario y arqueólogo municipal. Se cumplía por entonces los veinte años de su fallecimiento. El libro sobre Esteve me trajo alegrías y sinsabores, pues si por una parte descubría la vida de un personaje que había sido clave para entender la vida cultural de la ciudad; por otro lado, la modesta edición y el no poder profundizar - por las propias características de la colección  meramente divulgativa- en un periodo clave en la biografía de Esteve como fueron los años cuarenta, dejaron lo que pudo ser un ambicioso proyecto  en poco más que  un estudio interesante. Desde entonces me quedé con  ese regusto de volver sobre el biografiado y ahondar sobre las peripecias de este personaje, en unos años tan convulsos para el país. Pero sobre todo me interesaba entender porqué  si cuando se inicia la postguerra nos encontramos a un Manuel Esteve, que pese a sus éxitos arqueológicos, es sobre todo conocido como el bibliotecario municipal,  una vez terminada esa década de hierro, se transforma en el  arqueólogo y sus iniciativas en torno al libro brillan por su ausencia en contraste con otras de las que fue abanderado y, todo hay que decirlo, menos comprometidas políticamente. Del periodo que abarcaría de 1931 a 1936, la arqueología apenas es para nuestro personaje una labor secundaria, aunque presta atención y tiempo a reorganizar la colección desordenada de objetos, parte de ellos depositados bajo las arcadas del edificio bibliotecario, y tramita con particulares la cesión o donación de piezas, aunque la idea de Museo Arqueológico en ese momento sea más una utopía. Pero mientras Esteve da sus primeros pasos profesionales en la Biblioteca, la conflictividad social va en aumento hasta llegar 1936. Entonces, en la  Hoyanca de San Telmo,  se levantó una gran pira con los libros procedentes de las asociaciones disueltas por las autoridades golpistas. Salvo los  libros que se consideraron educativos, el resto del material bibliográfico requisado los meses anteriores fueron pasto de las llamas. Era otro capítulo de la guerra cultural que solapadamente se había venido produciendo desde  incluso antes del estallido de la guerra civil. La casi inmediata creación de un batallón miliciano para el control de bibliotecas privadas, a la vez que las purgas de amigos y conocidos en el Ayuntamiento o los centros educativos y culturales como el maestro Teófilo Azabal, su compañero en el Instituto provincial Roma Rubí o el pintor Miciano, sin duda tuvieron en la práctica una visible influencia en la manera de conducirse el bibliotecario municipal a partir de ese momento, abriendo un periodo de sombras y dejando hasta hoy una biografía inconclusa.  RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

sábado, 10 de mayo de 2014

EN MOTO

La reciente motorada, que hizo a muchos desempolvar las viejas máquinas escondidas en los trasteros y garajes para que pisaran el asfalto al menos una vez al año, a mí me impulsó a encaramarme por las estanterías de casa buscando algunos libros, que a lo largo de los años adquirí empujado por mi afición a la literatura viajera, y donde la moto disputaba protagonismo a su dueño. Estos viajes motorizados quizás no hayan desplazado del  imaginario popular a esos exploradores y aventureros a lomos de caballos o camellos como el mítico Thesiger que recorrió el Territorio vacío (desierto de Arabia), o aquellos que a bordo de carruajes destartalados atravesaban continentes a través de caminos infames. Sin embargo, unos pocos aventureros a bordo de sus motos lograron culminar viajes increíbles y lo que es mejor, y al fin al cabo nos interesa a los lectores, dejaron también para la posteridad unos relatos lo suficientemente intensos, como para que hayan quedado para la posteridad. Dos de estos hitos nos pueden servir como ejemplos de otros muchos viajes merecedores de una nueva mirada. El primero, y quizás uno de los más memorables, viene recogido en el libro Los viajes de Júpiter de Ted Simon, tal vez el mejor libro de viajes en moto jamás escrito y que nos devela la odisea  de recorrer el mundo en una  Triumph Tiger 500 entre 1973 y 1977. Publicada en 1979 su versión inglesa,   la primera edición castellana llegaría treinta años más tarde (Interfolio, 2009). El libro de Simon fue inspirador de una multitud de viajes motorizados, e hizo famosas –como a la Triumph “Júpiter”- a otras máquinas bautizadas con mayor o menor fortuna. Otro viaje memorable, aunque desde otra perspectiva, fue el de las dos BMW que llevaron a Ewan Mc Gregor y Charley Boorman por tres continentes en 2004. Viaje que algunos equivocadamente creen heredero del espíritu que impulsó el de Simon, y que si bien nos dejó como secuela una excepcional serie documental -The Long Way Round-  no podemos decir lo mismo de los libros que se editaron aprovechando el impacto de la mencionada serie. Ramón Clavijo Provencio



MEMORIA

Los recuerdos que más indeleblemente se graban en nuestra memoria, y que esta conserva de forma más nítida, son sin duda los vividos en aquellos años que van de la infancia a la adolescencia y de esta a la juventud; es decir, esa etapa en la que vamos cambiando la inocencia del niño por las inquietudes de la pubertad, en las que tanto tienen que ver las hormonas en plena ebullición. Y con estos recuerdos, indisolubles también corren los de nuestros maestros y profesores y, con ellos, los libros que nos hicieron tanto sufrir o divertirnos tanto. Entre mis recuerdos de niño o púber goza de un puesto de privilegio aquella Enciclopedia Álvarez, hasta el punto de que cuando hace unos años se publicó una reedición, seguramente para nostálgicos, no dudé en adquirir un ejemplar. En el interior del original, es decir, de aquel ejemplar de la Enciclopedia que manejé de niño, mi señorita había puesto mi nombre con una L de López, que reconozco en la que yo ahora hago. Y con la famosa “Álvarez”, los cuadernos Rubio de cuentas y de caligrafía, y un poco más mayorcitos los no menos célebres y torturadores Miranda Podadera. Y así como hice con la Enciclopedia Álvarez, en cuanto se volvieron a editar, adquirí el de ortografía y el de redacción que precisamente me acompañan, junto con el ejemplar de la Enciclopedia, cuando esto escribo. Aún recuerdo los dictados del demonio de aquel Miranda Podadera, que con el afán de practicar unas determinadas grafías eran ininteligibles o, al menos eso nos parecían en aquellos sin duda maravillosos años. Hoy, la historia se escribe de muy distinta manera. Y no porque las nuevas tecnologías, los manuales digitales estén desbancando o estén en serio proceso de sustitución del libro en papel; porque esto no deja de ser un asunto de formatos. No me refiero a eso. El problema, el más grave, está en que historia se escriba sin h-, o desbancando con –v- porque ni siquiera se sabe su significado. Llevamos años, demasiados, en los que en las escuelas se ha desatendido la ortografía, y ahora nos damos cuenta de que una falta de ortografía más que un error lingüístico es una falta de urbanidad y respeto hacia nuestro lector; y llevamos los mismos demasiados años desatendiendo la redacción y, así, es imposible que nuestros escolares puedan superar una mínima prueba, la más básica, de cualquier materia. Hace unas semanas volvía a la actualidad el fracaso de nuestros estudiantes y se echaban las culpas sobre todo a una metodología obsoleta, anticuada basada fundamentalmente en lo memorístico. No le falta razón al informe. Porque si a las aulas volviesen la  Enciclopedia Álvarez con esa combinación perfecta de nociones o conocimientos básicos, ejercicios prácticos, lecturas y ejercicios de comprensión, pero también su parte memorística, y los Miranda Podadera con sus endemoniados dictados y su curso de redacción, no me cabe ninguna duda de que otros serían los resultados de nuestros escolares y otra la historia, o quizá la misma que yo viví y ahora disfruto con su recuerdo. José López Romero.