viernes, 7 de marzo de 2014

EL VAGABUNDO

Ha llegado puntual. Llevo algunos días observando su aspecto desaliñado con la bolsa colgada del hombro. Busca asiento en una mesa al fondo de la rectangular sala, cerca de una ventana. Siempre la misma mesa  que  sólo ocupará él, pues el resto de lectores y usuarios de la biblioteca parecen respetar – o seguramente temer- ese territorio que el circunstancial visitante ha decidido ocupar desde unas jornadas atrás. No es la primera vez que un vagabundo recala en la Biblioteca. Últimamente incluso es algo más habitual; por ello, mientras no molesten –y no lo suelen hacer-, todos prefieren dejarlos en esa soledad que arrastran, que traen consigo y que les acompaña incluso cuando la sala  está atestada de gente variopinta. Estos vagabundos suelen coger algunos libros de las estanterías, pero sólo es un gesto de protección, de defensa. Intentan impedir con ello  que el encargado que otea el panorama desde su mostrador, les diga algo. Fingen leer esos libros, pero sólo buscan el calor de la sala,  y  el  cercano aseo al que, una vez han comprobado que el puesto de lectura escogido ya no se lo arrebatan, se dirigirán intentando dar a su porte cierta dignidad, conscientes de que docenas de miradas furtivas los irán siguiendo en el corto trayecto. Luego, algo más presentables, volverán a la farsa de la lectura hasta que llegue la hora de la salida. Pero este nuevo vagabundo, aunque parece marcado por las mismas señales que los demás, esas huellas del fracaso, que quizás tuviera su origen en la mala suerte o en  una casi intrascendente decisión  que luego se mostró más decisiva de lo esperado  hasta lanzarlo a la soledad de los caminos,  es diferente. Tardé en darme cuenta de que pese a mantener las mismas rutinas de los demás, el “nuevo” no se acercaba titubeante a la estantería más cercana a su mesa, y cogía cualquier libro al azar para defender ese territorio de calor y compañía diario, hasta que las manecillas del reloj señalaran la hora de salida. Este permanecía ajeno a las estanterías atestadas de libros, a las miradas furtivas, a la intimidatoria vigilancia del bibliotecario desde su mostrador lejano, Este, el “nuevo”, sacaba una estropeada libreta de anillas y una vez extraía de esas anillas el pequeño lápiz allí guardado, parecía evadirse para escribir. Alguna vez miraba, nos miraba a los allí presentes, y una vez, la última vez que lo vi, tras la grieta de su sonrisa presentí más historias que todas las contenidas en los libros que descansaban en la Biblioteca. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

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