sábado, 25 de enero de 2014

INGLESES

Francisco Rico (palabra de Dios) comenta al inicio de su trabajo “Tiempos del Quijote” (dentro del tomo del mismo título publicado en la editorial Acantilado y reseñado bajo estas líneas) la escasa repercusión que tuvo en el pensamiento literario español del XVII la novela cervantina, en contraste a la presencia entre los intelectuales de Francia y, sobre todo, de Inglaterra, huella e influencia que se dejan ver especialmente en las novelas de Fielding y en el “Tristran Shandy” de Laurence Sterne. Y fruto de ese interés por Cervantes fue la edición que Lord John, barón de Carteret, sufragó, y que Rico describe como “el más solvente y suntuoso “Quijote” que hasta entonces se había visto, en cuatro soberbios tomos impecablemente impresos en Londres por J. y R. Tonson, con pie de 1738”. Esta referencia que me he permitido coger prestada del maestro Rico es una las muchas, infinitas, que podemos aducir de ese permanente interés y sobre todo admiración que los dos países, Inglaterra y España, han mantenido por sus respectivas culturas. De la misma manera que con Cervantes, podríamos rastrear la inmensa influencia de Shakespeare en la literatura española y, en general, del mundo anglosajón. Admiración y respeto, influencia y convivencia que traspasan los amplios límites de la cultura para dejarse notar en todos los ámbitos de la vida, y en esto nuestra ciudad y nuestros vinos son un buen ejemplo de lo que decimos. Por eso, no podemos por menos que lamentarnos de los bochornosos comentarios que algunos diputados ingleses nos dedicaron hace unas semanas sobre el asunto de Gibraltar. Diputados a los que, por cierto,  se les notaba en las venillas de sus caras su más que afición al sherry. Comentarios despectivos que no hacen más que defender y amparar las trapacerías, engaños y abusos de Picardo, un rufián con pinta de aquel “miles gloriosus” de Plauto, que hace honor a su apellido procedente seguramente de la Picardía. José López Romero.


FRASCUELO

De los valientes siempre se ha dicho eso de que tienen más valor (o lo que sea), que un torero. Salvador Sánchez, “Frascuelo” (en la ilustración), lo tenía, pero no lo abandonaba cuando se quitaba el traje de luces a tenor de la sorprendente historia con la que me topé, cuando repasaba colecciones de prensa decimonónica en la Biblioteca Municipal.  Así descubrí  que en la noche del 26 de octubre de 1874, el diestro esperó al director de la revista “El Toreo” a las puertas del madrileño Café Imperial, siendo el periodista, siempre según el semanario, “objeto de la agresión más alevosa, indigna, vil e infame”. Frascuelo, acompañado por una decena de hombres, “y sacando un estoque… trató de asesinar villana y traidoramente a nuestro director…”, aunque el ataque no se consumó por la intervención de algunos paseantes “que evitaron que se consumase el asesinato”. Según el cronista, el enfado del matador de Churriana se debía a haber adjudicado a Frascuelo el dudoso honor de ser “el que ha pinchado más veces malamente a los toros y ha dado menos estocadas de lucimiento”, dedicándole calificativos como infame, vil y cobarde, y haciendo un llamamiento a las autoridades para que controlen a estos “asesinos desalmados y sin conciencia”. El día 28 el diestro se explica en otro medio, “La Correspondencia de España”, alegando que “El Toreo” le culpó a él, como director de lidia, “de que sacasen la media luna para el toro que en la corrida del 18 no llegó a matar mi compañero Valdemoro”. Rastreando en esa crónica, cierto es que al tal Cabrero le dieron estocadas hasta en el cielo de la boca: “… una estocada baja, atravesada y delantera…, pinchazo de barrena sin soltar el puño…, alfilerazo delantero barrenando…, pinchazo en el cogote con el mayor dolor, otro pinchazo en el testuz, orden de la presidencia, mansos salieron, otro pinchazo, y aparecieron cabestros con doble paseo de enganche…”. Sin embargo el plumilla no se ceba con Valdemoro, “pues culpa fue de toda su cuadrilla y principalmente del director de plaza, pues entre todos consiguieron huir al toro… y entre todos los estropearon”. Salvador Sánchez, que para Sánchez de Neira (1879) era “un muchacho atolondrado que todo lo quería hacer y que nada sabía” y que para José María de Cossío (1943) tenía un “carácter ostentador, ruidoso y un tanto fanfarrón”, no se lo pensó dos veces y  fue en busca del director de tamaño agravio para ajustarle las cuentas. Sin embargo, es difícil saber qué fue exactamente lo que pasó, pues el último de los taurómacos citados, aunque admite alguna bofetada, en lo del estoque añade “… si hemos de creer la información del periódico interesado”.  Yo por mi parte lo dejo aquí. NATALIO BENITEZ RAGEL