sábado, 22 de junio de 2013

EL ESCRIBIENTE

A trompicones logró terminar el bachillerato. Cuatro años para los tres del BUP y dos para aquel COU del que se le habían atragantado las Matemáticas y la Filosofía. Al muchacho no le faltaba capacidad, lo malo es que era vago y poco constante en el escaso esfuerzo que hacía por superarse y superar las materias. Perdió un último año en primero de Empresariales, y cuando se dio cuenta de que los estudios no eran para él se fue a la mili y, ya con sus 23 años cumplidos, alcanzó un puesto, tan gris como él, en una caja de ahorros, cuando estas entidades eran familiares y locales, no los monstruos deficitarios en que se han convertido. Y después de trampear por distintas sucursales en trabajos de administración y escasa responsabilidad, logró lo que durante tanto tiempo había soñado porque se identificaba con sus máximas aspiraciones en la vida: un despachito al fondo de la oficina, lejos de las miradas de clientes y las impertinentes del jefe, que pudieran interrumpir o perturbar la actividad a la que se dedicó con toda la voluntad que le faltaba para el trabajo: la lectura. Leía con la devoción del cartujo, con el rigor del especialista y con tal voracidad que en varias ocasiones le dieron el premio al mejor lector de la biblioteca pública, a cuyo servicio de préstamos acudía casi a diario, en el tiempo del desayuno para no levantar más sospechas. No había género que se le resistiese, ni escritor o escritora que no quisiera leer, ni época a la que le hiciera ascos. Como tampoco se lo hacía a los créditos blandos, a bajo interés, que la caja ponía a disposición de sus “trabajadores”, con los que consiguió comprarse su apartamento en la playa, al que se retiraba en las vacaciones para seguir leyendo. A los treinta y pocos cayó en sus manos “Bartleby, el escribiente”, la célebre novela de Herman Melville y tomó a su protagonista como ejemplo de vida profesional. Y cuando se le acercaba el jefe para encargarle algún trabajo, lo miraba con los ojos encendidos por las últimas páginas que acababa de leer, y le espetaba el “preferiría no hacerlo” que había aprendido de su modelo. Hace unas semanas, al cumplir justo una década antes de llegar al climatérico lustro de su vida  (leía a Góngora con avidez), había aceptado y firmado su jubilación anticipada. Con 53 años no otra ilusión lo alentaba que seguir siendo por toda la larga vida que tenía por delante un lector empedernido, libre y ajeno ya a la mirada inquisidora y molesta del jefe de turno. Lo que en definitiva había aspirado a ser y había logrado. Y a los pobres que nos queda por delante otro largo tirón de nuestra ya más que dilatada vida profesional para intentar cobrar una más que improbable pensión, no solo tenemos que pagarle a este lector su dorada prejubilación, sino también el agujero financiero que nos han dejado a todos los españoles las dichosas cajas de ahorros. Yo para esto me acojo al lema de Bartleby que tan buenos resultados laborales le dio a nuestro protagonista: “preferiría no hacerlo”. José López Romero.


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