sábado, 19 de enero de 2013

DIPLOMACIA


D. Diego Hurtado de Mendoza
“Ahora un político manda más que un diplomático”, leo en una entrevista que le hacen a Inocencio Arias, uno de esos diplomáticos históricos del siempre elitista cuerpo de funcionarios al servicio del Estado, y cuya dilatada experiencia le hacen merecedor de toda nuestra credibilidad. Y de inmediato se me vino a la cabeza uno de los famosos chistes de Chiquito de la Calzada (perdone el lector la cita de autoridad), aquél del concejal de Cuenca. ¿Manda más un  concejal de Cuenca (con todos mis respetos) que el embajador de España en la O.N.U., por ejemplo, cargo que desempeñó I. Arias durante varios años? Seguramente sí, porque en sus respectivas parcelas de poder, el político es amo y señor, apenas debe rendir cuentas a nadie de los desmanes que perpetra (cada día nos desayunamos con nuevos casos de corrupción), mientras que el diplomático sí tiene que responder ante el ministro de asuntos exteriores de su trabajo. Pero no cabe duda de que muy lejos quedan ya aquellos tiempos en que los reyes nombraban a sus mejores hombres, los más cultos y valiosos para desempeñar las labores, refinadas y siempre intrigantes, de embajador ante las cortes extranjeras. Sin Andrea Navagero (es un tópico de la historiografía literaria) no se hubieran introducido en la lírica castellana las estrofas y los metros italianos, entre ellos el soneto y el endecasílabo, sin los cuales la historia de nuestra lírica sería muy distinta. La famosa conversación en Granada que mantuvo con el gran poeta barcelonés Juan Boscán se considera el inicio de aquella revolución en la poesía española, cuando había acudido Navagero en calidad de embajador de Venecia ante la corte de Carlos V cuando éste celebraba sus bodas en la ciudad andaluza con Isabel de Portugal. Y no menos brillante fue la labor que desempeñó don Diego Hurtado de Mendoza ante las cortes europeas (un excelente retrato de este noble nos lo ofrece Antonio Prieto en su novela titulada precisamente ‘El embajador’); hombre de confianza del emperador, exquisito poeta, ingenioso prosista (a él se le atribuye con consistencia la autoría del ‘Lazarillo’), se recorrió toda Europa al servicio de Carlos V, sin importarle para ello la intriga y todas las artes de que pudiera valerse para proteger los intereses de España. Sin duda, la diplomacia en aquellos tiempos era una de las más bellas artes. Pero desde hace ya unos siglos los cargos diplomáticos se utilizan para castigar o para premiar, pero no para servir. Al siniestro Fouché, como nos cuenta Stefan Zweig en su magnífica biografía, lo castigaron con la embajada francesa en Sajonia en el ocaso de su infame vida. Sin embargo, grandes escritores han simultaneado su carrera diplomática con la literatura, Carlos Fuentes es en este sentido un ejemplo tan actual como modélico. Pero ahora las plazas más apetitosas las ocupan antiguos ministros en pago por sus servicios ¿al país? ¡Por favor! La pregunta ofende. Al país no, al partido. José López Romero.

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