De todos los asuntos que directamente tienen que ver con
la lectura y los lectores, confieso que el
de las manías de estos últimos, es el que me resulta más desconocido.
Pero ahora, quizás porque he empezado a observar con preocupación cómo yo mismo
voy adquiriendo unos extraños tics lectores, es cuando esta trastienda de la
lectura comienza a captar mi atención. Vagamente había leído o me habían
contado historias relativas a destacados personajes, en los que el hecho de
leer se convertía en una especie de rito extraño y cargado de simbolismo.
¿Quién no ha escuchado alguna vez que Hemingway en los últimos años de su vida
en Cuba, no podía leer o escribir si no tenía a mano sus amuletos de la suerte:
una castaña de Indias y una pata de conejo? O que Paul Valery tenía la
costumbre de leer entre las cuatro y las siete de la mañana, pues consideraba
esa fracción de tiempo “la más pura y profunda”. Pues bien, últimamente me está
obsesionando el olor de los libros,
sobre todo de aquellos que van envejeciendo en los estantes y cuyo papel se va
tornando quebradizo y amarillento... Conozco a grandes “snifadores” de libros
antiguos, atrapados y cautivados por el
olor de los mismos. En cambio a mí me va sucediendo el efecto contrario. Los
libros siempre se han ido acumulando en mi biblioteca por el interés y emociones que me provocaron,
pero me temo que desde hace algún tiempo esto cuente poco y empiezo a
considerar la posibilidad de ir desprendiéndome de aquellos libros que torturan
mi olfato, y que al fin y al cabo me
impiden volver a releer las historias prendidas en sus páginas. Ya ha habido más
de una ocasión que al guiarme hasta los estantes el olor, fruto de la degradación de la celulosa, (no
en cambio cuando me llega el aroma de
la lignina con su sutil olor a vainilla), y he localizado ese libro ya casi olvidado que
lo emitía, he sentido el impulso de desprenderme de él, aunque siempre al
final han llegado a su rescate los
recuerdos atesorados entres sus tapas o los buenos momentos vividos con su
lectura…hasta el momento. RAMÓN CLAVIJO
PROVENCIO
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