sábado, 10 de marzo de 2012

LA BROMA

Desde el mismo momento en que le entregaron aquel paquete conteniendo el libro, debió de sospechar, pero salvo la extrañeza por lo inesperado del presente no le dio más importancia. Había signos que le debían haber puesto en guardia. Y es que ¿a cuento de qué venía un  regalo anónimo? ¡Un libro!  Él que no era precisamente un ejemplo de lector. Era evidente que ignoraba que los libros se compran o prestan. Se roban e incluso se regalan, pero nunca de forma anónima.  Luego estaba lo de entrar en  la librería que había camino de su trabajo. Precisamente un lugar en el que voluntariamente nunca se hubiera aventurado.  Tenía la costumbre de pararse unos minutos y mirar el escaparate, pero más que por interesarle verdaderamente los libros allí expuestos, por hacer algo de tiempo antes de entrar en el edificio cercano donde trabajaba. Es más, si aquel negocio hubiera sido una zapatería o un bazar chino, lo mismo le hubiera dado. Fue un poco violento que el librero, gremio por el que no tenía mucho aprecio, lo llamara para pasarle aquel paquete con la leyenda manuscrita en grandes caracteres de “para el paseante que todas las mañanas se detiene ante el escaparate”.  Pero quizás de todos los signos que lo debían haber inquietado, el  más extraño, fue el libro en sí.  De pequeño formato,  encuadernado en piel ya oscurecida por el paso de los años. Porque, a todo esto, era un libro al parecer bastante antiguo. De papel verjurado, de muy buena calidad, según le comentó el librero, conocedor del mercado del libro antiguo (aunque él como profano en la materia, todo lo hubiera dado por bueno). Poco más le pudo decir, salvo corroborar que el libro en cuestión debía ser una rareza de indudable valor sobre la que le prometió indagar más adelante. Aquello debía valer un “pastón”.   A partir de aquel momento todo cambió.  Al principio de manera imperceptible incluso para él, pero pasado un par de meses  nadie hubiera reconocido al otrora despreocupado y superficial  personaje, amante de las apariencias, siempre vestido de “punto en blanco” y como buen hipocondríaco habitual de siempre tediosos ciclos de medicina (única mancha cultural en su expediente), con aquella taciturna sombra, ahora abnegado aprendiz de navegante por   tratados bibliográficos en los que esperaba encontrar el porqué de aquel misterioso regalo y, por supuesto, su valor monetario. Algún tiempo después, el librero volvió a llamarlo cuando pasaba  ante  su local. Le habían dejado otro paquete. En esta ocasión la leyenda manuscrita rezaba: “Para el imbécil que todas las mañanas se detiene ante el escaparate”.   Salió con rapidez, ajeno al insultante calificativo, sólo ansioso por descubrir el nuevo regalo, por lo que no advirtió la sardónica sonrisa del librero … RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO 

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