domingo, 25 de marzo de 2012

NEGRO SOBRE OSCURO

Terraza de un bar. Temperatura poco agradable para tertulias. Son las 10’30 de la noche y, sin embargo, en una mesa un grupo de literatos aguanta a la intemperie, toma el fresco y lo que le echen; entre ellos destaca un viejo profesor con estudiada pose bohemia (por aquello del “torpe aliño indumentario” del maestro), presuntuoso y gorrón. En la barra, negociando la cuarta de oloroso, un pobre diablo maldice su negra suerte por no haber llegado a tiempo a los aperitivos con que aquella noche agasajaba el local a la parroquia. Cena en blanco y ¡cómo están los tiempos…! Con mirada torva y de soslayo el curdela observa a la mesa del Parnaso, los conoce bien, son estómagos agradecidos que se lanzan como cuervos a las primicias de las bandejas que seguro, se imagina hambriento, habrán desfilado con prodigalidad. La tertulia de las insignes plumas gira en torno a los premios literarios, de los que el viejo profesor si no es del todo afecto, tampoco reniega, “al fin y al cabo –pontifica con avaricia de Fagín- si la dotación económica es buena, no haremos ascos. Tengo algún conocido en el jurado…”, y llama al camarero por si todavía pudiera gorronear alguna sobra, mientras se escarba los molares con un palillo, entre reflexivo e indolente; siempre que se aplica a esta labor higiénica pero grosera se le viene a las mientes algún perdido entre su memoria fragmento de la picaresca. ¡Ay, cuando él leía! Lleva ya un tiempo que sólo se lee a sí mismo. “Negra. –atrona la voz del pobre diablo arrastrada por el fragor de las copas. La Pléyade queda en silencio y expectante. El viejo profesor, altivo el rostro, muestra su desdén- No hay más que un género en la literatura: el negro, como ya demostró Umberto Eco con “El nombre de la rosa”: historia, crímenes e investigación; o, como diría Pérez Reverte, planteamiento, nudo y desenlace”. Negra la literatura, como el alma, como los falsos premios, como el agujero de vanidad de los tenores huecos… por aquello del maestro. José López Romero.

EN TORNO A JEREZ Y EL "12"

El pasado día 19 tenía lugar en Cádiz los actos centrales con motivo de la conmemoración del 200 aniversario de la Constitución de 1812, la ya famosa “Pepa”. Hasta llegar a ese momento que les menciono, un rosario de actos han ido teniendo lugar a lo largo de los años precedentes, y otro no menos numerosos aún  queda por llegar hasta la finalización de este año. Con estos ecos de la mencionada efemérides histórica progresivamente “in crescendo” , no es de extrañar que hayan sido muchos los curiosos  que han mostrado interés  por saber algo más del asunto, pero sobre todo escudriñar  en la historiografía local  para saber qué acontecía, en aquellos días del cerco francés a Cádiz, en nuestra ciudad. Y realmente me imagino la cara de sorpresa de muchos de estos curiosos, al ir repasando los pocos pero interesantes trabajos sobre el particular, e ir descubriendo a medida que iban leyendo, desde el protagonismo de jerezanos relevantes como Joaquín María de Sotelo o el marqués de Villapanés a  sucesos notables como el hecho de convertirse Jerez en cabeza de una prefectura, entre 1810 y 1812, periodo de la ocupación francesa de la ciudad. La bibliografía sobre estos acontecimientos es escasa, pero no por ello menos relevante, e incluso al rebufo del aniversario han ido apareciendo nuevos trabajos de investigación que van aportando más luz sobre estos años. Pero quizás el libro indispensable para saber algo más sobre el “Jerez del 12”, sea el publicado en 1991 por la profesora de la Universidad de Sevilla Carmen Muñoz de Bustillo “Bayona en Andalucía: el estado bonapartista en la prefectura de Jerez “.  Tuve el privilegio de seguir el periodo de investigación previo a la publicación del libro, cuando Carmen revisaba con paciencia infinita legajos en el Archivo Municipal y también, la menos conocida pero no menos  extensa y valiosa colección de impresos de la época, conservados en la Biblioteca Municipal (ver “De la Ilustración a las Cortés de Cádiz: catálogo de impresos conservados en la Biblioteca Municipal de Jerez”. Jerez, 2007). Fue entonces cuando le propuse participar en las III Jornadas de Historia de Jerez, para poder adelantar algo de la investigación que llevaba por entonces en curso. Aceptó y en las Actas de las mencionadas Jornadas publicadas en 1990 podemos encontrar el texto de su brillante participación: “Organización territorial (1810/1812): la prefectura de Jerez”. Finalmente, como les decía más arriba, publicó su libro,   hoy imprescindible para introducirse en el conocimiento de la ciudad en aquellos años, y de la que han bebido toda investigación posterior sobre esta etapa cronológica en Jerez. Hoy a más de veinte años de aquellas publicaciones, sirvan esta líneas de homenaje a esta gran investigadora, que ya no está entre nosotros,   y que como tantos otros pasan más desapercibidos de lo que debieran. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

sábado, 17 de marzo de 2012

EL ÚLTIMO AÑO

Echando la vista atrás hacia mis últimas lecturas, las fructíferas y las que terminaron en fracaso, creo que el balance no ha sido insatisfactorio, y eso que el panorama no es  nada alentador, todo lo contrario…Veamos, si de todo lo que se publica en un año cualquiera hiciéramos un expurgo general, si ello fuera materialmente posible, y de esos miles de títulos apartáramos los refritos, bagatelas, historias mil veces contadas bajo mil títulos distintos, si pudiéramos, repito, hacer ese universal expurgo,  aún nos encontraríamos  otra horda de miles de títulos  que mínimamente  podrían justificar su salida al mercado, por lo que, como entenderán, es difícil seguir creyendo en la literatura. No es de extrañar que nos pueda asaltar el deseo, como al Pepe Carvalho de  Montalbán de  quemar libros, algo que lleva a la práctica a través de muchas de las novelas de las  que es protagonista. Hoy no nos podemos fiar, si alguna vez fue recomendable hacerlo, de los criterios de selección que hacen llegar los libros a nuestras manos (por cierto, criterios  inexistentes  en los portales de las editoriales virtuales). Pero pese a todo nos sigue sorprendiendo la ascensión de algunos libros , y cómo  otros cuyos autores alguna vez escribieron algo atractivo, aprovechan el flujo de su primer éxito para catapultar con esa propaganda títulos posteriores sin ningún interés. Autores de nombre reconocido, que no dudan en ir desprestigiándose haciendo valer con cada nuevo libro los ecos gloriosos del pasado.  Aún así, pese a las trampas del mercado editorial, a sus engaños resulta milagroso cómo algunos títulos de desconocidos han logrado con el boca a boca llegar al gran público o cómo notables escritores han  sido fieles  al prestigio alguna vez ganado y cada nuevo libro no sólo han sabido mantenerlo sino incrementarlo. Son estos casos singulares,   suficiente para seguir manteniendo nuestra atracción por la literatura. Este último año, libros como Los enamoramientos (Julián Marías), El mapa y el territorio (Houllebecq), Némesis  ( Roth), De un dios menor (José Mateos), Bajo el influjo del cometa (Jon Bilbao), La fiesta del oso (Merino), entre  otros, no muchos más, la verdad, nos permiten seguir teniendo esperanza. Ramón Clavijo Provencio

ASÍ QUE PASEN CIEN AÑOS

Recordaba el gran Borges en el prólogo que en su día escribió al relato “Las cartas de mamá” de Julio Cortázar, una frase o consejo que daba el filósofo Schopenhauer: para no exponernos al azar, sólo habría que leer libros que hubieran cumplido cien años. Y a más de un escritor ya entrado en bastantes años le he leído u oído que él ya se dedica a releer, porque no quiere perder el tiempo, que tiene tasado, en novedades. Ya se sabe: las afirmaciones tan categóricas siempre tienen un punto de injusticia, aunque en otras muchas ocasiones no dejan de tener su fondo de razón. Ni todo lo bueno se escribió hace al menos cien años, ni todo lo escrito de un siglo hasta la fecha no merece ni el más mínimo beneficio de la duda, algún voto de confianza y, por tanto, su lectura. Además, como la memoria es por desgracia limitada, olvidamos con la misma facilidad lo leído como lo comido, aunque, como alguien dijo, ambas cosas contribuyen por igual a sustentar el espíritu y el cuerpo; y así, como siempre tenemos necesidad de alimentarnos, de la misma manera notamos nuestro espíritu en todo momento deseoso tanto de los antiguos como de los modernos. Los primeros para consolidar lo aprendido, los segundos para abrirnos nuevas expectativas. Sin embargo y como decíamos, no le quitemos esa parte de razón que el consejo o frase de Schopenhauer sin duda contiene, y yo la ampliaría, no sólo a los libros, sino a muchas manifestaciones artísticas, aunque para algunas de éstas ni siquiera tengamos que retrotraernos un siglo. Véase, por ejemplo, el cine. El 90 por ciento (vamos a ponernos categóricos como el filósofo alemán) de las películas que se ruedan desde hace diez años no aguantan ni una mínima revisión, por mucho que se empeñen los canales de televisión en reponernos siempre los mismos bodrios. Y para qué hablar del cine español, juventud, sexo, droga son los únicos ingredientes que al parecer nuestros inteligentes guionistas y directores saben mezclar con suerte o fortuna siempre escasa, por no hablar del inefable Torrente, cuyo gesto más elegante es coger en la mano el fétido olor de sus pedos y restregársela en la cara al pobre de Paquirrín, quien necesitaría 20 años en el Actors Studio para llegar a figurante. No me extraña que con este panorama muchos busquen películas en blanco y negro. Como terminamos refugiándonos en esa literatura que nunca decepciona, la que sabemos que no sólo entretiene, sino que nos hace pensar, y hasta nos exige un esfuerzo suplementario: el de ser mejores. Ya lo decía Coleridge al definir la poesía: las mejores palabras en el mejor orden. No hay ni otro mecanismo, ni otra técnica, ni más mimbres, y eso quizá sólo lo han sabido hacer aquellos que ahora tienen sus nombres grabados en oro en la historia de la literatura o en el cine, y a ellos acudimos. Lo demás, sea antiguo o moderno, no nos sirve y es pérdida de tiempo y hasta de dinero. ¡Y para eso estamos! José López Romero.

sábado, 10 de marzo de 2012

MARCAS

“¡Qué lástima que los libros no sean de marca, porque así el regalo tendría otro caché!”, le oí sorprendido a una señora que rodeada de bolsas de todas las marcas se tomaba una copa de vino blanco en la mesa de al lado. Su interlocutora no le iba a la zaga en esto de las bolsas y las tonterías. “¡Huy, hija, con lo que algunos libros cuestan ya podrían ser de Armani o de Loewe!” Ni imaginarme puedo que los libros fueran editados por los sellos de esas empresas del diseño y de la moda, y en lugar de Anagrama o de Seix Barral, de Alianza o de Cátedra, habláramos del último Loewe, o de las novedades de Chanel o de la última novela de Versace o de Gucci. Y todo por hacer del libro un objeto de regalo más glamouroso (palabra cursi donde las haya). La obsesión por las marcas en esta sociedad de hoy no tiene límites y la ansiedad por hacerse con uno, aunque sólo sea uno, de los ya prohibitivos objetos que estas marcas comercializan, seguro que ha llevado a más de una señora o señor al límite de alguna enfermedad tan absurda como incurable. Pero los libros, a pesar del lamento de aquella señora, sí tienen marca que no es la de la editorial que lo publica y comercializa, sino del autor que lo ha escrito. Y así, si en lo tocante a libros no hablamos de un Armani, sí hablamos de un Vargas Llosa, o de un Pérez Reverte, o de un Delibes o un Javier Marías. Son las marcas y en ellas, como en las otras, ponemos toda nuestra confianza  de que el producto que compramos no nos va a defraudar, muy al contrario, se convertirá en un signo de distinción, de elegancia. Y en esa obsesión por las marcas, la lectura para algunos termina por convertirse en un acto comparable al estreno de una camisa de Tommy Hilfiger o de Saint Laurent. Para estos frívolos lo importante no es leer, sino exhibir, hacer ostentación de la lectura; y para eso, uno no puede escoger cualquier escritor, como no puede elegir cualquier corbata. No se dan cuenta de que para leer, como también para vestir, hay que tener clase, la que uno tiene, no la que te da la marca. José López Romero.

LA BROMA

Desde el mismo momento en que le entregaron aquel paquete conteniendo el libro, debió de sospechar, pero salvo la extrañeza por lo inesperado del presente no le dio más importancia. Había signos que le debían haber puesto en guardia. Y es que ¿a cuento de qué venía un  regalo anónimo? ¡Un libro!  Él que no era precisamente un ejemplo de lector. Era evidente que ignoraba que los libros se compran o prestan. Se roban e incluso se regalan, pero nunca de forma anónima.  Luego estaba lo de entrar en  la librería que había camino de su trabajo. Precisamente un lugar en el que voluntariamente nunca se hubiera aventurado.  Tenía la costumbre de pararse unos minutos y mirar el escaparate, pero más que por interesarle verdaderamente los libros allí expuestos, por hacer algo de tiempo antes de entrar en el edificio cercano donde trabajaba. Es más, si aquel negocio hubiera sido una zapatería o un bazar chino, lo mismo le hubiera dado. Fue un poco violento que el librero, gremio por el que no tenía mucho aprecio, lo llamara para pasarle aquel paquete con la leyenda manuscrita en grandes caracteres de “para el paseante que todas las mañanas se detiene ante el escaparate”.  Pero quizás de todos los signos que lo debían haber inquietado, el  más extraño, fue el libro en sí.  De pequeño formato,  encuadernado en piel ya oscurecida por el paso de los años. Porque, a todo esto, era un libro al parecer bastante antiguo. De papel verjurado, de muy buena calidad, según le comentó el librero, conocedor del mercado del libro antiguo (aunque él como profano en la materia, todo lo hubiera dado por bueno). Poco más le pudo decir, salvo corroborar que el libro en cuestión debía ser una rareza de indudable valor sobre la que le prometió indagar más adelante. Aquello debía valer un “pastón”.   A partir de aquel momento todo cambió.  Al principio de manera imperceptible incluso para él, pero pasado un par de meses  nadie hubiera reconocido al otrora despreocupado y superficial  personaje, amante de las apariencias, siempre vestido de “punto en blanco” y como buen hipocondríaco habitual de siempre tediosos ciclos de medicina (única mancha cultural en su expediente), con aquella taciturna sombra, ahora abnegado aprendiz de navegante por   tratados bibliográficos en los que esperaba encontrar el porqué de aquel misterioso regalo y, por supuesto, su valor monetario. Algún tiempo después, el librero volvió a llamarlo cuando pasaba  ante  su local. Le habían dejado otro paquete. En esta ocasión la leyenda manuscrita rezaba: “Para el imbécil que todas las mañanas se detiene ante el escaparate”.   Salió con rapidez, ajeno al insultante calificativo, sólo ansioso por descubrir el nuevo regalo, por lo que no advirtió la sardónica sonrisa del librero … RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO