sábado, 26 de noviembre de 2011

DONDE SE GUARDAN LOS LIBROS

Jesús Marchamalo se dedica desde hace algunos años a darnos consejos sobre nuestros libros: cómo tratarlos, qué hacer con ellos, en qué condiciones alojarlos…Ahora, además nos viene a mostrar en su nuevo libro “Donde se guardan los libros” algunas bibliotecas de  amigos suyos, normalmente escritores de reconocido prestigio. Lugares en la mayoría de los casos celosamente resguardados hasta ahora de la curiosidad ajena. Hace unos días, con motivo de la presentación de dicha obra, Marchamalo declaraba que cuando una biblioteca pierde a su creador queda como algo sin vida, pese a que se intente conservarla. Estos últimos días he tenido personalmente la oportunidad  de corroborar la realidad de dichas palabras. He estado realizando algunos trabajos de reorganización sobre una importante biblioteca privada  que ya desgraciadamente no cuenta con su creador. Esta, pese a conservar su unidad, se me presentaba como algo que había perdido el propósito que justificaba su existencia,  pese a que algunos como yo tutelemos el  que siga teniendo una utilidad futura. Y es que cada biblioteca crece al ritmo y según las claves impuestas por su propietario. Claves difícil de descifrar una vez éste  ha desaparecido. Podemos conservar su biblioteca pero esta ya no responderá al inicial propósito. Volviendo a Jesús Marchamalo, releyendo las páginas de su interesante libro, me pregunto si estos consejos y esas historias que nos cuenta sobre las bibliotecas de sus amigos, no serán con el paso del tiempo y para un lector futuro, como  un viaje  a un mundo extraño, el de los libros en papel…De un tiempo a esta parte son cada vez más los que me consultan sobre qué hacer con su biblioteca, la que  han ido formando a lo largo de los años. Suelen ser buenos lectores, pero carecen del romanticismo que algunos le presuponemos a la lectura, y sin ese rasgo es lógico que no deseen seguir acumulando libros en papel,  simplemente porque ya  hay otra alternativa. En todo caso leo los últimos consejos de Marchamalo y los paseos visuales por las bibliotecas de sus conocidos, invadido por la nostalgia que desprende un mundo que parece transformarse definitivamente. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

EN LA MISMA CAMA

 “En nuestra casa yo dormía al lado de mi mujer. Enseguida se vio que tenía un sentido muy desarrollado de lo doméstico… Entonces me di cuenta de por qué las mujeres aman a sus casas y sus hogares más que a sus maridos. Son ellas las que preparan el nido para los que han de venir, y las que con inconsciente alevosía enredan al hombre en una complicada red de pequeñas y diarias obligaciones, de las que ya nunca se pueden deshacer… Era nuestra casa, era mi mujer. La cama se vuelve un hogar secreto… y amamos a la mujer que nos espera allí sencillamente porque está mano. Allí está ella disponible a todas horas de la noche.” Se me ocurrió no sé cómo (a veces se cometen unas imprudencias que después cuestan mucho esfuerzo hacerte perdonar) leerle a mi mujer este pasaje de la novela “La Cripta de los Capuchinos” de Joseph Roth, y la mirada que me echó no es para describirla ni compararla. Si yo suscribía –me reprochó- esa definición de matrimonio, que estaba muy equivocado y que eso de estar a mano y disponible a todas horas de la noche no era precisamente un halago. “Tú no ves. Con maridos como esos que piensan así, no me extraña que una mujer quiera más a su casa que al mastuerzo que se acuesta a su lado.” El chorreo que me cayó tampoco es para contarlo. Está claro que desde 1938, año en que se publica “La Cripta de los Capuchinos”, la relaciones de género han cambiado y, si por algo se puede caracterizar el siglo XX, además de las terribles guerras, es en lo positivo por el paso adelante de la mujer en la sociedad reclamando el sitio de privilegio que le corresponde. Digamos que, aunque todavía queda mucho camino por recorrer, el “sentido de lo doméstico” es compartido. Como también, entrando ya en terreno de las teorías sociológicas, tanto el hombre como la mujer buscan para “dormir a su lado” a alguien lo más parecido a ellos en estudios, economía, familia, etc. Algunos hasta de su propio barrio. Cada uno busca su igual hasta en lo físico, me atrevería a apuntar. A pesar de que una de las grandes lacras de esta sociedad actual sigue siendo la llamada “violencia de género” que lejos de mitigar, lamentablemente aumenta. Y viene esto a cuento porque no sé dónde he leído que en las escuelas se está observando un rebrote de machismo, hasta en las adolescentes femeninas, que podría parecer a estas alturas más propio de las cavernas. ¿Un problema más que añadir al sistema educativo? ¿cuánta responsabilidad tenemos profesores, padres, sociedad en general y medios de comunicación en la transmisión de valores? El protagonista de Joseph Roth sufre el declive de su mundo aristocrático e indolente de la Viena de la Primera Guerra Mundial, nosotros, a un siglo de distancia, asistimos con la misma irresponsabilidad y dejadez a la misma destrucción de nuestro mundo, a la pérdida de una ética que no somos capaces de transmitir a nuestra juventud. “A propósito. ¿No has leído hoy en el periódico la historia de Patrizia Reggiani, la viuda asesina de Gucci?” –me soltó como al desgaire mi mujer. Todavía no me explico ese “A propósito”. José López Romero.  

miércoles, 23 de noviembre de 2011

REFLEXIÓN

De entre los misterios o problemas que la historia de la literatura aún tiene por descifrar o resolver, hay especialmente uno que trae a la investigación desde hace años de cabeza: un pequeño pasaje que, curiosamente, se repite en dos obras a la vez: “Un mundo feliz” de Aldous Huxley y “1984” de George Orwell. Sin duda son dos ediciones espurias de estas dos magníficas obras en las que algún editor o escritor metió la pluma sin que a ciencia cierta se pueda saber quién está detrás de este breve añadido. Al ser el mismo texto, todo hace suponer que estemos ante una sola autoría y muchos han apuntado el nombre de Steven Lukes, famoso autor del “Viaje del profesor Caritat o las desventuras de la razón”. Pero ¿en qué consiste el dichoso pasaje? Lo mejor será que lo transcriba literalmente para que cada lector saque sus propias conclusiones. Se trata, como verán, de una reflexión o monólogo. “El domingo iré a votar. Seguro que cuando llegue al colegio electoral tendré que guardar cola, y que seguramente no conoceré, ni de vista, al ciudadano o la ciudadana (¡qué hermosas palabras!) que estará delante o se pondrá detrás de mí. Pero me entrarán unas ganas enormes de preguntarle qué libro está leyendo ahora, qué ha leído en los últimos cinco meses y si suele leer el periódico a diario y ver o escuchar algún informativo de televisión o radio. Yo querría que la persona que va a votar conmigo, y cuyo voto tiene el mismo valor que el mío, ejerza su derecho con un mínimo de conocimiento de causa. No pido mucho más. Yo querría que los votantes fueran ciudadanos con un mínimo de instrucción y que tengan también una mínima conciencia de lo que están haciendo al echar su papeleta en la urna. Pero mucho me temo que no sea así, que ese conciudadano de la cola no habrá leído ni la papeleta que ha metido en el sobre y, ya poniéndonos en lo peor, sólo ve en la tele “Sálvame de luxe” o cualquier otra porquería del mismo estilo, y que un libro es para él una especie de ovni. La democracia, sin duda, tiene sus servidumbres, deudas que todos debemos pagar, pero a veces, como en estos últimos años, el sacrificio ha sido excesivo. Y lo que nos queda por delante.”. José López Romero.

ALDO Y LOS CLÁSICOS

Hay obras literarias que todo  el mundo admira, pero que nadie ha leído. Esta frase de Hemingway la recordaba Caballero Bonald en el XIII Congreso de la Fundación que lleva su nombre, celebrado a finales de octubre bajo el título “Releer a los clásicos”. Genial idea la de los organizadores para proponer, en palabras del autor jerezano, “algunas soluciones  u ofrecer determinadas pistas en este sentido”. Nada fácil, eso de acercar al gran público la Farsalia de Lucano, la Eneida de Virgilio o El criticón de Gracián, por poner algunos ejemplos. Pero nadie dijo que fuera fácil. Y tampoco que este intento de acercamiento a los clásicos sea nuevo. A finales del siglo XV se estableció un impresor en Venecia, llamado Aldo Manucio, con el fin primordial de publicar ediciones críticas de los clásicos. Se trataba de satisfacer nuevas modalidades de lectura, facilitando una colección de libros personales que iban destinados a colmar las apetencias del hombre culto. En un principio, Aldo siguió utilizando los formatos corrientes, el cuarto y el folio, pero con una edición de Virgilio de 1501 rompió abruptamente con las tradiciones y se dedicó a imprimir clásicos en un formato reducido, en octavo, que pueden ser llamados “libros de bolsillo”. La reducción del tamaño de las encuadernaciones repercutió en una bajada de precios de los impresos, lo que contribuyó aún más a la difusión de los “aldinos”. Estos libros destacaban por la cuidadosa preparación y corrección del texto. El propio Aldo, que había estudiado tanto griego como latín, se cuidó del necesario trabajo filológico, pero cuando la imprenta fue creciendo, tuvo que buscar colaboradores y recurrir a un cuerpo de filólogos, la “Aldi Neacademia”, a cuyo cargo corría la selección de los autores y el estudio de los manuscritos más autorizados. Y así fue poniendo al alcance de los limitados recursos económicos de muchas personas cultas y sensibles, buenas ediciones de los mejores autores. Manucio fue también el primero en utilizar un tipo de letra más inclinada, conocida como “itálica” y que ha llegado a nuestros días con el nombre de “cursiva”. Actualmente, cuando hablamos de libros “aldinos”, pensamos particularmente en estas pequeñas ediciones de clásicos impresas en cursiva. No son fáciles de encontrar, lógicamente. La red de bibliotecas municipales de Jerez tiene la suerte de contar con un “aldino”, que perteneció al bibliotecario del marqués de Villapanés, Francisco de Paula Peralta, y que hoy descansa en los anaqueles de la Biblioteca Municipal de Distrito “Padre Luis Coloma”. En España, hemos rastreado este ejemplar en otras seis bibliotecas públicas, entre ellas las de las universidades de Granada y Valencia o la pública de Toledo. En el exterior, solo lo encontramos en Inglaterra, donde la British Library también conserva una muestra del mejor de los editores educadores. NATALIO BENITEZ RAGEL

viernes, 11 de noviembre de 2011

¿DIFERENTES?

¿Se lee más o menos en Jerez que en otros sitios? Esta pregunta me la hacían hace unos días en un acto cultural centrado en la lectura.  Mi respuesta fue rápida, y sin dudarlo contesté que “en eso no somos diferentes”. No me extrañó la pregunta, pues es casi un clásico en este tipo de reuniones, no importa la temática sobre la que se trate, ni la ciudad donde uno se encuentre. Lo cierto es que parece que estemos obsesionados en ser siempre distintos a los demás.  Pues miren ustedes por donde, en el campo de la lectura no podemos ser chauvinistas  ni para bien ni para mal, aunque no me cabe duda de que alguno hubiera preferido que la realidad fuera que en nuestra ciudad se lee menos que en ninguna parte, pues sería una manera de ser distintos. Bromas aparte, lo que sí es cierto es que  no corren buenos tiempo para la lectura en nuestro país, y por si faltaba algo para enturbiar el panorama nos alcanzó esta crisis que nadie pareció, por lo menos por estos lares, ver llegar. Y es que la crisis,  aparte de  inspirar a algunos novelistas de reconocida fama como Petros Márkaris (ver la sección Reseñas) ha traído, eso sí, más usuarios a las bibliotecas públicas. Al menos es lo que parece interpretarse de las estadísticas que empezamos a conocer de estos dos últimos años. Ahora las bibliotecas suelen estar a rebosar a diario y no sólo en época de exámenes, cuando llegan legiones de estudiantes buscando un lugar para el estudio. Pero no nos engañemos, no son estos nuevos lectores los que dispararán hacia arriba las modestas cifras de lectura en nuestro país, sino aquellos que las abandonaron en tiempos de bonanza, y ahora no tienen más remedio que recurrir a ellas para acceder a tal o cual libro, o película, o para enganchar su portátil al wifi gratuito que normalmente se oferta en la mayoría de ellas, porque en casa nos hemos dado de baja en el ADSL, o  ya no podemos comprar todos los libros que deseamos. Hoy  las bibliotecas, eso sí, sin duda son más públicas y cosmopolitas que nunca. Ramón Clavijo Provencio. 

EL CONDE TOKRAY

“Más de una vez he pensado volver. Incluso, dijo, he pensado ¿en qué podría trabajar yo? Y he tenido una idea. … yo mismo me podría convertir en un museo… bastaría que me instalaran en una habitación de alguno de los viejos palacios, que me rodearan de la decoración adecuada y de la servidumbre que se usaba entonces y yo podría ser un museo viviente de las costumbres y los modales de la antigua Rusia… Sería una instructiva experiencia para los jóvenes; yo podría ser visitado por escolares, delegaciones provinciales, incluso por turistas extranjeros”, dice el conde Tokray, un curioso personaje de la novela “Respiración artificial” de Ricardo Piglia. El pobre conde no tiene donde caerse muerto, vive del sablazo que puede darles a conocidos y amigos y, como pueden ver en el fragmento, se considera una pieza de museo, un objeto histórico en serio proceso de desaparición y, con él, buena parte de la cultura de todo un país: la Rusia zarista. Cuando visitamos los museos, los monumentos, iglesias, palacios, casas señoriales, etc. sólo apreciamos el continente, el espacio vacío que dejaron, hace ya mucho tiempo, las personas que en ellos habitaron; y sin embargo, los lugares son solo un elemento más de una historia cuyos principales protagonistas, aquellos que la escribieron, son los clérigos en sus monasterios e iglesias, los grande señores, los reyes en sus castillos. Tanto ayer como hoy con los denodados esfuerzos de investigadores, y ahora con las nuevas tecnologías, no es muy difícil hacer la reconstrucción de acontecimientos históricos que tuvieron lugar en esos espacios que ahora visitamos, incluso “las costumbres y los modales” a los que se refería el conde Tokray, sin necesidad que convertir las iglesias, castillos y palacios en museos vivientes, trabajo al que aspira el conde. Los mercadillos medievales o los servicios que ofrecen algunos paradores no son más que un atractivo, sin mayores pretensiones, que añadir a la oferta turística. Y sin embargo, a pesar de estas tan exactas recuperaciones del pasado que nos proporcionan los medios actuales, tenemos la sensación de que mucho de lo vivido se va perdiendo, irremisiblemente olvidando. El conde Tokray lo ha sabido ver perfectamente: detrás de las costumbres, de los modales, de los decorados y la servidumbre, está la persona y su conciencia del tiempo que le ha tocado vivir, la adaptación a ese tiempo, la actitud ante la vida y sus circunstancias; sus emociones, sus relaciones con los demás, es decir, esa intrahistoria que es imposible transcribir en palabras o reflejar en imágenes, a menos que nos traslademos al plano de la suposición. Es esa misma sensación de pérdida que observamos, siguiendo con la Rusia zarista, en Mijail Astrov, el médico de “Tío Vania”, el drama de Anton Chejov, para quien su refugio en la naturaleza es una forma de ponerse a salvo de un mundo en desaparición. Un tiempo muere, ¿cuánto se lleva con él? Tokray en su indigencia, o quizá por ella, lo sabe. José López Romero.  

sábado, 5 de noviembre de 2011

SUEÑO

Aunque las más antiguas retóricas propugnen como verdades incuestionables que en lo concerniente a géneros literarios éstos no pasan de tres (poética, dramática y épica), la realidad termina por cargarse dogmas y principios y  han ido surgiendo, con el correr de los siglos, toda suerte de subgéneros y variantes que pone título o etiqueta a nuevas expresiones o modos literarios que sin duda tienen su público. Uno de éstos a los que me he aficionado después de varias incursiones es la historia del libro o, más amplio, libros que hablan de libros o de lecturas, o de bibliotecas o de escritores. Empecé en su día con la “Historia del libro” de Svend Dahl  y he seguido con otros, algunos de lectura más esforzada como la “Historia del libro” de Frédéric Barbier, y otros más amenos (“Lecturas y lectores en el Madrid del siglo XIX” de Jesús A. Martínez Martín), hasta llegar a la “Historia de la lectura” y “La biblioteca de noche”, obras de Alberto Manguel, cuya bibliofilia se deja notar por la pasión y la amenidad de su estilo, virtudes que en estos temas se agradecen especialmente. Y como variante de este “subgénero” también me he aficionado a libros en los que sus autores estudian aquellas obras que más les han influido o que consideran maestras de la literatura; y de ahí las “Diez grandes novelas y sus autores” de W. Somerset Maugham o “La verdad de las mentiras” de Vargas Llosa. Y me gustan estos libros no sólo porque además de deleitar te enseñan, sino porque te llevan a otros libros, en una especie de cadena, que te va enlazando a la mejor literatura de todos los tiempos. Así, de Vargas Llosa he llegado a “La señora Dalloway” de Virginia Woolf; de la estremecedora “Sobre la historia natural de la destrucción” de W.G. Sebald he llegado a la novela de H. Böll “El ángel callaba”; como en “La biblioteca de noche” conocí la delicada personalidad de Aby Warburg; como la lectura de “Tumbas de poetas y pensadores” de Cees Nooteboom me ha traído un poema de Pierre Kemp que he grabado en la cabecera de la cama: “Algunas noches sigo una luz amarilla / hasta una puerta azul en la que se lee: Sueño. / Yo no la abro por mi mano / ni me viene a buscar una mujer / para que entre a comprar sueños. / Y sin embargo siempre he pagado mis sueños / No debo nada a la noche.” José López Romero.

QUINCE AÑOS DESPUÉS

La pasada semana se celebraron en nuestra ciudad unas Jornadas sobre Asta Regia, patrocinadas por el Ateneo  y en homenaje al primer arqueólogo que excavó sobre aquellos terrenos, Manuel Esteve Guerrero. También hace ahora quince años, publicaba un servidor una biografía del personaje que si bien fue el primer intento de rescatar su figura  del olvido, me ha dejado con la perspectiva que dan los años un sabor agridulce. Y es que si bien en ella  ponía en primer plano  los trazos más importantes de su personalidad y de lo que significó su figura para la cultura, la falta de medios y las prisas por sacar aquella publicación hicieron que se quedaran en el tintero o no se pulieran o matizaran asuntos sobre los que hubiera sido muy interesante profundizar. Pecados de juventud. Pero lo cierto es que  a día de hoy y con motivo de la oportuna reivindicación que hace el Ateneo de  actuaciones sobre el olvidado pero lleno de futuro yacimiento de Asta Regia,   y donde hoy se hace patético observar un desvencijado cartel de la Junta de Andalucía advirtiéndonos que estamos en zona arqueológica donde hace setenta años Esteve hiciera con un reducido grupo de obreros las primeras catas, ha vuelto a reivindicarse fugazmente la importancia cultural de su figura. El doctor y prehistoriador de la UCA José Ramos, en el inicio de su intervención en la primera ponencia de las Jornadas, dedicó unas sentidas palabras al profesor Esteve, a su lucha contra la falta de medios y la incomprensión de los dirigentes de la época, que poco o nada hicieron para aportar medios  que hicieran progresar los esfuerzos del entonces bibliotecario y arqueólogo Municipal. Muchas veces se ha justificado esa falta de medios de los que se quejaba Esteve en sus cuadernos de campo, y en la documentación administrativa que ha llegado a nosotros, en la propia penuria del periodo histórico que le tocó vivir. Estamos hablando de mediados  de los años cuarenta, es decir, en la época aún álgida de la postguerra. Pero el apoyo institucional en otros lugares del territorio peninsular a otros proyectos arqueológicos, nos hacen pensar que algo sigue oculto en torno a la figura de Esteve y que  afectó a sus iniciativas en el campo de la arqueología. Estoy convencido de que en  los cuadernos de campo de Manuel Esteve se esconden las respuestas a muchas interrogantes que hoy planean sobre este personaje, al igual que en la documentación administrativa que abarca la  dilatada época en la que estuvo al frente de la Biblioteca y Museo arqueológico Municipal.  De algunas de esas respuestas escarbé su superficie en el libro que les mencionaba al inicio (“Manuel Esteve, medio siglo de cultura jerezana”, BUC, 1996),  otras intuyo siguen ahí, escondidas en sus textos, esperando que alguien termine por descifrarlas.  Ramón Clavijo Provencio