viernes, 24 de junio de 2011

LIBROS DE LA GUERRA

Los historiadores no opinan. No deben. Para eso están otros, verdadera plaga de nuestro tiempo, que inundan prensa, radio y televisión con sus opiniones, en algunas ocasiones con plena autoridad sobre la materia, en muchas otras con más palabrería o caligrafía que entendimiento. Los historiadores son apolíticos (¿existe esa especie?), o deben parecerlo: cuando desgranen un asunto que admita varios puntos de vista, no deben posicionarse, sino exponer con la máxima objetividad ideologías o conductas de todas las opciones posibles. Un ejemplo gráfico. Un libro reciente nos cuenta que Julián Marías recordará toda su vida a aquella miliciana que se pavoneaba, en el tranvía madrileño en el otoño de 1936, de haber estampado contra la pared a un bebé de pocos meses en el asalto a la casa de unos derechistas. El siguiente párrafo es para relatarnos la detención en su casa del alcalde republicano de un pequeño pueblo, sacándolo a “dar el paseo” mientras el grupo de facciosos se “encargaba” de su hija delante del yerno. Como Eslava Galán, don Juan, hay pocos. Objetividad absoluta. Hechos. Claro que entre los años 1933 y 1945, que enmarcan la colección de libros objeto de este artículo, las cosas no estaban para mucha objetividad. Se trata de unas ediciones muy deficientes (raro es el que conserva la cubierta) que en plena guerra civil y más allá de ella fueron saliendo de algo parecido a imprentas en Burgos (Aldecoa), Valladolid (Santarén) o Cádiz (establecimientos Cerón). Entre el centenar de ellos que hoy conservamos, entresacamos algunos títulos, como el de la fotografía, “El enemigo: marxismo, anarquismo, masonería”, de Mauricio Karl, para quien “nuestras flechas de arquero solitario han trazado en este volumen el contorno espectral del enemigo”. En “Estelas gloriosas de la escuadra azul”, de Víctor de Sola, prologa Pemán opinando que “el libro que me dan ustedes a conocer merece el que yo considero, en su género periodístico y de reportaje, el máximo adjetivo de elogio”. En una “biografía” de Franco, Ruiz Albéniz destaca lo que considera su “aprovechamiento como estudiante”, cuando había quedado el 251 de la promoción de 312 cadetes que se graduaron con él en Toledo; dice que le llamaban Franquito “a causa de su juventud no solo de edad sino por su constante espíritu alegre, animoso y optimista”, pero según Paul Preston el mote obedecía a su escaso metro sesenta y su extraordinaria delgadez, lo que le ocasionó novatadas como hacerle desfilar con un fusil al que habían serrado quince centímetros de cañón. Del otro bando, que también los había, hemos encontrado pocos, entre ellos la biografía-hagiografía “Recuerdos de Lenin”. Claro que ya sabemos de qué lado quedó nuestra zona. Ejemplares de esta colección quedan en las bibliotecas de Córdoba, Granada, Málaga, Antequera, así como en el fondo bibliográfico antiguo de nuestro patrimonio municipal.  NATALIO BENITEZ RAGEL

FOUCHÉ

A los fieles lectores (que Dios se lo pague) de esta página no se les escapará que la estampita del gran escritor austríaco Stefan Zweig es una de las que ocupan uno de los lugares de honor en mi mesita de noche. Y no sólo por sus libros, sino porque su compromiso personal con el tiempo que le tocó vivir traspasa los límites del magnífico escritor, para convertirlo en un ejemplo de vida. Un compromiso que se deja notar con más fuerza en las biografías que fue escribiendo de célebres personajes, ésos que se mueven entre las luces y las sombras de las páginas de una historia de la que quisieron, y algunos lo lograron, ser protagonistas. Entre ellos, hay un personaje de los biografiados por Zweig que se puso hace unos meses de actualidad. Cuando don Alfredo Pérez Rubalcaba se postuló por aquellos días como sucesor a la corona de Zapatero (de espinas para los españoles), algunos periodistas ingeniosos subtitularon a Alfredo (como ahora quiere que se le llame) “el genio tenebroso”, a la manera en que Zweig calificó a José Fouché, aquel ministro de Napoleón que supo como nadie desde los primeros años de la Revolución francesa hasta el reinado de Luis XVIII ir dejando cadáveres de enemigos a su alrededor sin apenas mancharse la ropa; caso de Robespierre. Son ejemplos del político por el que pasan legislaturas, crisis de partido, derrumbes económicos, sociedades empobrecidas, generaciones sin futuro, y ellos siguen, impasible el ademán, como si su chaqueta fuera una coraza que lo protege de cualquiera de estas contingencias, ésas que a los demás nos hunden todos los días y cada vez más en la miseria. Son personajes que impregnan las páginas de la historia con el olor inmundo de las cloacas del poder, en las que cualquier honestidad o lealtad es pura coincidencia o un accidente tan involuntario como imperdonable. La magnífica biografía de Zweig insiste en esas sombras, en la oscuridad de un hombre hecho para la intriga y la falta de escrúpulos. De tanto Fouché, líbranos Señor. José López Romero.

sábado, 18 de junio de 2011

PURO TEATRO

“Mercurio” es una de esas revistas de literatura que se reparten de forma gratuita y no por ello habría que sospechar de su calidad, sino todo lo contrario, en sus páginas cualquier curioso puede ver colmadas sus inquietudes si lo que busca es buena y rigurosa información sobre literatura o simplemente sugerencias. Casos extraños de gratuidad en estos tiempos en los que nadie da nada por nada. Estaba leyendo hace unas semanas el número que dedicaba al teatro (nº 131, “Teatro, palabra en acción”) y no pude por menos darle la razón a José Ramón Fernández cuando terminaba su artículo con estas palabras: “Dos apostillas sin ánimo de tocar las narices… la segunda es que las va a pasar usted canutas para encontrar muchos textos (se refería a textos de autores actuales). De la edición y distribución de textos teatrales en España habría que hablar largo y tendido”. Más razón que un santo. En el siguiente artículo, Javier Ors nos indicaba dos editoriales (Fundamentos y ediciones Irreverentes) y recogía las opiniones de sus respectivos responsables sobre la fortuna editorial de las obras de escritores actuales españoles, y cuando hablamos de “actuales” no nos estamos refiriendo a la última hornada, sino a dos y a tres generaciones anteriores. Y aunque el responsable de la editorial Fundamentos es bastante optimista, de acuerdo con los niveles de publicación de su editorial, no cabe duda de que en las librerías la sección de teatro brilla normalmente por su ausencia, de que te las ves y te las deseas para encontrar ediciones de autores actuales, y de que algunas editoriales como la guipuzcoana Iru pone precios realmente desorbitados a textos plagados de erratas (ver “Muerte accidental de un anarquista” de Darío Fo, a 13’30 €). Y de la distribución, ni hablamos, mejor lloramos. En cambio, los clásicos no tienen derecho a removerse en sus tumbas por falta de atención, disfrutan de excelentes y numerosas ediciones. Y es que la edad ha sido siempre un grado. José López Romero.

DEMASIADOS FIAMBRES

Hace unos años, en las páginas de esta misma sección dedicada a los lectores, bromeaba con una frase del famoso autor de novela negra John Connelly: “no puede escribirse un libro que llegue al gran público sin un crimen”.   Por entonces la novela histórica copaba la atención del público (todavía lo hace, aunque más tibiamente), pero ya se intuía  el inmenso empuje que estaba experimentando la novela negra, fruto de la atención de un número creciente de lectores. Aún no había irrumpido en el panorama literario de nuestro país esa legión de autores nórdicos, aunque el fenómeno de Millenium surgido de la mente de Larson estuviera en ciernes, y sólo Henning Mankell con su serie sobre el inspector Wallander empezaba a llamar nuestra atención, atrayendo hacia la novela policiaca o negra (aunque quizás el término utilizado por Connelly “libro con crimen” sea más certero) a muchos que como yo hasta ese momento no habían sentido un interés especial por el género. ¿Qué es lo que ha pasado para que de unos años atrás este tipo de literaturas arrase? Es cierto que la novela negra, como la histórica,  siempre han contado con un elevado número de seguidores, pero resulta curioso que los apasionados por los personajes en su día creados por Simenon, Chandler , Agatha Christi, Patricia Highsmith o Vázquez Montalbán,  por citar algunos de los más notables, miren con cierto recelo este fenómeno que como comentaba Connelly, más que novela negra es novela con crímenes. Lo que queremos decir es que quizás no estemos asistiendo a un éxito sin precedentes del género negro entre los lectores en esta última década, sino más bien al éxito de un sucedáneo del mismo. La novela negra en la actualidad sigue teniendo sus autores clásicos que continúan la estela de los maestros, algunos de los cuales hemos nombrado más arriba. Incluso se celebran anualmente  eventos  que como “la Semana negra” de Gijón tratan de mantener los signos distintivos del género. Pero es evidente que la mayoría de las novelas que hoy se califican con cierta frivolidad como “negras”, lo único que tienen en común con ellas es que en sus páginas hay crímenes que resolver. En las primeras novelas de P.D. James, como las de Donna Leon o Mankell, John Connelly o más recientemente Philip Kerr.  También en la serie protagonizada por  Mariana de Marco de José María Guelbenzu, ya en nuestro país, identificamos muchas de las características que auparon al género negro cautivando a generaciones de lectores. Sin embargo, los últimos años  una marea de libros se solapa al calor de este fenómeno, como ya pasó y sigue pasando con la novela histórica. Hoy parece, como ya advirtiera Connelly, que no se puede escribir un libro con garantías de que lo lean, si no contiene entre sus páginas  al menos un cadáver (en nuestro país las últimas que se apuntan al carro son Ángela Vallvey y Susana Fortes). Resultado: a día de hoy, y entre tanto fiambre, es difícil encontrar una buena novela negra. Ramón Clavijo Provencio 

sábado, 11 de junio de 2011

FERIA DEL LIBRO

En el momento en el que  escribo estas líneas se sigue desarrollando, al parecer con éxito de público aunque no sabemos si de ventas, pues los datos no son definitivos, la Feria del Libro de Madrid.  Hay esta vez un  interés añadido, ansiedad por  conocer  el balance final de ese  escaparate público de la industria editorial en España cual es el  Retiro madrileño.  Y es que tras el negativo balance del año pasado  en parte atribuible a   la crisis general,  el sector sufre desde entonces   la irrupción irreversible de los libros electrónicos, tras algunos años de presencia testimonial, y  que podemos decir ha  incorporado una cierta confusión al paisaje del libro en nuestro país tanto a nivel de las empresas del sector, como instituciones y lectores. Lola Larumbe, responsable de la librería Rafael Alberti, lo describía de forma muy realista cuando declaraba que “con la irrupción de las nuevas tecnologías se está cuestionando qué es el libro, y va calando el mensaje de que el libro en formato papel va a ser algo obsoleto y quedará reducido a un sector elitista”. En fin,  las interrogantes que planean sobre un sector que hasta ahora parecía incólume ante los nuevos formatos, mientras otros sufrían duras transformaciones (por ejemplo, el de la  producción musical), no terminan de desvelarse y citas como la del Retiro madrileño puedan dar pistas sobre lo que nos deparará el futuro inmediato a los editores, lectores e instituciones públicas y privadas ligadas al sector. En este contexto, ya refiriéndonos a nuestra ciudad, pasaron las fechas tradicionales de la celebración de la Feria del libro. A día de hoy aún no tenemos datos reales sobre si finalmente seguiremos disfrutando de ella aunque sea fuera de su calendario habitual, pero reclamamos como lectores que se  realicen los esfuerzos que sean necesarios por parte  de las instituciones y empresarios para conseguir ese objetivo, pues  no podemos  seguir retrocediendo en una parcela tan indispensable para medir la buena salud cultural  de una ciudad cual es la del libro. Si en Madrid en las calles del Retiro hay, como decíamos más arriba, ansiedad por saber qué conclusiones se extraen de la Feria del Libro a tenor de la respuesta del público, en Jerez hay ansiedad por saber si volveremos a disfrutar de una nueva y ,sobre todo, digna  edición.  Ramón Clavijo Provencio

ORWELL

La edición que manejo de la insuperable novela “Rebelión en la granja” de George Orwell (y lo de “insuperable” no es ninguna exageración, aunque estemos hablando del autor de “1984”), incluye en sus preliminares una especie de prólogo del propio escritor titulado “La libertad de prensa” y, si me permiten decirlo, tan bueno es este pequeño ensayo como la narración que le sigue, es decir, “insuperable”. Quien lea o haya leído ambos textos estará seguramente de acuerdo con lo que digo. En este prólogo, que permaneció ignorado hasta su descubrimiento en 1971, y que fue incorporado con posterioridad a las ediciones de la novela, Orwell denuncia la censura que se ejerce no sólo desde las alturas del poder político, sino desde las mismas fuentes de creación o información, de ahí que no solo afecte esta forma de autocensura al periodismo, sino al cine, al teatro, a la radio, etc., es decir, a toda manifestación que puede generar opinión. Es, en definitiva, lo que hoy llamamos “lo políticamente correcto”. La ortodoxia de aquellos años de la posguerra mundial prohibía, según Orwell, cualquier crítica, del tipo que fuera, al régimen soviético, aunque se supiera y se tuviese plena constancia  de los horrores de los gulags, de las limpiezas étnicas, de la indefensión de los ciudadanos ante la terrible tiranía de Stalin. Y así, el stalinismo campó por sus respetos con el silencio cómplice de todas las potencias que años antes se habían unido para destruir a otro depravado, Adolf Hitler. “Desde luego que era posible publicar libros antirrusos – explica Orwell- pero hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódicos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello “no debía” hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de “inoportuno” y “al servicio de” intereses reaccionarios”. Como digo, el prólogo no tiene desperdicio y, aunque escrito en unos años que nos parecen ya muy lejos de esta sociedad de la sacrosanta libertad de expresión, no ha perdido vigencia ni rabiosa actualidad. Y para no desmentirme ahí están los últimos acontecimientos producidos en los países árabes y las distintas reacciones de Occidente. Y sin salir de nuestro país, a nadie con dos dedos de frente se le escapa el modelo que los intelectuales progres han intentado inculcar a la ciudadanía a través de medios de comunicación asquerosamente serviles, y en esto me acojo a la definición que hace Orwell ya al final de su prólogo de la libertad: “Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”. No otra cosa han hecho a lo largo de los siglos los grandes escritores: ponernos por delante lo que nos negamos a ver, enfrentarnos con una realidad que nos negamos a asumir. Orwell y su “Rebelión en la granja” nos ponen ante la verdad; otros, en cambio, quieren que nos creamos sus mentiras. José López Romero.