sábado, 26 de marzo de 2011

LOS TOROS

“-Eso digo yo -replicó Pinillos-, y si no esto, vaya, que sea una gran plaza de toros, ya que en este país son tantos los aficionados a ese espectáculo nacional. -Según eso, ¿usted se contará en el número de ellos? -¡Yo partidario de ese horrible espectáculo que repugna a los sentimientos de humanidad y filantropía! ... ¡Ver aque¬llos pobres animales, que después de prestar al hombre todos los servicios imaginables, son pagados con la muerte más cruel y bárbara!... ¡Vaya, marqués, usted me ofende con semejan¬te suposición! Felizmente -prosiguió el charlatán tomando re¬suello-, la falta de buenos toreros por un lado, y la degene¬ración de las castas de toros por otro, irán desterrando de nuestra patria este inmoral espectáculo, y trayéndonos en su vez las carreras de caballos y las luchas de boxeards. jEstos sí que son espectáculos magníficos! Ver aquellos fornidos atle¬tas cuán ligeramente se inclinan y se elevan, retroceden y ade¬lantan, retuercen sus cuerpos como culebras, mueven los brazos como las ruedas de un vapor, y descargan vigorosos rounds que, sin hacerles pestañear, les destrozan!... Y luego aquel público que, ebrio de entusiasmo, aplaude, vocifera, gesticula, atraviesa enormes apuestas, y, semejante a1 romano, aplaude fuera de sí si al caer exánime el boxer vencido, conserva aun una postura belicosa y arrogante. ¡Esto sí que es magnífico y digno de verse!.” Me he permitido empezar mi artículo con esta extensa cita porque, al margen de estilos, su contenido sigue estando de actualidad. El personaje que muestra su rechazo por la fiesta nacional, es decir, los toros, y ensalza el boxeo (“espectáculo magnífico” ver cómo se “destrozan” dos hombres), es Próspero Pinillos, joven jerezano, hijo de un honrado y rico extractor de Jerez, que vuelve a su ciudad después de haber pasado una temporada en Inglaterra (esa especie de “anglofilia militante” que, según Caballero Bonald en su novela “En la casa del padre”, debía pagar toda familia bien dedicada al negocio del vino) y, como lo califica el narrador: un charlatán. Pero estoy dilatando con premeditación el dato de la obra y el autor a los que pertenece este fragmento, porque la actualidad por polémico de su contenido nos haría suponer (al margen de estilos, como ya he avisado) que se debe a la pluma de un escritor moderno y, sin embargo, la cita procede de nuestro paisano Luis Coloma y de su obra “Solaces de un estudiante”, novelita que Coloma tenía terminada a finales de 1869 (cuando sólo contaba 18 años de edad) y a la que le había puesto por primer título “De la tierra al cielo”, aunque fue en la década de 1880 cuando la reformaría y la ampliaría. En cualquier caso, y en la suposición de que este fragmento se incluyera en la redacción definitiva, no deja de sorprendernos la vigencia de su contenido. ¿Toros? Muchos de los que rechazan esta fiesta por su crueldad, seguro que no ven con tan malos ojos que dos hombres o mujeres se peguen, se destrocen y hasta se maten en un ring. Sempiterna hipocresía. ¿Coloma? Ya lo ven, a pesar del tiempo y de los prejuicios, escritor moderno. José López Romero

REPRESIÓN

Bien es sabido que durante los periodos de represión política, uno de los elementos a los que se le presta más atención por parte del poder  es al control  de la opinión y la difusión libre de las ideas. Los recientes incidentes acaecidos en China tras la concesión del  Nobel de la Paz  y lo sucedido con la empresa Google, o las revueltas que se vienen produciendo en Oriente Medio, con las consiguientes reacciones del poder  por hacerse con el control de los medios de comunicación y difusión (con  desconexiones locales de Internet incluidas), nos demuestran esta obsesión que avala el dicho del que domina la información tiene el poder. En otras épocas donde la tecnología no había irrumpido en nuestras vidas con el protagonismo actual, las ideas o las corrientes de opinión fluían a través de la incipiente prensa o de los libros. En nuestra ciudad tenemos algunos casos curiosos y  poco conocidos,  y que corroboran el hecho de que cuando el poder establecido ve peligrar su posición ante el flujo libre de ideas, siempre reacciona con virulencia. Ahora que nos acercamos a la conmemoración del bicentenario, debemos recordar que a finales del XVIII  la monarquía española miraba con aprensión y temor la divulgación de las ideas revolucionarias francesas por nuestro país. Ante ello reaccionaba con  controles  férreos en la fronteras para impedir el tráfico clandestino de libros y legislando duros castigos a los poseedores de libros o folletos prohibidos. En el Jerez de 1800 tenemos incluso un ejemplo para ilustrar lo que decimos, protagonizado por el autor del manuscrito denominado de Riquelme, un ilustrado que cuenta como un 30 de agosto la Inquisición entró en su domicilio en busca de libros prohibidos. En las páginas manuscritas leemos como el registro fue meticuloso y que pese a ello no encontraron nada, aunque sin duda su excelente biblioteca  –esto lo intuimos nosotros- sufriría las consecuencias del manoseo de aquellos intrusos, a los que no les había llevado allí precisamente las ansias de leer. Un siglo más tarde, en plena Guerra Civil y en los años más duros de la postguerra,  tenemos otros ejemplos, algunos muy curiosos, que ilustrarían este asunto, pero es esta ya otra historia de la que quizás  demos cuenta en otra ocasión. Ramón Clavijo Provencio

viernes, 18 de marzo de 2011

RUTAS

La cara del chaval se iluminó cuando le comenté que aquel libro que observaba había sido impreso antes del descubrimiento de América. ¿De verdad? Alcanzó a decir incrédulo. Se trataba de los “Epigramas” de Marcial, obra impresa por Juan de Colonia en Venecia, en 1475. Uno está acostumbrado a tratar diariamente con libros patrimoniales, pero me sigue sorprendiendo y, por supuesto, alegrando la sorpresa en el rostro de algunos cuando descubren los tesoros en papel que conservamos en Jerez, y que permanecen ignorados por la mayoría.  Pero pese a ello me  también me invade la sensación, a medida que uno  ve pasar el tiempo, de que seguimos luchando contra corriente y que pese a las apariencias de una legislación más sensible sobre el  patrimonio bibliográfico, la tozuda realidad es que los libros como el que mencionaba al comienzo de estas líneas siguen siendo, para muchos, como ese objeto recibido en herencia y que se debe conservar  más como un deber  que por tener clara conciencia de su valor. Claro que cuando nos topamos con uno de esos libros, los “Epigramas” ya mencionado o  “La historia de la composición del cuerpo humano”, impreso en Roma en 1567, plagado de ilustraciones y notas de algún estudiante de medicina de la época, la cosa cambia y los rostros demuestran sorpresa y admiración.  Jerez es una de esas ciudades  en la que, pese a su importante patrimonio histórico artístico, se sabe poco del bibliográfico o no se quiere saber, y eso que la ciudad sí ha tenido y sigue teniendo un lugar en el mapa en cuanto a su papel  en la historia  del libro. ¿Qué es lo que nos queda materialmente de esa historia del libro en Jerez a la que hago referencia?  Pues fundamentalmente  dos colecciones bibliográficas excepcionales: la que se conserva en la Biblioteca Municipal Central, y la del Obispado. Si en la primera destaca una colección de impresos de los siglos XVI a XVIII, de varios miles de títulos, el sello distintivo de la segunda es su numerosa colección de incunables. Son colecciones patrimoniales que de alguna manera sitúan a nuestra ciudad de una manera relevante,  en un hipotético mapa  donde estuvieran señaladas aquellas bibliotecas de importancia, en razón del valor de sus fondos bibliográficos.  Pero también, y a lo largo de los últimos años, hemos ido conociendo la existencia de otras bibliotecas de relevancia, a las que las circunstancias mantuvieron durante demasiado tiempo en las sombras. Bibliotecas como la conservada en el Instituto Coloma  o la del Casino Jerezano, ambas con valiosos impresos anteriores al siglo XVIII, y en el caso de la Biblioteca patrimonial del Instituto “Coloma” con algún que otro pos incunable.  Quizás no tardemos mucho tiempo en sumar nuevas colecciones  a ese mapa de bibliotecas patrimoniales que sin duda prestigian esta ciudad, y con las que se podría organizar una  ruta del libro que sería al menos tan atractiva y, quizás, más sorprendente que las ya tradicionales sobre los monumentos arquitectónicos. Ramón Clavijo Provencio.

NI PRIMERA, NI ÚLTIMA

No fue aquélla la primera vez ni, seguro, será la última. Hace unos días algunos medios de comunicación volvían a poner de actualidad una pequeña pero muy interesante biblioteca que allá por 1992 se había descubierto emparedada entre los muros de una casa, a la que su dueña iba a hacerle algunas reformas. El lugar de este descubrimiento: Barcarrota, provincia de Badajoz, de apenas unos 4000 habitantes y cercano a la N-435. ¿Su propietario? Se supone que fue un judío portugués que, antes de huir a su país natal por miedo a la Inquisición, prefirió el emparedamiento de los libros, antes que su quema y desaparición. Y aunque en la segunda mitad del siglo XVI, periodo en que puede fecharse la biblioteca, Barcarrota no pasaría de ser una triste aldea, perdida en la geografía extremeña, el judío no las tendría todas consigo sabiendo lo largo que a veces puede llegar a ser el brazo siniestro de la represión. Entre las joyas bibliográficas encontradas, un ejemplar de “El Lazarillo” salido de la imprenta de los hermanos Mateo y Francisco del Canto en Medina del Campo, en 1554, es decir, el mismo año en que también se editó en Burgos, Alcalá y Amberes, que se tienen como las primeras ediciones de la gran novelita de Diego Hurtado de Mendoza. Y como ya decía, no ha sido ésta la primera vez que se encuentra una biblioteca emparedada, ni será tampoco la última. Pero después de veinte años de su descubrimiento, ¿por qué ahora vuelve a la actualidad este hallazgo? Pues porque hasta hace poco no se ha podido recuperar otra de sus joyas: una nómina o sello acuñado en Roma el 23 de abril de 1551 “extraviado” y milagrosamente recuperado en cuanto la propietaria de la casa y vendedora de la biblioteca a la Junta de Extremadura, se dio cuenta del “extravío”. Los tortuosos caminos de la desaparición y posterior resuperación de esta pieza son, como los de Dios, inextricables, y su detalle se lo ahorramos al lector. Valga, haciendo un apresurado resumen, como conclusión que un alto cargo de la política nacional “se lo llevó a su casa”. Y ustedes se preguntarán ¿pero hay políticos que sepan de joyas bibliográficas? De todo hay en la viña del Señor, y más si son “regaladas”. Yo me permitiría añadir a modo de augurio: ni ha sido ésta la primera vez, ni será, seguro, la última. José López Romero

viernes, 11 de marzo de 2011

ESCRITOS GASTRONÓMICOS

         Al Doctor Thebussem, seudónimo tras el que se escondía el hidalgo asidonense Mariano Pardo de Figueroa (1828-1918), debemos, amén de una profusa colección de artículos que encendieron la mecha del cervantismo en España, del inicio en nuestro país de los estudios sobre historia postal, filatelia y exlibrismo, la dignificación de la gastronomía como tema literario. Siempre provocador, en 1876 dirigió una carta pública titulada “Jigote de lengua” al Jefe de las Cocinas Reales censurando el formato y redacción de las listas de comida de Su Majestad, y sugiriendo la necesidad de que apareciera en ellas un plato nacional. El asunto, considerado baladí por muchos e interpretado por otros como una grave falta de cortesía hacia el rey Alfonso, agradó sin embargo a éste, que pidió a su amigo José de Castro y Serrano (“Un cocinero de Su Majestad”) que invitara a Thebussem a iniciar una polémica en la prensa para su deleite personal y para mayor aprovechamiento de todos. Las epístolas cruzadas entre Castro y Thebussem marcaron el referente del buen gusto en la mesa y la cocina del momento. Refugiándose en su fingida nacionalidad alemana, el Doctor aprovechó para analizar la relación de los españoles con la comida (desconocimiento de la verdadera alimentación, falta de higiene en las cocinas, malos hábitos…) y para celebrar la calidad de los productos y la variedad de guisados existentes. Castro le animó a dirigir una campaña para promover una “cocina nacional”, previa recopilación de las recetas más significativas y catalogación de los manjares más característicos, asunto que atraía al asidonense pero que consideraba casi irrealizable. Cuando Thebussem viajó a Madrid en el invierno de 1887 para preparar la edición de La mesa moderna, que reuniría los comentados artículos y algún otro –como “Los alfajores de Medina Sidonia”, por el que había sido nombrado miembro de la Sociedad de Gastrónomos y Cocineros de Londres–, las mejores mesas y casas de la Corte se disputaron su presencia, y se le premió con el título de Presidente de la Sociedad del Arte Culinario de Madrid. En el libro que presentamos (editorial Renacimiento, 2011), Jesús Romero Valiente, natural también de Medina Sidonia, doctor en Filología y desde hace muchos años profesor de Latín en el I.E.S. Padre Luis Coloma y conspicuo investigador de variados asuntos de su pueblo, nos ofrece una selección de otros escritos gastronómicos de Thebussem, menos conocidos pero no por ello menos jugosos. “Montiño y Gouffé”, “Cocinero y santo”,  “Juan de la Mata”… son más que reseñas bibliográficas; en “Ajilimójili” se funden Gastronomía y Lingüística; respuestas a consultas sobre recetas, usos culinarios, etiqueta en la mesa o historia de la cocina son “Pelitriques”, “Arrepápalo”, “Con dos dedos”… “Leyes y cañas” se refiere al modo de tomar la manzanilla, y “Los Gippinis”, a un pleito que enfrentó al pastelero gaditano Domenico Gippini con el Ayuntamiento de Jerez. Dotado de finísimo humor, Thebussem ilustra sus escritos con chascarrillos y anécdotas, y a veces lo culinario se convierte en pretexto para desarrollar sabrosos cuentos, como “Pastel de bonijo” o “Sopas de ajo”. José López Romero.

INCOMPATIBILIDADES

Eran otras líneas dedicadas a otro tema las que debían ocupar este espacio, pero muchas veces la actualidad prima sobre los deseos, y aunque mis intenciones, como les digo, eran otras, es difícil no pronunciarse sobre la reacción de algunos intelectuales argentinos, a cuya cabeza se encuentra el director de la Biblioteca Nacional de aquel país, contraria a que el último premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, sea el que inaugure oficialmente la próxima Feria del Libro de Buenos Aires. Desde la concesión del Nobel se está produciendo un hecho preocupante en torno al autor peruano, y es el intento cada vez más evidente desde ciertos círculos de empañar la figura literaria de Vargas Llosa con su hipotético ideario político. Ese hipotético “liberalismo agresivo” que se le echa en cara y que enerva no a los lectores, sino a importantes sectores de poder en determinados territorios americanos. Ello se hace evidente cuando escarbamos un poco en quiénes son éstos que están detrás del boicot a Vargas Llosa en Argentina: un pequeño círculo de intelectuales muy cercanos al kirchnerismo, y a los que todavía tiene que escocer que el reciente Nobel de literatura calificara de desastre total a la presidenta Cristina Fernández. ¿Qué pensaría Borges, que también fue bibliotecario, de la iniciativa del actual director de la Biblioteca Nacional Argentina? ¿Hay que mezclar el admirable legado literario con los idearios personales de cada escritor? ¿Tenemos que dejarnos influenciar por las proclamas de políticos y funcionarios también es esto de la Literatura? Si los dejamos entreabrir esta puerta quizás en un futuro no muy lejano nos convenzan que leer a Vargas Llosa es incompatible con admirar la obra de García Márquez. Ya escucho la voz del funcionario futuro que velará por nuestra salud literaria… “Pero hombre, ¿cómo pretende usted leer la “autobiografía de Federico Sánchez” de Semprúm, después de haber terminado con “La colmena” de Cela? ¿No ve que le van a sentar mal?” Ramón Clavijo Provencio

sábado, 5 de marzo de 2011

De coleccionistas y viajes

Sé de algunos espíritus inquietos que coleccionan referencias de personajes ilustres que en su día pasaron por la ciudad, de la misma manera que otros coleccionan libros o sellos. Pensando en ellos –hoy me siento generoso- redacto las líneas que siguen, en las que doy cuenta de la breve pero intensa estancia del norteamericano Washington Irving en algunas ciudades de nuestra provincia. Para ello es preciso viajar hasta el verano de 1828 y toparnos con el escritor en el preciso momento en que vuelve de Sevilla, tras visitar los lugares colombinos. Luego, después de una breve estancia en la ciudad, éste decide buscar algo de frescor y tranquilidad en la costa. Así en los últimos días de agosto se le ve embarcando en el vapor “Canario” rumbo a Cádiz. Sabemos que lo que quería Irving era seguir trabajando en su inacabado manuscrito de “La conquista de Granada”, pero el alojamiento que habían encontrado en el nº 4 de la calle Palacios de la capital - la casa de un fabricante de sillas- al parecer no reunía las mejores condiciones para que el escritor pudiera evadirse y concentrarse en su trabajo. La solución la encontró en una fugaz escapada a la vecina Jerez, donde visitando las bodegas de Domecq conoció a R.S. Hackley, uno de los invitados por el bodeguero con el que compartió mesa. Hackley, antiguo cónsul norteamericano en Sanlúcar, y más tarde en Cádiz, tenía una finca en el Puerto llamada El Cerrillo, y que a escasa distancia de esta población, sobre una pequeña elevación del terreno desde donde se divisaba el mar, podría ser el lugar ideal, pensó el norteamericano, para culminar los asuntos literarios que se traía por entonces entre manos: “El edifício se encontraba situado en un lugar privilegiado desde donde podía extenderse la vista sobre una infinita extensión de tierra y mar, con la antigua ciudad fenicia de Cádiz asomando a ocho millas de distancia y las montañas de Ronda cerrando el horizonte a lo lejos.” Llegados a este punto, la verdad es que ignoramos si la costa, o sus periódicas visitas a las bodegas jerezanas, inspiraría alguna de las creaciones del escritor pero de seguro sí que hizo avanzar los asuntos literarios en los que se hallaba enfrascado. Las vistas desde El Cerrillo cautivaron a Irving que ya pensaba alargar su estancia en el Puerto cuando le llegó la terrible noticia de la epidemia de cólera en Cádiz. Para escapar de ella Hackley, el dueño del Cerrillo, reclamó su propiedad para alojarse con su familia por lo que Washington Irving no tuvo más remedio que poner punto final a aquellos felices días. Nuestro viaje toca a su fin también, pues a principios de octubre de 1928 dejamos al norteamericano embarcando en el vapor “Betis” rumbo a Sevilla. ¿Incrementará esta anécdota la colección de algunos de esos coleccionistas a los que me refería al principio? Ramón Clavijo Provencio

CITAS

Cada vez que se ponía a leer, no le faltaba a mano un lápiz con el que iba subrayando algunas frases. Había quien ya llegaba a pensar que sólo leía para subrayar esos breves fragmentos que después pasaba con escrupulosidad oriental a su ordenador portátil. Tenía en el escritorio varias carpetas abiertas cuyos nombres respondían a otros tantos temas, algunos tan universales como el amor, el dinero, la muerte, la amistad; pero otros eran más intrascendentes, asuntos de actualidad, de pervivencia efímera. Pero a la tecnología, añadía procedimientos más artesanales, y siempre se acompañaba de una libretita en la que tenía anotadas las frases más felices, las clásicas y las universales, las conocidas por todos pero también las más originales; en definitiva, aquellas perlas que le garantizaban el éxito social fuera la situación que fuera, ni importaba el contexto para decirlas ni falta que hacía. Y cuando las lecturas no lo abastecían de las citas necesarias, de inmediato se conectaba a Internet, ponía en su buscador el tema o los autores de cabecera y en sus páginas encontraba, seguro, ese buen ramillete de frases que perseguía. Antes de una comida con amigos o de empresa, o de una fiesta, mientras su mujer terminaba de arreglarse, él encendía el ordenador, ponía encima de la mesa la libreta e iba memorizando las veinte frases de la noche que, de una manera u otra, largaría a sus interlocutores. Pero antes de aquel ceremonial, se había informado con todo detalle de la lista de invitados y había hecho previamente una buena selección de citas, con las que al tiempo que quería agradar, lo importante era quedar elegante. Por su cabeza paseaban Óscar Wilde (un verdadero clásico en esto de citar), Montesquieu, algún que otro filósofo ocurrente (entre su repertorio no faltaba algo de Pascal o de Descartes), algunos escritores alemanes (Goethe era siempre un seguro de éxito) y últimamente había incorporado a Coetzee, cuyo premio Nobel lo avalaba, y entre los hispanos Borges no tenía todavía igual. Notaba que de un tiempo a esta parte los clásicos grecolatinos, Shakespeare y los escritores áureos empalagaban un poco a su auditorio; alguna mueca de hastío había observado en la última cena cuando citó dos versos del “Othelo” que se había aprendido un poco antes de salir de su casa. Pero aquella noche, cuando el matrimonio se preparaba para otra cena en casa de unos amigos, el ordenador no le encendía y no encontraba la libreta, entonces se fue para la cocina y se tomó una cerveza y una ginebra doble porque esa mezcla era el recurso recomendado por Dickens -¡huy, otra cita!- a quienes están a punto de suicidarse. José López Romero.