viernes, 28 de mayo de 2010

APESTADOS


En ‘La Calera’, novela de Thomas Bernhard, Konrad, el protagonista, confiesa que la sola palabra “funcionario” le hace vomitar. Y todo porque durante el invierno la máquina quitanieves sí llega a la casa de su sobrino Hörhager, funcionario municipal, y no a su ‘Calera’ que se encuentra a pocos metros de distancia. Aunque esta diatriba contra el funcionario y los privilegios municipales de que gozan (estoy hablando de ‘La Calera’) se encuentra en las primeras páginas de la novela, el estilo de Bernhard, no apto para el común de los lectores (de naturaleza poco voluntariosa para la letra impresa), por sí mismo no invita a tomar la opinión de Konrad como un argumento más que añadir a esa campaña de acoso y derribo contra el funcionario, que de un tiempo a esta parte se ha abierto en la opinión pública de este país. En estos tristes días de recortes de sueldos, consecuencia de los desmedidos despilfarros, un periódico publicaba una entrevista a estos nuevos “apestados” de la sociedad; en ella se lamentaba de la campaña de “demonización” a que se está sometiendo al funcionario, cuando todos se han ganado su puesto de trabajo en unas oposiciones, a las que se ha podido presentar –argumentaba- cualquier ciudadano de este país que tuviese los requisitos correspondientes; entre ellos, una determinada titulación académica (bachillerato; carrera universitaria, etc.). Sobre la leyenda negra de que el funcionario trabaja poco y mal, yo soy de la opinión de que en cualquier profesión, como en cualquier empresa (en las privadas también) hay buenos, regulares y malos trabajadores. Porque trabajar no depende de la seguridad y estabilidad, sino de la ética profesional del individuo: el que es vago e incompetente, lo es en lo público y en lo privado; como también viceversa, el que es bueno… Pero los males de este país no son los funcionarios, aunque reconozcamos también su excesivo número (y esta vez no hablo de ‘La Calera’); los males económicos que ahora sufrimos son los ministerios que no sirven para nada, el dinero malgastado, los sindicatos, y un largo etcétera que termina y empieza en quien negó la crisis. José López Romero.

PESADILLA


La verdad es que no me había preocupado hasta ahora. Creí que sólo eran habladurías, que el asunto no llegaría a mayores, pero cuando he terminado de leer la carta que acabo de recibir del Controlador de lectores, me he topado con la dura realidad. Por lo visto, todo parte del excesivo tiempo que se gasta en este país en leer, tanto que se ha decidido aplicar la tijera de manera drástica, y el resultado es que al final, como siempre, vamos a pagar justos por pecadores, es decir, esa mayoría silenciosa a la que es tan fácil aplicarle la tijera cuando las “alegrías” de los que deciden empiezan a pasar factura. En mi caso se me define en este escrito críptico que, como les decía, acabó de recibir, de “lector empedernido”, y como tal se me conmina a una reducción drástica de mis horas dedicadas a la lectura. La verdad es que todavía no me lo creo. ¿Pero cómo se ha llegado a esto? En la dichosa carta, como era de esperar, hablan del bien común y que es el momento de compartir algo de nuestro ardor lector, que hasta este instante habíamos administrado con prudencia, con aquellos otros no tan afortunados que han perdido su derecho a leer y ya fueron despojados de sus libros. Nunca me he considerado un insolidario, pero echo de menos, en estas líneas que me envían estos que deciden por todos y que parecen levitar por encima del bien y del mal, explicaciones de por qué hubo una época cercana donde los controles fallaron, donde repartieron el tiempo que era de todos a diestro y siniestro, con unas alegrías impropias de los que creíamos buenos y preparados administradores. Luego ha resultado que en ese rimbombante organismo denominado Controlador de lectores, ni son tan buenos ni estaban preparados. ¿Asumirán responsabilidades? Me entra la risa tonta… Derrotado me acomodo en mi viejo sillón orejero, ese en el que van dejando huella tantas horas de lectura, mientras observo en la pequeña mesita auxiliar los libros que aguardan ser leídos y para los que ya no habrá tanto tiempo, incluso quizás me obliguen a desprenderme de algunos de mi hasta ahora bien surtida biblioteca. Lo único que tengo seguro es que seguiré por lo menos con el libro que estoy hasta ahora leyendo, este de Lorenzo Silva, La estrategia del agua, que tan buenos ratos me está haciendo pasar. Eso sí, con menos tiempo para dedicarle… Ramón, Ramón... ¿qué pasa…? Me despierto sobresaltado en el viejo sillón orejero, mientras mi señora me apremia a darme prisa para llegar a tiempo a una reunión familiar…Observo que sobre la mesita de lectura está, aún sin abrir, La estrategia del agua, pero a mis pies en el suelo reconozco los periódicos que desde sus portadas aún me lanzan decretazos y otros asuntos de pesadilla. Ramón Clavijo Provencio

miércoles, 19 de mayo de 2010

ESCÉPTICOS


¿Será posible?...escucho quejarse al desconocido compañero de barra, mientras me tomo el café mañanero. Y no es el único (me refiero al comentario) aunque sí quizás el más suave de los que oigo a mi alrededor, mientras observo a la variada parroquia que entre tostadas con aceite y sorbos de cafeína escucha con aire sombrío y escéptico las duras medidas económicas que el presidente del gobierno va desgranando, se supone que para evitar males mayores (aunque no están lejanos los tiempos en que se negaba la mayor, léase crisis). Me siento casi ajeno a la escena, aunque formo parte de ella, pero a diferencia del enojo que flota a mi alrededor a mí lo que me envuelve es el escepticismo alimentado por la lectura estos últimos años, de libros firmados por algunos de los más reputados economistas que no previeron la que se nos venía encima, o las declaraciones de muchos políticos, que las iban luego cambiando sin pudor a caballo de las circunstancias. Hoy cuando esa mal llamada sociedad del bienestar parece irse estrepitosamente al traste, cuando nuestros hijos parecen tener todas las papeletas para ser una generación que vivirá peor que sus padres, creo que cuando menos tenemos derecho a ser escépticos, palabra con mala prensa en los alegres tiempos pasados y que quizás ahora tengamos que utilizar más de la cuenta, como una especie de armadura… Y todo esto que les cuento posiblemente no esté tan alejado de la lectura como piensan. Y es que quizás también estemos a punto de entrar en otro tiempo para la literatura, de acabar con tantas alegrías consentidas imponiéndose un tiempo de escepticismo que es tanto como decir cautela. En la gran novela de Jordi Soler La fiesta del oso, el sentido abnegado, optimista, casi heroico que adquiere la historia en sus inicios, se transforma en una sensación de insoportable escepticismo al final. Les puedo asegurar que espero tanto como ustedes, que ahí acaben los paralelismos esbozados en estas líneas…RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO.

LA GOLFEMIA


Salvador María Granés fue uno de esos escritores que gozó de fama y reconocimiento público por sus habilidades en un género tan español como la parodia. En ‘La realidad esperpéntica (aproximación a ‘Luces de bohemia’)’, libro que por otra parte citaba hace unas semanas, Alonso Zamora Vicente nos ofrece una exhaustiva relación de todas las óperas, zarzuelas y numerosas obras de teatro que sufrieron las versiones paródicas de Granés, fecundo libretista del género. Así, ‘Dos fanatismos’ de Echegaray se convirtió en ‘Dos cataclismos’; ‘La pasionaria’, de Leopoldo Cano, se trocó en ‘La sanguinaria’; ‘Thermidor’, drama de Sardou, pasó a llamarse ‘Thimador’; la ‘Tosca’ de Puccini, en ‘La fosca’, y así una larga y prolífica lista que el lector curioso puede también consultar en la Biblioteca Virtual Cervantes, donde puede encontrar los textos de muchas de estas obras, entre ellas ‘La golfemia’, parodia de la ópera ‘La bohème’ de Puccini, que se estrenó en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el 12 de mayo de 1900. Zamora Vicente confiesa que no puede precisar la vigencia oral de la palabra “golfemia”, pero debió de circular con profusión en la conversación ordinaria, ya liberada de su origen literario. Una mezcla de golfería y bohemia “que nos lleva a través del ambiente de un Madrid absurdo, brillante y hambriento. El mundo de artistas pobretones, desmelenados… un eco más o menos cercano de los personajes de la ópera de Puccini queda aún en la parodia: Mimí se convierte en Gilí; Rodolfo, en Sogolfo; el músico queda en organillero; Marcelo, pintor, se convierte en Malpelo, pintor de brocha gorda”. Lo importante de la parodia como mecanismo consiste en dejar siempre al menos una pequeña pista que le permita al lector o al espectador reconocer al personaje parodiado. Hoy, la golfemia, como clase social, no la constituyen artistas pobretones y hambrientos de un Madrid finisecular que abría los ojos al nuevo siglo XX. Si Granés levantara la cabeza y cogiera la pluma, pintaría una España llena de golfos de coche oficial, de maletines y empresas, de despilfarro o apropiación de dinero público, de jueces prevaricadores, gentuza que A. Machado definía perfectamente: “trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes”. ¿Nombres? No hace falta ni deformarlos ni citarlos porque lamentablemente todos los conocemos. ¿Y los artistas? Panda de pelotas subvencionados, lameculos de la ceja, que deshonran a aquella otra golfemia, la más honesta, de pobretones y hambrientos; esa golfemia que nos pintara Valle-Inclán en la heroica figura clásica de Max Estrella. José López Romero.

miércoles, 12 de mayo de 2010

CATEGORÍAS


“¡Ea, ya lo has conseguido! Ya has titulado uno de tus artículos con tu palabra favorita ‘Prohibir’ (mi hija en un ataque de vengativo reproche). Y, embalada, seguía: “Ya me conozco la película: “niña no hagas esto; niña no digas eso…” (mi hija en pleno ataque rebelde-reivindicativo). Y ahora te da por prohibir libros por malos. A ver ¿cuántas clases o categorías de libros existen en tu opinión?” (pregunta en tono tan mordaz como capcioso). No me arredré, compuse el continente y me dispuse al contenido. “Hija mía (mi padre en un ataque de paternalismo cursi), permíteme que en lo tocante a libros te imparta una pequeña lección, porque algo sé del tema, aunque no todo lo que quisiera (mi padre en pleno ataque de falsa modestia). Hay libros, los menos aunque en buen número que disfrutan de la categoría de “clásico” y es su lectura obligada no una, sino varias veces si queremos hacer méritos para subir al cielo. Todas las épocas cuentan con sus clásicos, más antiguos como los textos homéricos, o más modernos, como los cervantinos o shakespearianos, o incluso actuales, entre los que se contarían sin duda buena parte de la narrativa hispanoamericana y poetas como Machado o Juan Ramón. En un escalón más bajo estarían autores y obras que han dejado también su sello para la posteridad y han sido fuente e influencia para escritores de sucesivas generaciones; autores, algunos secundarios, pero otros de primera fila que disfrutan de lugar privilegiado en la historia de la literatura. Pero la mayor parte de los libros, los literarios incluidos, que se hacen hoy en día, y aunque no tenemos perspectiva temporal suficiente, serán sin duda prescindibles y, por ello, cruelmente olvidados. Esos libros (y la historiografía local tiene excelentes ejemplos últimamente) no sólo contribuyen al impacto medioambiental de la desertización, sino que me atrevo a pronosticar que pueden lesionar seriamente la capacidad intelectual de quien se arriesgue a su lectura. “¿Y tus libros?” (mi hija a degüello). “¿Los míos? Al calor de tu amor los hice”. “Touchée, father”. José López Romero.

MENSAJE EN UNA BOTELLA


Hace unos días los medios de comunicación se hacían eco de una noticia, que no por repetida otras veces deja de sorprendernos: el descubrimiento de un mensaje en una botella treinta y tres años despúes de que fuera arrojado al mar. El mensaje, escrito por un chico que viajaba en el velero de su padre realizando una larga ruta por el Atlántico, daba algunos detalles de ese periplo viajero que realizaba a bordo del barco Tamaris. Pues bien, más de tres décadas después alguien encontró aquella botella y picado por la curiosidad comenzó a hurgar sobre aquellos datos que le proporcionaba hasta localizar al protagonista de la historia. Como les digo, no es una historia inédita, pues con variantes se ha repetido muchas veces a lo largo del tiempo. El Pacífico está salpicado de testimonios de soldados de uno u otro bando que durante la Segunda Guerra Mundial, aislados en islas que no aparecían en los mapas, daban detalles sobre su situación. Algunos lo contaron, otros terminaron criando malvas mientras las botellas donde colocaron sus mensajes aún son empujadas por las corrientes marinas. Pero estas historias siempre han sido fuente de inspiración para la literatura. ¿Cómo menospreciar datos que te ponen frente a historias inacabadas, muchas cargadas de detalles enigmáticos, quizás propiciado por la situación de peligro inminente, o desesperación, y donde el escritor puede intervenir para terminar o recomponer una historia que bien pudo ser como la imaginamos? Ya Edgar Allan Poe se daba a conocer en el mundillo literario con el hoy famoso “Manuscrito hallado en una botella”, quizás inspirado en alguna noticia leída en el The Saturday Visitor de Baltimore, precisamente el periódico que premió la narración en un concurso literario convocado por sus editores. Más recientemente el escritor Nicholas Sparks escribiría la novela titulada ‘Mensaje en una botella’, luego llevada con fortuna al cine, donde una periodista trata de desvelar el misterio que se esconde tras una declaración de amor a una difunta, que encontró en la orilla de la localidad donde pasaba sus vacaciones. Y así podíamos seguir con muchos más ejemplos. Pero el misterio que se esconde tras muchos de estos mensajes que nos llegan de un tiempo pasado en una cápsula de cristal, también nos puede asaltar de otras maneras. Hay pasajes en ciertas novelas o historias llevadas a la pantalla grande, y que las más de las veces nos pasan desapercibidas, pero que son la puerta entreabierta a otras historias que nunca sabremos: ¿Cuál sería la historia de ese cadáver congelado que se encuentra Jeremías Johnson, el personaje de la novela de Vardis Fishe (luego interpretado por Robert Redford en la gran pantalla), en los parajes helados de las Montañas Rocosas, al que le quita su fusil que sería luego decisivo para su supervivencia? Hace algunos años llegué a conocer un personaje que recopilaba estas historias anecdóticas que de forma colateral nos asaltan en muchas lecturas, con vistas a un libro que no sé si llegó a publicar. Como ven, hay muchas formas de lanzar mensajes en una botella. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO