jueves, 4 de marzo de 2010

CÓMODO Y PLACENTERO


Llevo ya unas semanas luchando a brazo partido con una edición de las obras completas del Padre Luis Coloma, que no sé aún cuál es la mejor postura, ni dónde ni cómo colocar el volumen para que su lectura sea más que un sufrimiento, lo que debe ser toda lectura: un placer (aunque alguno habrá, más llevado de prejuicios que de conocimiento, que dude de la elección). A la cama no me las he podido llevar, con el consiguiente disgusto (hablo de las ‘obras completas’ de Coloma, no se me confundan); y cuando en la mesa de trabajo le aplico el flexo, el papel biblia en que está encuadernada la edición brilla, deslumbra y hace imposible su lectura. En definitiva, un suplicio jesuítico (esperemos que sea A.M.D.G.). Ya en otras ocasiones hemos comentado aquí el problema que se le presenta al lector ante textos voluminosos o poco manejables, que se resisten a la comodidad exigida por todo lector. Por eso, entre otras muchas cosas (precio incluido), soy yo tan partidario de ediciones de bolsillo; libros que pueden sostenerse con una sola mano, que admiten toda clase de posturas y sitios variados. Y si la comodidad es fundamental, como podemos observar cuando un libro se nos resiste a ella, no menos importante es no ya el texto en sí (cuestión de gustos), sino el mismo proceso de lectura. Y digo esto porque en pocos días y por canales distintos me he encontrado con la misma anécdota: personas que prefieren empezar el libro por el final. En un caso, la protagonista de la película leía la última página para ver si el libro le iba a interesar; en el segundo, una buena amiga me comentaba que prefería leer el final para así, liberada (me justificaba) de su curiosidad y sin las prisas propias por llegar al desenlace, podía disfrutar más de la lectura de todo el libro. Y la verdad es que no le faltaba razón. A veces y sobre todo con algunos géneros, la imperiosa necesidad de llegar al término de la historia, nos impide recrearnos en la intriga, paladear otros detalles que la urgencia de seguro no nos permitiría. Esto mismo me pasó, sin ir más lejos, el otro día. Leía yo el relato ‘El gran cambiazo’ de Roald Dahl (Anagrama), un enredo de intercambio de parejas tramado por los esposos sin el conocimiento de las cónyuges, y era tal la curiosidad por saber si el “cambiazo” llegaba a buen término que a punto estuve de hacer mudanza en mis costumbres y pasarme al final, para así disfrutar más de la trama. Sin embargo, supe contenerme y, como en otras actividades igualmente placenteras, no me salté ni uno solo de los preliminares. Por cierto, ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah!, de la lectura. Pues lo mismo digo. José López Romero.

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