martes, 30 de marzo de 2010

INQUISICIÓN


Si en otros artículos hemos citado a Jacques Le Goff, sería un menosprecio imperdonable no dedicar unas líneas a Marcel Bataillon, sin duda otro de los grandes, quien nos dejó su monumental obra “Erasmo y España”, publicada en francés por vez primera en plena confrontación civil (1937), y después ampliada con su miscelánea “Erasmo y el erasmismo”. Sus investigaciones sobre la influencia del pensamiento del humanista holandés en la literatura española del s. XVI, por lo arriesgada de alguna de sus opiniones hoy se ven contestadas (véase “Erasmo y la prosa renacentista española” de Asunción Rallo), aunque nadie le quita el mérito de la trascendencia de su trabajo. Precisamente entre sus páginas, Bataillon comenta el proceso inquisitorial en que se vio envuelto fray Bartolomé Carranza, por aquel entonces arzobispo de Toledo, es decir, uno de los grandes príncipes de la Iglesia, todopoderoso desde el puesto religioso de mayor relevancia y prestigio de la España del XVI, que fue encarcelado y procesado por espacio de ocho años (1559-1567) hasta morir en el convento de Santa María sopra Minerva de Roma, ciudad a la que se trasladó el proceso por orden del Papa Pío V. A pesar de las influencias del propio Rey a favor del reo, la Inquisión no consintió en que ni el mismísimo Felipe II, señor del mundo, intercediera por Carranza. Pero lo que más me ha llamado la atención de las páginas del gran Bataillon es la expresión que emplea al referirse a la Inquisición: “El problema [el de Carranza] ha sido entrevisto… por los espíritus simplistas para quienes el movimiento de renovación religiosa no es más que una epidemia que tenía su centro en Alemania, y de la que estaba bien defendida España por el cordón sanitario de la Inquisición” ¿A qué me suena esto? José López Romero.

EDICIONES


Son muchos los libros que se publican, demasiados. Es algo sabido, pero ello no nos libra de coger un cabreo cada vez que repasamos la listas de los más vendidos. No quiero decir con esto que todo impreso que esté en una de estas listas deba ser considerado poco menos que un libro basura. A veces, éxito y calidad también van unidos, aunque no es lo común; muy al contrario, año tras año, asistimos a la parafernalia millonaria que las multinacionales de la edición se gastan en campañas promocionales de libros miserables. La cuestión es vender, no la lectura. Muchos creen que lo importante es que se lea, no lo que se lee, pero la mayoría de las veces esa ecuación libro vendido igual a libro leído no es exacta. Hace algunos años, en este mismo medio, llevé una sección mensual donde publicaba la lista de los libros más vendidos y la de los más leídos. Raras eran las coincidencias. El despilfarro monetario en publicar sandeces, bien se podría encauzar hacia una mayor sensatez. ¿Cuántos libros maravillosos nos estamos perdiendo por esta política editorial suicida con la lectura? ¿Cuántos libros merecedores de nuevas reediciones se quedan en el olvido? Por ello no puedo dejar de alegrarme al conocer la reedición del Hobbit en la nueva colección Austral o la aparición de la colección “Clásica” dirigida por Francisco Rico, y que pretende reeditar 100 obras clave de la literatura española. Ramón Clavijo Provencio.

miércoles, 17 de marzo de 2010

LAZARILLO


Sobre las 6’50 de la mañana del pasado viernes y en pleno fragor del aseo personal estaba yo, cuando de repente la radio me dio la noticia por tantos siglos esperada: don Diego Hurtado de Mendoza era el autor de ‘El Lazarrillo de Tormes’. Tal fue mi sorpresa que por poco me hago un costurón en la mejilla izquierda con la cuchilla de afeitar. Las pruebas que presentaba la paleógrafa Mercedes Agulló no daban lugar a la duda; todo lo contrario, certificaban irrefutablemente una teoría que ya a principios del siglo XVII se había aventurado a defender el belga Valerio Andrés Taxandro en su ‘Catálogus clarorum Hispaniae scriptorum’, y que tuvo durante cierto tiempo general aceptación hasta el punto de que muchas ediciones se publicaron con el nombre del famoso militar y diplomático español, amigo personal del emperador Carlos V (magnífica la novela ‘el embajador’ del admirado Antonio Prieto, que recrea la vida de don Diego). La fama de escritor procaz era otra de las razones que sus defensores esgrimían para su candidatura a la autoría de una de las obras más importantes de la literatura europea (tomo estos datos de la ‘Historia de la literatura española’ de J.L. Alborg). Una vez recuperado de la conmoción o sorpresa y con la cara embadurnada en loción balsámica, tomé verdadera conciencia de lo que esa confirmación significaba: se descifraba uno de los grandes enigmas de la literatura española, y de inmediato mi primer recuerdo fue para el eminente Francisco Rico, ¡tantas horas y tantos desvelos dedicados a Lázaro, a sus fortunas y adversidades, y ahora se le adelantan por la mano, o mejor dicho, por la letra, y otra (no menos eminente en su terreno) le pisa el autor! Pero no hay que preocuparse, otros no menos grandes y complejos misterios quedan aún por resolver en esta nuestra literatura, llena por otra parte de laberintos: el autor del primer acto de ‘la Celestina’; ¿quién se esconde realmente detrás de ese espurio Alonso Fernández de Avellaneda?; ¿fue Tirso de Molina el autor de ‘El burlador de Sevilla?, son problemas que siguen dando trabajo a la investigación. Con el primer café me acerqué a los medios de comunicación para comprobar el impacto de la noticia, desolación: apenas alguna breve reseña o comentario y sólo una revista cultural daba cuenta con detalle del hallazgo de Mercedes Agulló y su base documental. Por la noche, pensé, seguro que las televisiones dedicarán algún espacio. Cuando hacía el consabido zapping, me encontré con Julián Muñoz. Y en mi infinita confianza en el género humano, y no digamos en las cadenas de t.v., no pude por menos que pensar: ¡qué gran homenaje a don Diego y su ‘Lazarillo’, no han podido elegir mejor pícaro o, por decirlo más exactamente, mayor truhán, porque el pícaro al fin y al cabo tiene su encanto. Don Diego estará ahora disfrutando en la gloria!; la otra gloria, la que se le hurtó por tanto tiempo, Mercedes Agulló se la ha merecidamente devuelto. José López Romero.

MELANCOLÍA


No sé quién comentó alguna vez aquello de “deberían prohibir la melancolía”. Posiblemente sea una frase que haya escuchado, con ligeros matices, no en boca de alguien en particular sino de muchas personas y de ahí mi dificultad en ponerle nombre y apellido. Es la melancolía en todo caso un sentimiento peligroso, que si no se controla pueda acabar ahogándote y llevarte al ensimismamiento, como si estuviéramos bajo el efecto de algún opiáceo; pero es que además nos podemos ver presa de sus efectos de repente, porque es así de puñetera, y el detonante puede ser un simple recuerdo que acude instintivamente, una fugaz imagen o una noticia como me ha sucedido a mí, con la de la muerte de Miguel Delibes. Es inevitable que la muerte de alguien como él genere un aluvión de reacciones, y más en un país como el nuestro presto a la alabanza post-morten. En mí el salto a la actualidad del escritor por tan trágico motivo, me ha provocado más que nada melancolía. Y es que Delibes fue uno de aquello personajes ligados a la cultura que atrajeron mi curiosidad de adolescente. Leí ‘La guerra de nuestros antepasados’ o ‘El príncipe destronado’, como también, entre otras muchas, ‘Historia de una escalera’ de Buero Vallejo, ‘A sangre fría’ de Capote, o ‘Al sur de Granada’ de Brenam. Libros y libros, sin orden ni concierto, de los que paradójicamente sólo han quedado en el recuerdo con el paso de los años unos pocos; como aquel ‘Confieso que he vivido’ de Neruda cuya primera edición compré en una recién inaugurada librería Mignon en Cádiz, o el mismo ‘Cinco horas con Mario’ (otra vez Delibes) con el que me pagaron es “especie”, junto a otros libros, por mi ayuda en los preparativos previos a la inauguración de otra librería gaditana, Petrarca, ya desaparecida. Delibes me trae melancolía, y me alcanzan sin que lo pueda evitar los sones del Tubular Bells de Mike Olfield, las imágenes en blanco y negro de aquellos ‘Doce hombres sin piedad’ protagonizado por José María Rodero, los poemas de Machado versionados por Serrat… RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

miércoles, 10 de marzo de 2010

EL ELEMENTO SORPRESA


Parece que la crisis agudiza el ingenio. Por ejemplo: hace unos días daban cuenta en un informativo de televisión cómo en una peluquería femenina, no recuerdo de qué ciudad española, las señoras que allí acudían para arreglarse el pelo, para distraer el tiempo tenían otra alternativa a la tradicional de repasar las manoseadas revistas del corazón, y esa alternativa no era otra que escuchar música en directo. No estaba mal pensada la idea: no ponían la radio, y por tanto, la SGAE no podría amenazar con fuertes multas por emitir canciones sin su permiso, y al mismo tiempo no se prescindía de algo tan connatural con una peluquería como la música, o las revistas, solo que ahora, en lo que atañe a la música, sería en vivo. Y así algunos grupos musicales noveles a cambio del local gratis y con público, interpretan algunas piezas al día, y con ello empiezan con el boca a boca a publicitarse. Bueno, como les decía al principio, el que no hace volar la fantasía en plena crisis puede estar abocado a perecer, y así, no sé si inspirados por esta iniciativa de la mencionada peluquería, en Valencia, Miguel Fuentes, un enamorado de la novela negra y propietario de una librería no ha dudado en darle un ligero toque al negocio, incorporando la posibilidad de que cuando los clientes, una vez felices tras adquirir el libro que fueron a buscar, o fracasados en su búsqueda y cansados de recorrer las calles que forman las estanterías atestadas de libros del local, puedan tomarse un café o una copa y relajarse. Hasta ahora lo común era que entráramos en algunos lugares de copas y la decoración incluyera alguna estantería o expositor donde sin orden ni concierto se amontonaran libros y, como decíamos antes, primase más lo decorativo que el interés para los potenciales lectores. Todos conocemos alguno de estos lugares, pero desengañémonos no están pensados para lectores, sin embargo la iniciativa que les comentaba antes parece dar una vuelta de tuerca más interesante que estas propuestas. Es una librería la que se adapta y trata de ofrecer algo más a sus visitantes, que sí son lectores. La librería Laine en Barcelona puede ser un buen ejemplo, sobre ella se ubica una primera planta donde se sitúa el café. Esta estela, como todas las ideas novedosas, prevemos empezará a tener seguidores, y así parece confirmarlo el propietario de otra librería, en este caso Slaughthouse, también de Valencia. La librería, ubicada en una antigua carnicería, suele tener una oferta variada, aunque ya generalizada en muchas librerías, como ser escenario también de exposiciones o presentaciones de libros, incluso de conciertos, pero ahora con la apertura de esa otra posibilidad cual es tomar una copa relajadamente mientras se lee una novela de actualidad, suele ser ese elemento sorpresa “ese algo diferente, en palabras de su propietario, que al fin y al cabo es lo que mucha gente busca”. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

FÚTBOL


Juan Manuel Lillo es un entrenador de fútbol (ahora en el Almería) que consiguió su prestigio en aquel Salamanca de la década de los noventa y que después ha ido dando tumbos de un equipo a otro, aunque siempre precedido de esa aureola de entrenador que prefiere el buen juego al resultadismo. Para mi amigo Juan Luis no deja de ser un bluf. El otro día le leía una entrevista en la que se lamentaba de que por ser un gran lector tenía también fama entre la profesión o el mundo del fútbol de intelectual dicho en un tono peyorativo. “Insultan con piropos”, decía. Y es cierto que durante mucho tiempo, y hasta hoy en día se sigue viendo al futbolista como una persona inculta, dotada sólo para el deporte, pero no para los libros. Digamos que no sólo el fútbol, el deporte en general, y si se practica a nivel de élite, exige dedicación plena, tan plena que es de todo punto imposible compaginarlo con ninguna otra actividad, y menos aún si ésta es de carácter intelectual. Sin embargo, en las largas concentraciones o para distraerse conocemos la afición de muchos deportistas a las videoconsolas. Por eso también, que de algunos futbolistas sepamos que se hicieron sus carreras universitarias mientras estaban al más alto nivel competitivo (recuerdo ahora a vuelapluma a Butragueño, Alfaro, Miguel Pardeza, éste último ha hecho incluso su tesis doctoral sobre el periodista González Ruano), no deja de ser una excepción entre los muchos que alimentan el tópico de futbolista inculto, aunque, como todo tópico, expuesto a revisión, porque otros son los tiempos, otras las exigencias tanto personales como sociales. Lo peor de todo esto no es el tópico en sí sino, de lo que se lamentaba el propio Lillo, que los mismos deportistas menosprecien la lectura. Incluso la capacidad oratoria de Valdano que muchos de los llamados intelectuales para sí la querrían, ha sido también objeto de crítica; “Valdanágoras” le llama un famoso por polémico periodista. Afortunadamente para el fútbol, en particular, y para el deporte en general, los dos entrenadores de los equipos más importantes, R. Madrid y Barcelona, son dos caballeros que seguro tienen en la consideración que se merece a la lectura, y saben distinguir entre el trabajo y la pasión que despierta el deporte al que se dedican (Pellegrini es ingeniero civil por la Universidad Católica de Chile). Si viéramos a más deportistas con libros en las manos, muchas campañas de animación a la lectura sobrarían; y Lillo es en este aspecto, a pesar de mi amigo Juan Luis, un admirable ejemplo a seguir. José López Romero.

jueves, 4 de marzo de 2010

BÚSQUEDA


Algunas veces la búsqueda de algo te lleva por caminos inexplorados, al final de los cuales lo que se encuentra no es precisamente lo que motivó el inicio del viaje. En este caso me refiero a una búsqueda bibliográfica en la que aún no he tenido éxito, pero en la que sin pretenderlo me topé, a lo largo del tiempo, con una serie de libros cada uno de los cuales fue para mí una agradable sorpresa. Todo comenzó con el encargo por parte de un conocido y reputado bibliófilo, de un impreso del siglo XVIII, un tratado de Geografía firmado por un tal J. Sarmiento, del que le habían llegado noticias que acrecentaron su interés en adquirirlo para su colección. Finalmente, ante sus reiterados fracasos recurrió a mí. Como les decía, la búsqueda continúa, aunque intuyo que la misma es un laberinto que no me lleva a ninguna parte. Mejor dicho, me está llevando a encontrarme con libros tantas veces deseados y que ahora, extrañamente, han salido a mi encuentro sin pretenderlo, cuando la búsqueda era otra. El espacio del que disponemos solo me permite nombrar a dos, pero son un botón de muestra, de lo fructífera que pueden ser ciertas empresas imposibles: Del ‘Barrio de Santa Cruz’ siempre tuve ganas de tener un ejemplar entre mis manos. Este poemario de Pemán prologado por los hermanos Álvarez Quintero, siempre fue considerado por los bibliófilos un tesoro preciado, sobre todo porque se hizo una edición de tan solo 300 ejemplares. Para mí su atractivo reside más en las magníficos dibujos y xilografías del jerezano Teodoro Miciano (de la que reproducimos una), muchas de ellas casi desconocidas hoy día para muchos de sus paisanos. De Carmen Carriedo hay muchas referencias pero pocos restos de su obra literaria, salvo algunos artículos que escribiera en la prensa jerezana, bajo el seudónimo de “María de Xerez” en las primeras décadas del siglo XX. Pero fue una novelista de cierto éxito a nivel nacional, y que finalmente recalaría en la capital del reino. ‘El castillo de Nichopa’ es una de esas novelas olvidadas, y de la que encontré un ejemplar algo deteriorado en los depósitos de una librería de viejo, en mi búsqueda infructuosa de esa Geografía esquiva de un tal Sarmiento. RAMÓN CLAVIJO PROVENCIO

CÓMODO Y PLACENTERO


Llevo ya unas semanas luchando a brazo partido con una edición de las obras completas del Padre Luis Coloma, que no sé aún cuál es la mejor postura, ni dónde ni cómo colocar el volumen para que su lectura sea más que un sufrimiento, lo que debe ser toda lectura: un placer (aunque alguno habrá, más llevado de prejuicios que de conocimiento, que dude de la elección). A la cama no me las he podido llevar, con el consiguiente disgusto (hablo de las ‘obras completas’ de Coloma, no se me confundan); y cuando en la mesa de trabajo le aplico el flexo, el papel biblia en que está encuadernada la edición brilla, deslumbra y hace imposible su lectura. En definitiva, un suplicio jesuítico (esperemos que sea A.M.D.G.). Ya en otras ocasiones hemos comentado aquí el problema que se le presenta al lector ante textos voluminosos o poco manejables, que se resisten a la comodidad exigida por todo lector. Por eso, entre otras muchas cosas (precio incluido), soy yo tan partidario de ediciones de bolsillo; libros que pueden sostenerse con una sola mano, que admiten toda clase de posturas y sitios variados. Y si la comodidad es fundamental, como podemos observar cuando un libro se nos resiste a ella, no menos importante es no ya el texto en sí (cuestión de gustos), sino el mismo proceso de lectura. Y digo esto porque en pocos días y por canales distintos me he encontrado con la misma anécdota: personas que prefieren empezar el libro por el final. En un caso, la protagonista de la película leía la última página para ver si el libro le iba a interesar; en el segundo, una buena amiga me comentaba que prefería leer el final para así, liberada (me justificaba) de su curiosidad y sin las prisas propias por llegar al desenlace, podía disfrutar más de la lectura de todo el libro. Y la verdad es que no le faltaba razón. A veces y sobre todo con algunos géneros, la imperiosa necesidad de llegar al término de la historia, nos impide recrearnos en la intriga, paladear otros detalles que la urgencia de seguro no nos permitiría. Esto mismo me pasó, sin ir más lejos, el otro día. Leía yo el relato ‘El gran cambiazo’ de Roald Dahl (Anagrama), un enredo de intercambio de parejas tramado por los esposos sin el conocimiento de las cónyuges, y era tal la curiosidad por saber si el “cambiazo” llegaba a buen término que a punto estuve de hacer mudanza en mis costumbres y pasarme al final, para así disfrutar más de la trama. Sin embargo, supe contenerme y, como en otras actividades igualmente placenteras, no me salté ni uno solo de los preliminares. Por cierto, ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah!, de la lectura. Pues lo mismo digo. José López Romero.