miércoles, 30 de diciembre de 2009

PREFERIRÍA NO HACERLO


“Preferiría no hacerlo”, ésa es la frase que Bartleby siempre tiene en los labios cuando su jefe le encarga algún trabajo que no es de su agrado, pero que termina por esgrimir ante cualquier nuevo encargo o actividad, le guste o no. Sinceramente, mi primer encuentro con Bartleby no fue a través del relato de Herman Melville, sino por “Bartleby y compañía”, una especie de ensayo, tan interesante como ameno, en el que Enrique Vila-Matas va desgranando diversas anécdotas de escritores que en plena juventud o madurez creadora decidieron jubilar su pluma, poner fin a su carrera literaria, prefirieron no hacerlo más, no escribir ni una palabra más. Por sus páginas pasean los casos más llamativos de Rimbaud, el poeta precoz que a los veinte años ya había escrito toda su obra, o J. D. Salinger, quien después de “El guardián entre el centeno” apenas ha pisado las editoriales; o la anécdota de Juan Rulfo, otro escritor de corto recorrido, quien para justificar su breve producción literaria se excusó en la muerte de su tío Celerino, que le suministraba las historias. Hasta que hace poco logré leer la novela de Melville “Bartleby, el escribiente” en una edición actual (col. Austral), y pude comprender en toda su extensión y crudeza la famosa frase “preferiría no hacerlo”. Las aulas de nuestros colegios e institutos están llenas de nuevos Bartleby, que ante cualquier dificultad, ante cualquier trabajo esgrimen, sin saber su procedencia, la frase “preferiría no hacerlo”, que define como pocas la llamada “cultura del no esfuerzo”. José López Romero.

LA OTRA MIRADA


La mujer, muy mayor, se fue apesadumbrada de la sala, mientras que el bibliotecario, aliviado, respiró tranquilo. “¡Uf!, cada vez viene gente más rara”. ¿Qué le ha pedido? Le pregunté, más por cortesía que por curiosidad, mientras tramitaba el préstamo de un libro que, ya descatalogado, había podido localizar con algo de suerte en aquella biblioteca. “Pues que le encontrara un libro que, según ella, leyó hace años aquí. Pero lo grande es que no se acuerda ni del título ni del autor, sólo que sus páginas estaban llena de anotaciones manuscritas; por lo visto de un antiguo novio que así se comunicaba con ella, evitando a la carabina. Vaya usted a saber dónde está el libro después de cincuenta años”. Salí de la biblioteca pensativo, dándole vueltas a aquella curiosa historia. En ese momento pensé que yo mismo podía haber tenido entre mis manos otras historias similares, historias escondidas en los estantes de muchas bibliotecas públicas, y que no había sido capaz de reparar en ellas: aquel libro lleno de hojas de distintas plantas, que hubiera hecho feliz a cualquier botánico, y que alguien dejó atrapadas entre las páginas de aquella novela. O aquel tratado de historia lleno de curiosos dibujos hechos a lápiz, a los que poca atención presté, pese a que seguramente ocultarían algo más interesante de lo que podía sospechar. Miré entonces con prevención al libro que acababa de sacar de la biblioteca. En él tenía que esconderse otra de aquellas enigmáticas historias, solo reservada para aquellos que tuvieran esa “otra mirada” para poder descifrarlas. Ramón Clavijo Provencio

jueves, 10 de diciembre de 2009

VIEJOS HÉROES


Paseaba uno de estos días atrás por la Alameda Cristina, deteniéndome en ocasiones para hojear los libros que se exponían, como todos los años por estas fechas, en la Feria del libro Antiguo y de Ocasión, cuando me llamó especialmente la atención una caseta donde se mostraban viejas colecciones de “tebeos” infantiles. Y así, casi sin darme cuenta, me vi buscando entre los montones de cuadernillos y las columnas de libros a aquellos héroes de antaño y que hoy aparecen destronados del privilegiado lugar que alguna vez ocuparon. Y es que en ese imaginario que representa el mundo de los héroes infantiles, no siempre sus protagonistas fueron los mismos. Hoy los héroes infantiles no son aquellos fruto de la imaginación de escritores como Julio Verne, Stevenson, Burroughs o Dikens, sino más bien parece que su éxito o fracaso dependiera de la fuerza de los actuales medios de comunicación de masas ligados a las nuevas tecnologías. Los héroes infantiles de hoy, si bien tienen en la mayoría de los casos un origen común en el mundo del comic, a diferencia de los de antaño los niños solo los empiezan a descubrir una vez que estos han saltado de los cuadernillos de papel al cine, la televisión, los videojuegos o Internet. Ejemplo de todo esto que comentamos serían los personajes de la factoría Marvel como Batman o, Spiderman, o los héroes japoneses del manga… Aunque también hay excepciones, como es el caso del personaje creado por J.K. Rowling, Harry Potter, cuyo origen está, como antes, en los libros. Pero como decíamos, nuestros abuelos tenían otros héroes en una época en la que la tecnología aplicada a los medios de comunicación no tenía el papel relevante del que goza hoy día. Era una época donde los héroes y heroínas llegaban principalmente a través de los libros o los “tebeos” antecedentes de los comics actuales. Aquellos héroes y heroínas podemos recordarlos ahora a través de algunas colecciones de libros antiguos, como las que la Feria del Libro Antiguo desplegó ante nosotros hasta hace pocos días. Libros que nos hablan de las aventuras de Sandokán en el Índico y las selvas de Sumatra; Tarzán, el niño abandonado en una selva africana, tras un accidente de aviación y que protagonizará aventuras increíbles con sus aliados los animales; o el pequeño Guillermo Brown, el travieso niño inglés que no terminaba de salir de un problema cuando ya se había metido en otro embrollo. La lista sería interminable: Robinson Crusoe, el naufrago, el aventurero Alain Quatermain, Miguel Strogoff, el correo del Zar, la pequeña Celia…., pero también comics que ya empezaban a tener un gran éxito entre los más jóvenes como los de Tintín, entre los venidos de fuera de nuestras fronteras o “Mary Noticias” y El Jabato entre los españoles. Una época desaparecida donde los niños esperaban el momento cumbre de la semana: la visita al kiosco de prensa. Ramón Clavijo Provencio

RAZA


Hace unos meses di una conferencia en un pueblo cercano a Jerez. Me habían invitado para la semana cultural que organizaba una noble institución, y yo había decidido que mi intervención versaría sobre el amor udrí en el “Collar de la paloma” y sus influencias neoplatónicas; dicho de otra manera, una plasta de considerables proporciones. Llegado el día, allí estaban mis familiares (los más directos, pobrecillos); algunos amigos (cada vez menos; los voy perdiendo a medida que doy conferencias) y un grupo de personas que llenaban a medias el regio salón que nos acogía. Después de la elogiosa presentación de otro amigo que me llevé para la ocasión (de éstos ya sólo me quedan tres o cuatro), empecé mi disertación; pero cuando llevaba un cuarto de hora más o menos, mi otro yo, ése en el que nos desdoblamos cuando se atiende a una conversación pero realmente se está pensando en otra cosa, empezó a fijarse en el variopinto y heterogéneo público, ¿qué motivo u oscura perversión los habría traído hasta allí? Me dio por pensar. Y empecé a distribuirlos por grupos. Uno lo formaban los miembros de la institución que me invitaba, gente educada y de bien, dispuesta a sufrir en silencio mi disertación; otro, lo compondrían esas personas que van a los actos culturales como el que va a la plaza de abastos sólo para mirar la fruta y el pescado sin pretensión alguna de comprar, porque estaba claro que el título de la conferencia en absoluto, a menos que las mentes calenturientas de algunos pensaran que detrás del amor udrí se escondían escenas de porno sado-masoquista; y un último grupo, quizá el más numeroso, lo formaban personas cuyo rictus facial apenas sufrió modificación en aquella hora larga que duró mi intervención. Sólo algunos, muy pocos, mostraron un cierto nerviosismo, manifestado en leve carraspeo, cuando yo enarbolaba la resma de folios que me quedaba por leer. ¿Quiénes son, me preguntaba, estas gentes que, para sorpresa y hasta admiración de conferenciantes, son capaces de tragarse los más variados actos culturales, a cual más peñazo, sin mover un músculo de su cara? La respuesta no puede ser otra: son replicantes culturales, una raza de humanoides que deambula y vegeta por la cultura local, aunque sin la belleza y plasticidad de los que aparecían en “Blade Runner”. José López Romero.

sábado, 5 de diciembre de 2009

LA ESCUELA DE LA IGNORANCIA


El otro día comentábamos mi compañero y amigo Agustín y yo las deficiencias lectoras de los alumnos actuales, y él ponía un ejemplo muy claro: “si en una relato aparece –me decía- la expresión “un bosque de baobabs”, ¿qué puede ser un baobab? Les pregunto a mis alumnos, y ninguno es capaz de acertar con una respuesta; porque no saben relacionar el contexto: si es un bosque, el baobab no puede ser otra cosa que un árbol”. Y es curioso que leyendo un librito titulado “La escuela de la ignorancia” me encuentro con el siguiente párrafo: “En 1983, el rectorado de Niza realizó una encuesta a cerca de 12.000 alumnos de 1º de Enseñanza Secundaria. El 22,48% no sabía leer y el 71,59% era incapaz de comprender una palabra nueva a partir del contexto”. Han pasado 26 años entre la encuesta de los alumnos de Niza y la anécdota de mi amigo Agustín, y yo no sé cómo andará hoy en día el nivel lector de los franceses, pero sí conozco y me lamento del nivel de nuestros alumnos. Pero en esto de la educación lamentarse sirve de bien poco; es más, a veces para lo único que sirve es para cruzarse de brazos porque la solución es tan compleja –se excusan casi todos- que es inútil ni siquiera intentarlo. Y sin embargo, yo creo que por ser tan evidente y tan descaradamente sencilla, se le tiene miedo a ponerla en práctica. Basta con suprimir los manuales de la enseñaza primaria, y hasta de los dos primeros cursos de la E.S.O., y sustituirlos por un ordenador para que el alumno empiece a adquirir competencia en las nuevas tecnologías, periódicos en las aulas para que desarrollen un conocimiento de la realidad que les rodea y preparen su inteligencia crítica, y libros de lectura. ¿En clase? Lectura y escritura, sobre todo, y una enseñanza basada en ámbitos de conocimientos muy básicos. Tan sencilla la solución que da hasta vértigo. “La escuela de la ignorancia”, escrito por el francés Jean-Claude Michéa, es, más que un librito, una llamada de atención contra una escuela que ha dejado de dar ese servicio social que consistía en transmitir la cultura, formar el espíritu crítico y hacer a los hombres y mujeres libres, para convertirse en estabulación de analfabetos funcionales. El peligro del que nos avisa lo podemos resumir en otro fragmento: “Entendemos por “progreso de la ignorancia” no tanto la desaparición de los conocimientos indispensables… sino el declive de la “inteligencia crítica”; esto es, la aptitud fundamental del hombre para comprender a un tiempo el mundo que le ha tocado vivir y a partir de qué condiciones la rebelión contra ese mundo se convierte en una necesidad moral”. Quizá es eso lo que se pretende, porque la ignorancia es una manera, la más perversa, de esclavitud y dominio. José López Romero.

EL TIEMPO


Llega de manera inesperada a mis manos el libro de J.B. Priestley “La visita del Inspector”. Un clásico de las letras inglesas. Alguien lo ha dejado olvidado sobre la barra del bar donde suelo tomar el café mañanero, y como nadie parece interesado en él, termino por apurar mi taza de café hojeando la pequeña pieza teatral a la que alguien calificó en su momento de obra maestra. Caigo en la cuenta de que no he leído nada hasta ahora de Priestley, me refiero al Priestley autor teatral o de novelas, aunque sí me viene tímidamente a la memoria ahora, con este encuentro casual, aquel otro libro de este autor inglés titulado “El hombre y el tiempo”, y que por momentos me llegó a superar por su densidad. En él Priestley meditaba como ya habrán supuesto sobre el concepto del tiempo. También recuerdo vagamente como el autor mantenía que, de la misma manera que el espacio tiene tres dimensiones, el tiempo también tiene dimensiones adicionales. No lo sé, pero de lo que sí tengo la sensación es que para mí el tiempo parece pasar más deprisa desde hace unos años. El paso de los días parece ir acelerándose, nada que ver con aquella sensación de lentitud y eternidad de cuando éramos más jóvenes. Hace poco Iñaki Gabilondo declaraba que tenía el hábito diario de la lectura, lo que ya no decía es si sentía como yo cada vez más ansiedad por la lectura, como si se tuviera la sensación de que fuera faltando tiempo para leer todo lo que se desea. Y siguiendo con el tiempo, al que me ha conducido inesperadamente Pristley, me conseguían hace unos días el libro de Carlos Jurado Caballero “El año en que se paró el tiempo”. Se editaba en 1996 pero ya está descatalogado, por lo que sin la mediación de Cristóbal, mi librero de guardia, difícil hubiera sido poder leer una magnífica novela que nos da cuenta de la llegada de un viajero a una recóndita aldea situada en la región de La Sagra. Una aldea donde parece que el tiempo se hubiera detenido. Recordar este libro me lleva sobre un tema que logra enfadarme. ¿Cómo es posible que se siga reeditando tanta pseudoliteratura, mientras que para conseguir un solo ejemplar del libro de Carlos Jurado haya que buscarlo como si fuéramos argonautas? Ramón Clavijo Provencio