sábado, 3 de octubre de 2009

Talleres


Con el nuevo curso, propósitos renovados, metas por alcanzar y que nunca alcanzamos (aprender inglés, por ejemplo) y, sobre todo, nuevas expectativas culturales. El proceso es el siguiente: primero intentamos conocer las lecturas que a lo largo de sus vidas han marcado a nuestros escritores favoritos y no tan favoritos, y hacemos un acopio de esos libros para ponernos al día y, lo más importante, partir de las mismas fuentes en que ellos bebieron. Después, leemos con avidez todas las declaraciones que han ido haciendo en los distintos medios de comunicación, para intentar descifrar en ellas alguna de las claves de su creación; no hay escritor que no haya confesado alguna vez ante un periodista sus hábitos de trabajo, sus manías a la hora de ponerse delante de la mesa y ante el papel o la pantalla en blanco, y hasta la marca de los bolígrafos o rotuladores que utiliza (famosas han sido las camas de Aleixandre y de Onetti, tanto como la máquina de escribir de Umbral). Y ya, por último, releemos las obras de aquellos escritores que vamos a convertir en referencia, en modelos o ejemplos si no a imitar, sí al menos tener siempre presentes. Cerrado todo este proceso, ya nos creemos en condiciones de ser nosotros también escritores, de hacer nuestros pinitos literarios y, ¡quién sabe!, hasta de subir a los altares si no de la Literatura (con mayúsculas), con un poco de suerte, a los del “pelotazo”. Alguno habrá que hasta se compre un portátil, a modo de inversión, para empezar su meteórica carrera a los cielos de los escaparates de las librerías y de las listas de los más vendidos. Pero pronto nos damos cuenta de que unir palabras no es tan sencillo y de que perfilar personajes, hacer descripciones, estructurar la trama no se aprende por ciencia infusa y acudimos, entre desesperados y un tanto desesperanzados, a un taller de escritura, de esos que han proliferado en los últimos años en la misma medida en que a cierta parte de la población de este país se le ha metido en la cabeza que eso de escribir se hace de tacón y, si me apuran, hasta de rabona. Es cierto que no todos (generalizar es exagerar) los que acuden a un taller de escritura lo hacen con ese propósito; aunque en el fuero interno de muchos quizá corra ese gusanillo del éxito, ese dulce que a nadie amargaría. No estoy en contra, sino todo lo contrario, de los talleres de escritura, porque cualquier iniciativa que sirva para cubrir las expectativas, inquietudes o aficiones culturales de los ciudadanos, merece todo nuestro aplauso. Sus coordinadores o responsables son, por lo general, escritores con una trayectoria literaria contrastada, y ¡quién mejor para explicar los entresijos de la creación literaria que los que tienen que enfrentarse con ellos a diario! Pero otra cosa, y muy distinta, es la intención con que algunos se acercan a esos talleres; cuando se dan cuenta de la dificultad que todo arte tiene, que no basta con las lecturas favoritas de sus escritores preferidos, ni tan siquiera con releer sus obras una y otra vez, entonces surge el problema: ¿y qué hago con el portátil? La respuesta es tan fácil como ordinaria. La que ustedes están pensando. José López Romero.

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