miércoles, 11 de marzo de 2009

Verdades


“Yo tengo ya más de cincuenta años, y si usted me pregunta cuáles son las reglas inmutables del matrimonio, sólo se me ocurre una: un hombre nunca deja a su mujer por una mujer mayor que ella. Aparte de eso, todo lo demás es posible”. “¡Que no lo digo yo! –intenté excusarme ante mi mujer, que ya miraba de reojo a mi hija con intenciones aviesas de formar frente común contra el varón que se atrevía a expresarse, más bien leer, libremente-… ¡Que lo dice un personaje, precisamente mujer, de la novela Hablando del asunto de Julian Barnes.” No sé si me creyeron, porque todos los datos apuntaban a este servidor, víctima una vez más de sospechas infundadas. ¿Hay realmente reglas inmutables? La que expone esta señora, tiene por mi conocimiento, que no experiencia, pocas y raritas excepciones, acudiendo al dicho popular de “si hay que cambiar, que sea para mejor”. En cuestiones matrimoniales ¿qué quieren ustedes que les diga que ya no sepan? La historia es rica en toda suerte de situaciones, y la literatura ha abordado el asunto con tanta profusión que me atrevería a incluirlo en el pequeño y selecto número de temas recurrentes y universales. Si Hablando del asunto es una novela en verdad muy recomendable en el tema que tratamos no sólo por su modernidad, sino sobre todo por el fino sentido del humor que se despliega a lo largo de todo el libro, casi toda la gran novela decimonónica, bien leída, no tiene otro asunto central que no sea el matrimonio, desde Madame Bovary pasando por La regenta hasta llegar a Fortunata y Jacinta, historias de mujeres insatisfechas. En este sentido ejemplar es también la novela Climas, escrita con elegante estilo por el francés André Mauriac; un interesante análisis del matrimonio visto a través sobre todo de dos mujeres. Y ya que hemos citado a la Bovary, Somerset Maugham se permite el siguiente comentario sobre Louise Colet: ““Flaubert se convirtió de nuevo en su amante. Uno se pregunta por qué. Louise era ya cuarentona, y rubia, y las rubias no se conservan bien, y en aquellos tiempos las mujeres que tenían alguna pretensión de decencia no se maquillaban”, -de nuevo siento en el cogote el aliento de mi mujer, a la que noto con ganas de censurar el artículo, y eso que ella no es ni rubia ni se maquilla… por lo menos-. Y aunque sobre el matrimonio, como sobre cualquier tipo de relación humana toda verdad debe ponerse en cuarentena, sobre la vida en general, sobre el ser humano, y hasta sobre el mundo todas las afirmaciones que podamos calificar de inmutables los propios aludidos ya se encargan de derribarlas. Si aquí nos dedicáramos a hacer un encendido elogio de la humanidad, cosa que por otra parte no se nos pasa por la cabeza, rápidamente algún lector acudiría a las palabras de ese excepcional conocedor de la mente humana, el gran Sigmund Freud, quien decía: “En el fondo de mi corazón estoy irremediablemente convencido de que mis queridos prójimos, con unas pocas excepciones, son unos seres despreciables”. “Estaría pensando en los hombres” –le oigo a mi mujer-. Y es que yo tengo la culpa: como a Felipe II. José López Romero.

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