martes, 24 de febrero de 2009

Leer lento


Observo al adolescente en una postura inverosímil sobre el banco de la plaza, ensimismado en la lectura de un libro en edición de bolsillo. ¿Será posible?¿ Cómo lo conseguirá? Los niños alborotan a su alrededor con sus juegos, los adultos parlotean, el jardinero arregla el césped con la maquina cortadora haciendo un ruido harto molesto, pero el chaval, ajeno a todo, sigue atrapado por el artilugio de papel que tiene entre sus manos, y de vez en cuando pasa sus páginas con movimientos pausados. ¿Habrá surgido el Slow Read? El leer lento. Bueno, no sería extraño a tenor del éxito de ese otro movimiento surgido en Italia hará unos veinte años, el Slow food, la comida lenta, alternativa a la Fat food o comida basura. Algunos, hartos de comer durante décadas la comida basura, de alimentarse con rapidez impulsados por unas formas de vida donde el tiempo es el bien más preciado, pero en el sentido de que hay que hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible, van logrando cada vez más seguidores al movimiento, representado por un caracol, que reivindica no solo una comida más saludable, sino tiempo para poder disfrutarla. El chaval finalmente se desespereza, con movimientos parsimoniosos cierra el libro, que debido a la distancia, no he conseguido saber de que trata y, acto seguido, con él metido en uno de los bolsillos traseros del pantalón vaquero, se pierde caminando con lentitud hacia la salida del parque. Mientras se empequeñece su figura me convenzo de que ha sido el tiempo, mejor dicho, la falta de tiempo, otro de los factores que han jugado en contra de la lectura durante las últimas décadas, mientras progresaban otras formas más rápidas de acceso a la información, a la cultura, o a la diversión. ¿Habrá surgido el Slow Read? Recuerdo en ese momento que en mi maletín llevo la última adquisición que hace un par de horas hice en mi librería de guardia: “El mapa del tiempo” de Félix J. Palma. No lo dudo. El banco se ha quedado solo, lo que aprovecho para estirarme a todo lo largo del mismo, y recibiendo unos tibios rayos de sol, comienzo su lectura con todo el tiempo del mundo. Ramón Clavijo Provencio

Desacuerdo


No estoy de acuerdo (¡empezamos bien!) con esa ya antigua teoría de que para ser un buen escritor uno ha tenido que haber sido infeliz en su infancia o padecer de alguna incapacidad física. Los ejemplos aducidos tampoco me convencen: Byron, por su pie deforme; Dickens, por el complejo por haber trabajado de chico en una fábrica de betún, etc. El instinto creativo, dicen quienes defienden tamaño despropósito, se agudiza en la desgracia. Y no estoy de acuerdo, porque yo podría argumentar en contra que buena parte de la narrativa hispanoamericana, tanto la de aquí como la de allí, no podría haberse escrito. La nómina de nuestros más insignes escritores está llena de “niños de papá”, burgueses acomodados, por no decir incluso de alta posición social. ¿Discapacitados? No recuerdo; ¿infelices? No me constan. Y tampoco estoy de acuerdo (hoy se me han levantado las yemas de los dedos un poco contestatarias) con la afirmación que la semana pasada hacía la novelista Siri Hustvedt, esposa de Paul Auster, en el “Magazine” de este periódico, según la cual “nadie escribe un libro si está en paz consigo mismo”. Bien podría ser una variante de la primera teoría ya expuesta y derribada, aunque llevada un poco más allá, ya no es necesario el sufrimiento infantil, sino la angustia vital, estar atormentado, el inconformismo radical contra todo, todos y contra sí mismo. Si bien es cierto que muchos escritores, sobre todo a partir del siglo XIX, decidieron que no había literatura sin autodestrucción, actitud que muchos llevaron hasta las últimas consecuencias, pongamos como ejemplo al mismísimo Edgar Allan Poe (del que este año, por cierto, se cumple el bicentenario de su nacimiento); autoaniquilación que sigue en plena vigencia, aunque con casos más esporádicos; también reconocerán conmigo, por el contrario, que la literatura, como todo proceso creador, necesita de un estado de sosiego espiritual e intelectual que en poco o en nada se compadece con los febriles efectos del alcohol o de las drogas, como en otro tiempo se tenía por moda. Pero sigue la Sra. Hustvedt: “en el momento en que se convierte en un arma ideológica, la literatura deja de ser buena, salvo excepciones”, tampoco de acuerdo. La literatura buena o mala no depende, en mi opinión, de su intencionalidad o su utilización, sino de su calidad, como todo arte. ¿O es acaso una excepción todo el teatro clásico español con Lope y Calderón a la cabeza, que se utilizó como arma ideológica a favor de la monarquía absoluta? Como tampoco estoy de acuerdo con el calificativo que suele utilizar a modo de elogio nuestro paisano Caballero Bonald del “escritor desobediente”; ¿desobediente a qué? ¿al poder, cuando se echan en brazos de algún gran grupo de medios de comunicación? ¿al sistema, cuando no tienen el menor escrúpulo en presentarse a premios en cuyos jurados están sus amigos, o en poner la mano y la sed para asistir a actos corporativos? ¿Y tú con qué estás de acuerdo, cariño? –oigo por detrás que me dice mi mujer entre irónica y amenazante. “¿Yo? Contigo siempre, amor”. Y me dio un beso que me supo a terrón de azúcar. José López Romero.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Histórico acuerdo


Hemos leído, con interés y satisfacción, el anuncio realizado hace unos días por el obispado de Jerez y Cajasol, de la firma de un convenio de colaboración para hacer accesible lo antes posible, los fondos documentales y bibliográficos de la Iglesia, actualmente depositados en el palacio Bertemati. Me referiré en las líneas que siguen exclusivamente a la tradicionalmente conocida como Biblioteca de la Catedral, quizás uno de los patrimonios menos conocidos por los jerezanos, pese a su importancia que excede, y mucho, las simples fronteras locales. Quizás sobre ese desconocimiento tenga mucho que ver por un lado, el que hablamos de libros, de libros antiguos para entendernos, y ya sería mucho pedir, habida cuenta de los índices de lectura, sensibilización hacía el patrimonio bibliográfico propio. La otra razón para explicar este desconocimiento sobre lo que atesora la ciudad, sea el que esta biblioteca de la que la Iglesia es titular, jamás ha estado, como en otras ciudades cercanas, abierta al uso público, al menos de una manera normalizada. Como pueden suponer, a la historia de esta biblioteca nos hemos referido, desde diversos medios, en otras ocasiones. Historia larga y muy interesante, que no podemos recorrer en estas breves líneas, pero de la que podemos decir, para poner en antecedentes al lector, que sus inicios los encontramos en la donación realizada por el Obispo de Sigüenza, el jerezano D. Juan Díaz de la Guerra, en 1793 a la Iglesia Colegial de Jerez. El 25 de enero de 1869 el Ayuntamiento, en nombre del Estado, se incautaría de este importante material bibliográfico que servirá en parte, en 1873, para inaugurar otra biblioteca, esta vez pública, la Biblioteca Municipal de Jerez. Precisamente en esta inauguración a la que nos referimos, se produjo una curiosa anécdota, protagonizada por el redactor de “El Porvenir”, y luego afamado escritor, Luis Coloma, cuando manifestó en público, en el momento de descubrir la lápida colocada en la biblioteca con motivo de su apertura, “su extrañeza al no ver escrito en la misma el nombre del Ilmo. Obispo de Sigüenza, D. Juan Díaz de la Guerra, cuya biblioteca servía de base a la que se había inaugurado”. Anécdotas aparte, los libros serian devueltos, derribada la primera República española, un 14 de Agosto de 1875 al Cabildo Eclesiástico. A partir de ahí ese patrimonio solo ha sido conocido por sus conservadores y algunos privilegiados investigadores, hasta que un meritorio trabajo de la bibliotecaria María Rosa Toribio Ruiz, nos desvelaba hace unos años el legado atesorado en la biblioteca de la Colegial y, sobre todo, su numerosa colección de incunables. Por todo lo dicho, y volviendo al inicio de estas líneas, creemos que el acuerdo firmado por el Obispo de Jerez Monseñor del Rio y el presidente de Cajasol Antonio Pulido, que permitirá la accesibilidad a los fondos de la biblioteca, será la mejor noticia cultural surgida en esta ciudad en mucho tiempo. Ramón Clavijo Provencio.

Rico


¿Quiere usted hacerse rico con poco esfuerzo? “¡Joé! – que diría el amigo de Rguez. Carrión (por cierto, ¡enhorabuena!)- ¡Vaya preguntita con la que tenemos encima!”. Pues yo le voy a dar la receta mágica sin caer en la burda solución de los juegos de azar. ¡Escriba un libro de nutrición, dietética, alimentación o como c. se le denomine al género! ¿Difícil? ¡Por favor! ¡Qué poca confianza en sus posibilidades! Atento al procedimiento: se busca usted una fruta o una hortaliza y cante usted las excelencias dietéticas y nutritivas de la susodicha; añada algunas recetas y formas de comérsela, adóbelas con cierta dificultad: a las tres de la mañana, porque el cuerpo está en proceso de reactivación; o acompáñela con otros productos cuya ingesta puede resultar cuando menos extraña: con tres dientes de ajo o con un caldito de berenjenas; abra en su libro un capítulo sobre la mala alimentación, exponga usted las tres obviedades sobre las carnes rojas y el chicharrón ibérico, las grasas trans y el colesterol, que asusta mucho, y ya tiene usted su best-seller, y hasta con un poquito de suerte se termina por convertir en lo que ahora se da en llamar “el nuevo gurú de la alimentación sana”. ¿Difícil? ¡se subestima! ¿Que por qué no lo hago yo? Tiene sentido su pregunta, pero los que somos pobres de cuarta generación (y porque nuestra vista genealógica no alcanza a más), nos movemos mucho más sueltos en las estrecheces de los momentos de crisis y, la verdad, no sabríamos maniobrar en la opulencia; de acuerdo con la modestia, por no decir miseria, de los bienes de fortuna que a mi apellido han ido legando generaciones y generaciones de antepasados, yo me aplico la frase que le oí a Don Rafael Sánchez Saus, conocedor como nadie de los linajes jerezanos: “Cuando tu familia empezaba a ser algo, la mía ya llevaba muchos siglos que no era nada”. Pero si a pesar de lo fácil que se lo he puesto, usted no confía en el método para salir del umbral de la pobreza en que lo va a dejar esta malhadada crisis, pero tiene tragaderas y el estómago más que agradecido, le propongo otro plan: hágase de un partido político. ¿Que de cuál? De cualquiera porque, apostillemos a Darío Fo: “Aquí no paga nadie, pero todos mangan”. José López Romero.

miércoles, 11 de febrero de 2009

A primera hora


¿Hoy no viene fulanito? No, y me parece que vamos a dejar de verlo, al menos durante una larga temporada, me contesta mi vecino de barra, en el bar donde tomo el café mañanero. Te acordarás de lo que nos comentó hace algunas semanas de la posibilidades de una ERE en su empresa, pues … No hace falta decir más. Me llevo la taza de café a la boca , y siento el líquido caliente correr por mi garganta. Siempre me pareció el café, me refiero a ese de antes de comenzar la jornada, en el bar de toda la vida, con caras conocidas a mi alrededor, uno de los momentos más placenteros del día. Ahora esto parece estar cambiando. Cada nueva jornada me encuentro con una nueva deserción forzosa, y ya el tema empieza a tomar un color sombrío, como el de los barracones de los pilotos de la RAF, durante la batalla de Inglaterra, cuando trataban de adivinar quién sería esta vez el que no regresaría de entre los compañeros que acababan de salir a una nueva misión. ¿Trágico? Bueno, ustedes dirán si lo soy, ante la marcha de los acontecimientos. ¿Será posible que todo esto empezara hace unos pocos meses con negaciones, por parte de los que gobiernan nuestras vidas, de lo que se nos venía encima? Luego, a la vista de que la “no crisis” acabó por cogernos por la entrepierna, como un astado en la calle Estafeta de Pamplona, asistimos perplejos a su reconocimiento, y consagración. Eso sí, hemos ido pasando de una “crisis” fría, a una templada; de un remedo de la del “29” a la del “73”, de las conocidas como de color pastel a las rojo bermellón…¿y por qué les cuento todo esto en esta columna supuestamente dedicada al mundo de los libros? Verán, he observado desde hace algunas semanas, a la hora del café mañanero, mientras van menguando las filas de la clientela habitual, que un extraño y solitario individuo toma notas sin parar. Y aunque me recuerda vagamente a aquella negra figura del “séptimo sello” de Ingman Bergman, en realidad escribe un libro sobre “la madre de todas las crisis“ y, quizás, la extraña historia de sus mil y un nombres. Ramón Clavijo Provencio

Arte Nuevo


Esta tan ajetreada humanidad ha vivido ya tanto, la historia es tan infinitamente larga, que a cada momento, por minuto diría, podríamos estar celebrando algún acontecimiento. El más que admirado, venerado Stefan Zweig redujo a catorce los “Momentos estelares de la Humanidad” (libro del que no nos cansaremos de cantar sus excelencias), pero estimo que se quedó corto, muy corto. Y con la Literatura no digamos. No hay día en que no debamos ponernos el traje de las celebraciones o de las necrológicas; que si la conmemoración de un nacimiento, que si un óbito, que si una primera edición, que si el primer flatito de…, o la virginidad de… Pero como yo soy bastante despistado para las fechas, unas se me terminan por pasar o me entero a veces por los periódicos, otras soy el último en enterarme (¿dónde habré oído yo esta frase? Toco madera). Y es que uno no puede estar todos los días de gala o entonando el “no somos nadie”; por eso, la mayoría se me olvida y a pocas, muy pocas les dedico mi atención. Y estamos precisamente en una de estas celebraciones que yo no dejaría escapar sin prestarle al menos un poquito de tiempo y esfuerzo. Me refiero al cuarto centenario de la primera edición de “El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo”, opúsculo que Lope de Vega escribió a modo de poética de su nueva concepción de hacer teatro. La verdad es que me enteré por los periódicos de este nuevo “centenariazo”, que bien merece un hueco en nuestra ya de por sí dispersa atención. La Literatura como todo arte siempre ha tenido un prurito muy acusado por someterse a reglas, de ahí la cantidad de “poéticas” que a lo largo de su historia se han escrito y publicado, desde la más importante de Aristóteles, pasando por la cantidad inabarcable de “Retóricas” que se fueron publicando durante todo el siglo XVI, por no decir la famosa de Luzán en la primera mitad del XVIII, hasta llegar a nuestros días en que no hay escritor que, de una forma u otra y a título particular, no haya reflexionado sobre su “arte nuevo, distinto o personal de hacer literatura”. Pero “El arte nuevo” de Lope bien merece el reconocimiento a una pequeña obra (apenas 380 versos) en la que el Fénix expuso todos los resortes de una nueva manera de hacer teatro que revolucionó los corrales de comedias de su época y que marcaría un antes y un después en la historia de nuestra dramaturgia. Hasta el mismísimo Cervantes tuvo que echarse a un lado, para dejar pasar aquel vendaval que sin duda fue aquella reforma que proponía Lope. La reducción a tres actos, la mezcla de lo cómico y lo trágico (en el sentido clásico de ambos términos), la tipificación de los personajes, la variedad temática, la diversidad estrófica, la ruptura de las tres unidades clásicas y, sobre todo, la complicidad con el espectador son rasgos que expone Lope y que han perdurado a lo largo de los siglos. Como ven, no podríamos pasar por alto una celebración como ésta, que requiere, sin duda, traje oscuro y corbata, si no esmoquin y pajarita. José López Romero.

jueves, 5 de febrero de 2009

Cuatrocientos


Es fama que cuando se extendió por Europa la lectura de “Las desventuras del joven Werther”, de la misma manera una epidemia de suicidios invadió el viejo continente; más lejos de la intención del gran J. W. Goethe que su novela provocara tal devastación en la juventud europea. Los amores del apuesto Werther hacia la hermosa Carlota, tan desesperados como imposibles, le llevan a ese callejón sin salida que es su propia autodestrucción. Les confieso que yo leí a una edad muy sensible a estos asuntos del corazón esta novelita de Goethe, en la colección de RTVE-Salvat, cuyos ejemplares por aquellos prehistóricos años costaban 25 pesetas, ni que decir tiene que aún conservo (lo tengo ahora entre mis manos) el nº 15. Y aquí sigo; lo que quiere decir que, a pesar de los deletéreos efectos que produjo ese libro, a mí, aunque aún recuerdo la honda impresión que me provocó, ni siquiera se me pasó por la cabeza el suicidio, prefería ahogar mis penas de amor con bocadillos de tortilla (estaba en una edad muy mala). ¿Se preguntarán los autores el efecto que pueden producir sus libros en los lectores? La inmensa mayoría juran y perjuran que no escriben para un determinado tipo de lector, pero seguro estoy de que una de las mayores satisfacciones que se le puede dar a un escritor es que le diga alguien que su libro le dio ánimos para seguir viviendo, o que encontró un enorme consuelo después de una desgracia. Sin ir más lejos, una de las últimas confesiones de Mario Conde ha girado sobre este aspecto: en la cárcel –dice- se leyó unos cuatrocientos libros; entre tantos, seguro que muchos le reconfortarían, muchos otros le harían la vida más llevadera, privado de libertad, y que otros, esperemos, le hayan hecho mejor persona. Sin embargo, hay políticos que o aprenden demasiado de sus lecturas o no han leído nunca un libro que los haya puesto o devuelto a la realidad. Hace unas semanas el Consejero de Trabajo de la nuestra imparable Junta se dejaba caer diciendo que aún mantenía el objetivo de pleno empleo para el 2013, lo mismo estaba bajo los efectos de esas novelas de ciencia ficción que recrean un mundo tan lejano como imposible; y el exsecretario general de CCOO, y hoy reconvertido en flamante diputado del PSOE, Antonio Gutiérrez, en este mismo periódico comentaba que “los mecanismos de la codicia cada vez son más sofisticados”, seguro que una de sus lecturas preferidas son los diálogos de tendencia cínica de Luciano de Samosata. A más de uno habría que darles el tiempo suficiente como para que puedan leerse cuatrocientos libros. José López Romero.