miércoles, 14 de enero de 2009

Medicina



“El otro día -me contaba un amigo- tuve que ir al médico; ya sabes, esas consultas de revisión tan necesarias cuando ya tenemos unos cuantos años, y después de preguntarme por mi nombre y mi edad, y antes de interesarse por mi salud o por los motivos que me habían llevado a su consulta, va y me suelta la siguiente pregunta (él muy enfrascado anotando en su portátil): “¿qué ha leído usted últimamente y qué está leyendo ahora?” ¿Qué te parece?” A mí, la verdad, la pregunta no me habría sorprendido lo más mínimo; es más, la considero tan obvia que yo no sé cómo los médicos no suelen hacerla con más frecuencia o la incorporan definitivamente al cuestionario protocolario de cada paciente. Y digo que no me sorprendió porque yo acostumbro a elegir mis médicos por las lecturas que hacen; lo primero que hago, antes de que sean ellos los que me lo hagan a mí, es preguntarles por lo que han leído y están leyendo, así ya puedo tener una idea de la fiabilidad de sus diagnósticos; como seguramente, aquel doctor que atendió a mi amigo tendrá ya un buen indicio de sus dolencias o enfermedad a través de sus lecturas, sin necesidad de acudir a las exploraciones pertinentes. Si acabas de leer un buen ejemplar de literatura erótica, no creo que te haga falta médico alguno; pero si estás leyendo el “Ulises”, pongo por caso, lo mismo necesitas con urgencia un especialista en aparato digestivo para aliviar el estreñimiento que, de seguro, vas a terminar padeciendo; o, por el contrario, si te has atrevido, con eso de que le han concedido el premio nacional, a recuperar los títulos clásicos de la producción de Juan Goytisolo (“Señas de identidad”, “Reivindicación del conde don Julián” o “Juan sin tierra”), habrás tenido que imponerte una estricta dieta blanda por el riesgo de deshidratación debido a las continuas visitas al W.C. Efectos éstos, tan contradictorios, pero tan frecuentes por desgracia en la literatura que nos rodea. Digo más: yo tengo (y perdonen el sesgo escatológico que está tomando este artículo) bien dispuestos en una pequeña biblioteca muy cerca del servicio unos cuantos libros, cuyos títulos ya se han paseado por está página, para ayudar con su lectura a la siempre necesaria y saludable evacuación. Y confieso, además, que a mí me gusta de vez en cuando lo que se ha dado en llamar “terapia de choque”, y me aplico en cuanto noto los primeros síntomas un buen remedio libresco a modo de cataplasma: que me empieza la jaqueca, me cojo un Carlos Fuentes y me pego una sesión de tres horas seguidas hasta sin respirar. Tengo que reconocer que pocas veces hace el efecto deseado y debo acudir al infalible ibuprofeno de 600 en dosis de caballo. Pero si ya en un acto de desprecio por la propia vida, te atreves no ya a leer sino sólo a poner sobre la mesilla de noche “La muerte de Virgilio” de Herman Broch o “El péndulo de Foucault” o la “Isla del día de antes” (¿o era de “después”?, no quiero ni acordarme) de Umberto Eco, entonces tu enfermedad, amigo, no es del cuerpo, sino del alma, y ésa (parafraseando al buen Pedro Crespo) sólo la cura Dios. José López Romero.

No hay comentarios: