jueves, 22 de enero de 2009

El oficio de escritor


- “¿Qué haces?”. –“Aquí, esperando”. – “¿A quién?”. –“¿Pues a quién va a ser? ¡a la inspiración!”. –“¿Y cuánto llevas?”. – “Unas cinco de oloroso”. – “¡No, hombre! Me refería al tiempo”. –“¡Ah! Una horilla mal contada”. – Y no te ha venido, a pesar del vino”. – “No. “Parece que hoy las musas han pasao de mí”, como diría Serrat”. –“Pero tú del oloroso no pasas ni de puntillas”. –“¡Hombre! Es que si la inspiración no viene, al menos eso que me llevo”. Este diálogo lo mantenía no hace mucho, acodado en la barra de un bar, con ese amigo que de los pregones pasó a la novela histórica y ahora, por lo que adiviné después, según se le iba convirtiendo la lengua en un desmadejado estropajo, había desembarcado en el género negro y estaba en pleno proceso creador. Y precisamente por estos mismos días de este recién estrenado 2009 que muchos ya están deseando que pase, me he topado en varios periódicos con noticias referentes al oficio de escritor. En este mismo diario se daba cuenta del inminente fallo del Premio Nadal y cómo la periodista y novelista Eva Díaz Pérez iba a rendirle un homenaje al premiado del año pasado, Francisco Casavella, muerto de un infarto a los 45 años. Eva Díaz glosaba brevemente la figura del fallecido haciendo alusión a su fino sentido del humor y a su nula vanidad, “algo infrecuente en el mundillo literario”, decía la finalista del 2008 con su novela “El club de la memoria”. Pero por los mismos días, otro fallecimiento venía a insistir en el mismo asunto. El también periodista Pedro G. Cuartango al hacer la necrológica de Donald Westlake, escritor de novela negra, lo elogiaba en los siguientes términos: “me atrae de Westlake su falta de pretensiones, su disposición a considerar la literatura como un oficio; era un gran creador, pero parecía un artesano”. Y finalmente, en una entrevista que le hacen a Félix J. Palma (al que mi compañero de página también dedica parte de su artículo y escritor con un recorrido tan dilatado como exitoso en el género del relato), reconoce que “el cuento paga las facturas a los que no nos protegemos las espaldas como funcionarios. No escribo para guardar en un cajón, no me puedo permitir ese lujo”. Quizá haya por ahí algún ingenuo, como mi amigo, que todavía conserve esa imagen romántica del escritor que espera a la inspiración para dar rienda suelta al arte; esa imagen del creador enfebrecido que poseído por fuerzas, sin duda divinas, va rellenando cuartillas al dictado de esa inspiración, hasta conseguir esa obra que le conceda la gloria de la inmortalidad. Las tres intervenciones antes señaladas nos vienen a ofrecer un perfil del oficio de escritor más próximo al del currante con mono azul, que a ese estereotipo romántico. No es la primera vez que al entrevistar a un escritor, éste no describa su jornada laboral en los mismos términos que la describiría cualquiera que ahora tenga el privilegio de gozar de un puesto de trabajo en esta sociedad, para desgracia de todos, de parados. Porque la literatura es desde hace ya un tiempo un verdadero oficio, una profesión de la que los que se dedican a ella pretenden comer, beber, mantener una familia y pagar, con las mismas dificultades que tiene todo hijo de vecino, impuestos e hipoteca. José López Romero.

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