jueves, 15 de enero de 2009

Ateos



Los que ya llevamos nuestro buen puñado de años dedicados a esto de la literatura con mejor o peor fortuna o, como dirían los taurinos, “con suerte diversa”, en más de una ocasión nos hemos topado con esos aficionados a la creación poética aunque la vida los haya llevado por caminos profesionales muy distintos: unos, fontaneros; otros, en el ramo de la alimentación; algún que otro de los nobles y sufridos cuerpos de la seguridad del Estado; pero todos con un denominador común: cuando buscan (vanamente, por cierto) alguna coartada al crimen de lesa literatura que han perpetrado, todos acuden a la figura de Miguel Hernández, el poeta-pastor. “¿No fue Miguel Hernández cabrero, por qué no puedo ser yo también poeta?” es la excusa literal a la que se acogen, al tiempo que ponen en nuestras manos una resma de cuartillas o folios a modo de cuerpo del delito. Son como una especie de secta, aunque no organizada, cuyos poemas hacen dudar al más santo de la existencia de la divinidad, porque no puede haber Dios que haya podido consentir tal desaguisado. Confieso que yo, en momentos de los que no quiero ni acordarme, sucumbí a los cantos de sirena de la poesía; pero mis crímenes los tengo guardados bajo cuatro llaves, candado incluido, por temor a que si los tiro en un contenedor algún enemigo los rescate de la basura y pierda el poco prestigio que me queda en el barrio; darlos al fuego fue en vano, porque ni ardían. Pero yo no busqué en Miguel Hernández mi coartada, porque al que se dio en llamar el poeta-pastor está muy por encima, a muchos años luz, de cualquier comparación. Si por un tiempo tuvo que cuidar del rebaño de cabras de su padre, no menor fue su dedicación a la poesía bajo la influencia protectora de los hermanos Ramón y Gabriel Sijé, pseudónimos de José y Justino Marín Gutiérrez. Su primer libro de versos, Perito en lunas, es un monumento a la influencia de Góngora, y al eximio poeta cordobés no se lo mete uno entre pecho y espalda si no se tiene una predisposición especial para la literatura, para la poesía. Y Miguel Hernández sin duda es uno de esos escritores en los que con mayor claridad se aprecia haber sido tocado por el dedo de Dios. Por eso no entiendo que en diversas ciudades, entre ellas Barcelona, algunos autobuses luzcan mensajes ateos, cuando para demostrar la existencia de Dios basta con leer la Elegía a Ramón Sijé. José López Romero.

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