miércoles, 5 de noviembre de 2008

¡Qué cara!


Aunque es meterme en camisa de once “Bernardos” (por mi compañero Palomo), por fin un pintor de la talla de Cristóbal Toral (en mi época de estudiante en Sevilla tuve ocasión de ver varias exposiciones de sus obras), levanta la voz contra el fraude de algunos supuestos colegas que lejos de hacer arte, lo que realmente pretenden es enriquecerse a expensas de la ignorancia de los incautos. Y con los ecos del “j’accuse” de Zola en su famoso manifiesto contra el affaire Dreyfus, el magnífico pinto realista intenta con su artículo “Yo acuso a Damian Hirst” denunciar al “artista” de la calavera de diamantes o del tiburón en formol, obras que han alcanzado precios astronómicos en las subastas. Acusa Toral a Hirst de fundar el grupo Young British Artists con el único propósito de hacerse millonario en el menor tiempo posible y de la manera que le parecía más fácil (con un pico y una pala le resultaba más complicado); y de ahí que ahora disfrute de una fortuna cifrada en 1.250 millones de euros, a sus espléndidos 43 años, para poder reventar las subastas de sus propias obras. Para lograr todo esto, nada mejor que contar con la ayuda inestimable de algunos críticos y galeristas, que puestos en nómina o con un abultado sobre bajo cuerda no dudan en renunciar a cualquier tipo de escrúpulos. ¿Pasa esto en la literatura? ¿quién lo duda? La crítica por su propia naturaleza está siempre bajo sospecha; las filias y las fobias; la pertenencia a grupos editoriales de amplia influencia en los lectores; los estómagos agradecidos a cualquier régimen (éste no es una excepción, sino una confirmación de lo que decimos) están a la orden del día, como los jurados de los premios, o como hasta los escaparates de las librerías céntricas de las grandes ciudades. Todo se compra, porque todos se venden. Y volviendo sobre la pintura, seguro que ustedes recuerdan aquel chiste cuyo protagonista, Franco (¡hasta para los chistes hay que tener “memoria histórica”!), al asistir a una exposición de arte abstracto y cuando un ayudante le sopló el siguiente comentario “¡qué cara! ¡qué gesto!”, para que el “generalísimo” no desbarrara en exceso, el dictador, harto ya de ver manchas, exclamó: “Eso digo yo, ¿qué carajo es esto?”. ¡Huy, perdón! ¿Estarán prohibidos también los chistes de Franco? Le preguntaré a Garzón.

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