lunes, 27 de octubre de 2008

HARTO


Me ha llamado la atención, esta última semana, que el gran periodista de Radio Nacional, Ramón Trecet, se declarara harto de su situación en el ente público y denuncia estar siendo objeto de mobbing. La cosa parece que está fea, pero sobre todo para los oyentes de ese programa de culto que durante 24 años ha estado dirigiendo, Músicas 3, y que tememos que si la cosa no se encauza perderemos definitivamente otro referente más para la cultura de este país, en este caso la relacionada con la difusión de las nuevas tendencias en la música. Un programa por el que nadie daba ni uno de esos céntimos que se echan en los cepillos de las iglesias y que, miren ustedes por donde, el bueno de Ramón, contra viento y marea, empezó a introducir a través de las ondas a principios de los ochenta, y hasta hoy. Ahora parece que una antigua discípula de Trecet, a la que le han dado “mando en plaza”, tiene otras “ideas” y muy poco respeto por el trabajo bien hecho. La verdad que esa hartura de Trecet nos está invadiendo a muchos, que vemos como en este país, azotado no sé por qué plaga, trata de de arrinconar, y si se puede, desplazar, muchas figuras del campo de la cultura o de la difusión cultural en aras de un horizonte nuevo que nadie sabe explicarnos en qué consiste. La experiencia, el saber acumulado, la posibilidad de transmitirlo pausadamente a las nuevas generaciones, ya no es algo que se valore, por parte de los que tienen que tomar decisiones, cada vez más hipnotizados por nuevos profetas de la ¿cultura?. Si lo de Trecet es de juzgado de guardia, ¿qué me dicen de la demanda que le ha puesto a Luis García Montero un profesor de la misma Universidad de Granada? El motivo, pues que García Montero, harto de las barbaridades que sobre García Lorca lleva años proclamando el mencionado profesor, entre ellas la de acusar a Lorca de connivencia con el fascismo, publicó en la prensa un ataque sin paliativos ante tan demencial revisionismo de la historia.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Añorada lectora


He devuelto al estante “La ciudad de cristal”. Sí, aquella novela de Paul Auster con la que inició su alabada trilogía ambientada en la ciudad de Nueva York. Este libro, que permaneció tras adquirirlo en la librería, hace ya algunos años, olvidado en mi biblioteca, fue el que sin saber exactamente por qué, elegí para que acompañara los aciagos días, previos a su marcha definitiva, de un ser muy querido. Me pidió un libro y recordé este. Lo cierto es que “La ciudad de cristal” ya para mí, será algo más que el libro donde descubrí a Auster, porque no podré evitar a partir de ahora ver entre sus páginas, además de las andanzas del poeta Daniel Quinn, reflejos de aquella buena lectora que nos dejó, pero que sigue presente en ese señalador enigmático, detenido entre esas páginas donde el protagonista de la historia visita a Paul Auster, el escritor de la novela de la que él es solo un personaje. Siempre he estado convencido de que hay libros que, por azar o por razones que nos son difíciles de explicar, adquieren una trascendencia mayor de la propia historia que contienen impresa. Si hacen la prueba, reconocerán entre los libros de su biblioteca, unos pocos en los que se ha depositado otra historia paralela, y esta es tanto o más especial de la que descubrimos al abrirlo y leerlo por vez primera. Estuve dudando, después de la marcha de esa añorada lectora, si recuperar aquel libro de Auster, de por qué no ocupar el hueco dejado en la librería, con otro que me trajera recuerdos menos dolorosos. Pero entonces recordé pequeños detalles olvidados, y que empezaron a afluir….Mi ansiedad aquel día por adquirir el libro de un autor por entonces, en mi caso, desconocido. La satisfacción que me produjo tener la edición, de la editorial Anagrama, entre mis manos y luego, inexplicablemente, abandonarlo en la estantería para olvidarlo. Leí nuevos libros de Auster, ya convertido en una celebridad, pero ello no me hizo volver sobre el ya olvidado “La ciudad de cristal”. Tuvieron que llegar aquellos tristes días en que ella me pidió un libro, tan solo para hacer más llevadera la definitiva despedida. Entonces me acordé de aquel. ¿Quién me iba a decir que el libro de Auster, desde que lo adquirí, había estado reservado para acompañar los últimos días de una muy añorada lectora? Hoy, en cambio, lo que he devuelto a un estante de mi biblioteca es, sin duda, algo más que un libro. Ramón Clavijo Provencio.

martes, 14 de octubre de 2008

QUERIDAS COSAS


Despejada ya la duda metafísica que angustiaba a Aristóteles de si las mujeres tienen alma o no, hace ya un tiempo les ha tocado a los monos, y hay por ahí un movimiento titulado “Proyecto Gran Simio” que está totalmente a favor de considerar a estos animales más hermanos que primos de la raza humana y, en consecuencia, exige que se les “incluya de inmediato en la categoría de personas”, para que disfruten de la misma “protección moral y legal de la que sólo gozan los seres humanos”. Digo todo esto porque Alberto Manguel, bibliófilo donde los haya, en su Diario de lecturas se lamenta: “Esta mañana, al mirar los libros de mis estanterías, he pensado que no tienen conocimiento de mi existencia. Adquieren vida porque los abro y los hojeo y, sin embargo, no saben que soy su lector”. Jorge Luis Borges en un poema titulado “las cosas” reflexiona también, al igual que lo hace Manguel con los libros, sobre la relación que establecemos con los objetos más cotidianos, esos que nos sirven cada día, y sin embargo, la ignorancia que éstos tienen de nuestras vidas… “¡Cuántas cosas, / limas, umbrales, atlas, copas, clavos, / nos sirven como tácitos esclavos, / ciegas y extrañamente sigilosas…”, dice el poema borgiano, para terminar con dos versos realmente inquietantes: “Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido.” Pensar que el llavero al que sin duda le hemos cogido cariño por ser un regalo, o el sillón de nuestra casa al que le tenemos un especial aprecio por su comodidad y porque soporta todos los días nuestro peso, o el frigorífico que abrimos desconsideradamente cientos de veces al día no sólo desconocen de todo punto nuestra existencia sino que, peor aún, ni una mínima señal de tristeza manifestarán cuando muramos, es sin duda angustioso. En cambio, nosotros sí, ¿a quién no le cuesta desprenderse de algún objeto que nos ha servido durante un tiempo porque le hemos cogido ese cariño que ahora necesito y reclamo desde este artículo que sea recíproco? ¿Y si –pregunto- estos objetos tuviesen una vida interior, un soplo de sensibilidad a través del cual entablase con su dueño una relación sentimental: a veces de amor; otras, de odio; otras, en cambio, de indiferencia? ¿y si los libros de los que se lamentaba Manguel o, yendo un poco más allá en nuestra imaginación, los personajes de las novelas que leemos sintiesen cómo nuestras miradas recorren sus vidas o el tacto de nuestros dedos que sostienen sus páginas? Es también esa misma relación que Juan Ramón Jiménez confesaba tener con la Poesía: “Tengo en mi casa por su gusto y el mío a la Poesía, y nuestra relación es la de dos enamorados”. El gran Valentino Rossi declaraba no hace mucho en un periódico deportivo: “hablo con mi moto y la quiero; ella me ayuda y yo la ayudo y así nos va bien”. Estoy completamente seguro de que la moto desde su existencia mecánico-electrónica le responde a Valentino; es más, no me cabe la menor duda de que esa moto tiene alma. ¿Los monos? Pregúntenle a Aristóteles.

viernes, 10 de octubre de 2008


¿CRISIS?
Dichosos tiempos que están cambiando hasta nuestros más sagrados hábitos. Sin ir más lejos ¿quien no teme hoy husmear en las portadas de los periódicos, acompañándose del primer café del día? Y es que algo tan sencillo, pero placentero, y que hemos estado haciendo casi toda la vida, se está convirtiendo en una amenaza cierta, no vaya a ser que los titulares nos devuelvan a la cama con una depresión galopante, ante el cariz que esta tomando esta dichosa crisis que amenaza con engullirlo todo. Me empezaba a preocupar esta prevención a leer la prensa mañanera, desde siempre uno de mis placeres del día, cuando me tope hace algunas fechas, con una de esas encuestas que se hacen por el más nimio motivo, y que rellenan muchos minutos de televisión Encuesta donde se preguntaba lo evidente a un pequeño número de ciudadanos ¿Le está a usted afectando la crisis? A lo que todos contestaban que, en mayor o menor grado, esta les empezaba a afectar o, cuando menos, preocupar. Bueno, todos menos uno: un señor de una más que respetable edad y porte elegante, aunque por su traje parecían haber pasado muchas estaciones, al igual que sobre aquel ajado sombrero con el que se tocaba. Este señor, con todo desparpajo y sinceridad contestó que a él no le afectaba nada. Es más que el desayuno lo acompañaba con la prensa, como había venido haciendo desde que tenía uso de razón (vayan ustedes a saber cuanto tiempo haría de eso). Finalmente y a modo de despedida volvió a recalcar con voz tranquila, “Pues no, señorita, la crisis no me afecta lo más mínimo. Lo siento”. Desde ese momento volví a mis hábitos mañaneros, eso sí, la prensa diaria la leo con un día de retraso, como aconsejaba para tiempos de crisis, aquel anónimo caballero, que habría vivido muchas.

DESPRECIO

La generosidad, la amistad, la solidaridad y un cada vez más corto etcétera son, sin duda, valores universales que han definido las relaciones humanas desde tiempos inmemoriales; o digámoslo de otra manera, son viejas aspiraciones o reivindicaciones del ser humano en un intento tan desesperado como estéril por hacer de este mundo un sitio en el que vivir mejor, o más tranquilo, o más cómodamente, sin eso fuera acaso posible. Pero realmente el verdadero sentimiento, más extendido cuanto más actual, que presiden ahora esas mismas relaciones humanas es el desprecio (y perdóneme el lector este ataque tan severo como fulminante de misantropía). Lope y Góngora, por retrotraernos un poco en el tiempo, tuvieron siempre en muy poco aprecio a sus espectadores o lectores, y no digamos a sus críticos. Es el inveterado desprecio que al artista, en general, y al escritor, en particular, les han merecido de toda la vida sus seguidores o lectores. Un desprecio consecuencia a veces de la incomprensión mutua que lleva a algunos como a Juan Ramón Jiménez a tomar como estandarte la célebre “a la minoría siempre”, y a otros, en un obsesivo proceso de autodestrucción al suicidio (“no me comprendéis, pues me mato”). Pero hay un desprecio más grave que todos los señalados por su transcendencia no sólo en la vida cotidiana, sino especialmente en el funcionamiento del mundo: el desprecio que sienten algunos políticos por ese mismo pueblo al que le deben su cargo. En una de las tragedias más interesantes de Shakespeare, su héroe, Cayo Marcio, por sobrenombre “Coriolano” tras su conquista de la ciudad de Corioles, y que le da precisamente título a la obra, se caracteriza y lleva a gala constantemente su desprecio por el pueblo; uno de los personajes de la obra lo define en los siguientes términos: “Es un valiente camarada, pero un orgulloso del diablo, y no ama al pueblo”. Al político de hoy no se le puede exigir valor (aunque tampoco habría que consentirle la cobardía), pero sí adolece de un orgullo que por momentos deriva en soberbia y, sobre todo, tampoco ama al pueblo, desprecia al que lo vota y odia con rencor de fanático al que no lo hace. Las escandalosas subidas de sueldo en estos tiempos de crisis, el enriquecimiento personal y familiar, y especialmente el engaño y la mentira son pruebas palpables de ese desprecio del que hablo. La diferencia entre el gran Coriolano de Shakespeare y estos coriolanos de pacotilla, es que todas las acciones del primero están motivadas por el amor a su país; mientras que los segundos lo hacen todo para su beneficio personal o por un desmedido amor a la poltrona. Lo lamentable es lo que apostilla otro personaje del drama shakespereano a las palabras antes citadas: “Por mi fe, no han faltado hombres poderosos que han alabado al pueblo sin haberle amado nunca, y muchos de ellos que el pueblo ha amado sin saber por qué…”. Pura misantropía.